La banalización de la injusticia social según Antonio Balsalobre

La banalización de la injusticia social

“Una retribución al año de 300.000 euros es humilde a nivel empresarial”. Es lo que opina Garamendi sobre el sueldo que cobra por ser presidente de la CEOE. “Mira dónde están las remuneraciones de cualquier empresa del Ibex. Es un tema que me parece demagógico”, zanja el flamante nuevo líder de la patronal. Sí le parece un despilfarro, en cambio, que el gobierno de izquierdas haya subido el salario mínimo a 900 euros al mes, “algo que la economía española no se puede permitir”.

¡Manda huevos lo que hay que oír! Y lo que es peor, que ese exabrupto se perciba apenas como una leva punzada en la sensibilidad social de este país. Tampoco provoca mayor revuelo entre amplias capas de la ciudadanía que el 1% más rico de la población mundial posee más riqueza que el resto del planeta. O que los 10.000 trabajadores de las fábricas textiles de Bangladesh ganen en un año lo mismo que el director general de cualquier empresa incluida en el índice bursátil FTSE 100.

Son desigualdades que hemos interiorizado y que apenas cuestionan algunos “excéntricos”, que por poco que alcen la voz serán acusados de “antisistema”. Hemos aceptado con tal naturalidad la banalización de la injusticia social que ya nada tiene que envidiarle a esa otra banalización, la del mal, acuñada por Hannah Arendt (1906-1975). No se entendería de otro modo que sigamos viviendo en un mundo tan injusto que no parece encaminarse precisamente hacia mayores cotas de igualdad. Se banaliza el mal, asegura la teórica política alemana, refiriéndose al nazismo, porque algunos individuos actúan dentro de las reglas del sistema al que pertenecen sin reflexionar sobre la maldad de sus actos, acatando órdenes de superiores que cumplen a rajatabla. Se banaliza la injusticia social, decimos nosotros, porque en el sistema económico imperante, la codicia irrefrenable que guía a algunos es percibida por los demás como “natural” o inevitable .

Garamendi, en defensa de los intereses de los grandes grupos financieros y del suyo propio, justifica y ampara la acumulación de riqueza de unos pocos, en detrimento de una inmensa mayoría, en unos términos que deberían levantar ampollas en amplias capas sociales más allá, incluso, de las más depauperadas.

El problema es que no las levantan. El problema es que nuestras sociedades están desarrollando una tolerancia a prueba de bomba a la injusticia social. Lo que explicaría, en palabras del psicoanalista francés Christophe Dejours, “la ausencia de reacciones colectivas”, la mansedumbre con que aceptamos la realidad social impuesta.

A tolerar lo intolerable es al punto al que nos dirigimos y al abismo al que nos precipitamos. Cada día que pasa se agranda en el mundo el número de excluidos, crecen las amenazas de exclusión, sin que se perciban respuestas o reacciones a esta banalización de la injusticia social. Y ahí es donde las fuerzas progresistas se la juegan. En la batalla contra la lacra de la fractura social. En la lucha contra esa indiferencia. Dejar que las capas excluidas o precarizadas caigan en la retórica de la extrema derecha ya sabemos adónde nos lleva. A una exclusión y una desigualdad más extremas.

 

 

 

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