La antropología del fracaso
Mi abuela materna, María de Félix, que goza del merecidísimo descanso, lo tenía claro. Siempre iba con el perdedor. No parecía importarle que el vencido fuese el otro y nuestro el laureado.
–Pero, madre (que así le llamaba), ¿alguien tendrá que ganar?
-Pues sí, hijo, pero me dan mucha lástima. Mira qué caricas de tristeza. Solía decir.
Por aquellos verdores de la vida no entendía a mi abuela. En realidad, no entendía casi nada. La compasión y cercanía para con los caídos ensombrecía todo triunfo, por sonado que fuere.
Medio siglo después, soy yo el que va con los perdedores y es que la antropología del éxito epidérmico y deshonesto me suscita arcadas. No se equivoquen. No haré una apología del fracaso. No hay labor pequeña. Parte del éxito reside en la búsqueda y hallazgo de nuestros verdaderos dones para hacer de ellos un tributo a la comunidad y, por ende, a nosotros mismos. Bastará que las administraciones ejecutivas, legislativas y judiciales no pongan palos en las ruedas. Se espera del rabadán que, antes que ronzal, sea guarda y guía del rebaño.
Hablo, pues, del éxito precedido de la nada o, lo que es peor, de acciones o cesantías contrarias a la Ley Natural. Éxitos de estéticas tan deslumbrantes como grotescas que invitan al olvido de sus raíces. Este éxito cósmico, amplificado y esclarecido por bufones y majaderos, tendría escaso recorrido de no ser por su concomitancia con el ocaso intelectual, crítico y ético que no es casual sino decididamente causal. Una decadencia de proporciones universales, urdida y costeada por autócratas, déspotas, tiranos y reyezuelos de siempre. Y por ricos cansados de serlo que juegan a ser dioses.
A la espada le siguió el verbo y a éste una propaganda calculadamente capciosa, tejida en despachos con vistas, cuando no en alcantarillas gubernamentales. Cualquier tiempo pasado no fue necesariamente mejor pero los ideales y convicciones éticas y religiosas, que forjaron vidas plenas, han sido deliberadamente desplazados por un apostolado mundano y letal.
Pareciere que el éxito de atrezzo es un fin en sí mismo, sin que importen medios y motivaciones. Imaginen a un borrico atado a un alfanje, privado de vista periférica, caminando en círculo una y otra vez mientras la piedra por él desplazada muele trigo u olivas. A medio metro escaso del jumento, un canasto con paja de cebada que, por rápido que aquel caminare y cuan metafórica zanahoria, guarda la distancia. Miedo, miopía y circo romano. Tres ardides tan vetustos como el eufemismo homosapiens.
El verdadero triunfo ha sido sustituido por un impostor de estética esperpéntica y efectos devastadores. No llamemos felicidad a placebos caducos.
Aquí y allá cohabitan diferencias insultantes que, para quienes quieran ver y oír, revelan el fracaso de nuestro mundo. El mismo mar azul es surcado por yates de lujo y por cayucos de gentes sin poco más que sueños. Peloteros que cobran decenas de millones de euros y padres de familia con sueldos míseros y jornadas maratonianas. Museos y galerías teñidas de bazofia y metros y placetas rebosantes de talento invisible. Perritos mejor vestidos y alimentados que millones de seres humanos. Griferías de oro macizo y aldeas sin agua potable. Verbigracia. Aunque maldita la gracia que me hace.
Me quedo con los perdedores. Con esos que nadie ve. Con mochilas cargadas de sufrimiento y renuncias. De cuerpos famélicos, sangre etílica y almas esquilmadas. Tal vez sus caídas y recaídas no lo fueron por debilidad sino porque encontraron forajidos en el camino recto. Por bajar las defensas y arriar las armas cuando faltó el propio aliento. O simplemente porque no quisieron luchar, ni competir, ni pisar cabezas en el ascenso o porque en un día de furia ganaron la dignidad pero perdieron la bolsa. Me quedo junto a quienes, en ambientes hostiles, sufren por amar distinto y junto a quienes, por nacer o sentirse mujeres, son humilladas por culturas o religiones purulentas.
Me quedo junto a las mujeres maltratadas o asesinadas por animales irracionales y junto con los niños que no tuvieron niñez. Me siento muy cerca de los padres que perdieron a destiempo a un hijo, porque no hay dolor más lacerante que ése. En cierto modo, traer un hijo al mundo es un acto de locura pues la sóla idea de perderlo remueve las entrañas. Niñas y niños a los que la vida se les escapa a borbotones en habitaciones blancas de hospital.
Como ven, frente a muchos que creen ganar algo hay demasiados que pierden todo.
Mas si alguien perdió para ganar ése fue Jesús de Nazaret. Perdió la corona que nunca quiso llevar, perdió túnica y sandalias, perdió la confianza de los suyos, perdió la fe en un instante de temor, perdió la poca vida que le dejaron tras un martirio largo, lento, meticuloso y despiadado. Y todo fue para ganar, para ganar ÉL y, por tanto, nosotros, todos nosotros, sin excepción.
Nos enseñó que la cruz es acibarada pero ineludible pues en ella hay luz y liberación. Las falsas victorias son amargas como el vinagre y tras las derrotas, si somos capaces de esclarecer su magisterio, adviene paz y abandono. Abandono a sus designios y encargos.
Como ves, madre, hacías bien en ir con los perdedores. Ahora lo entiendo. Ahora lo sé. Bienaventurados sean los caídos, los vencidos, los doblegados, los fracasados, los que por techo tienen estrellas, los desahuciados, los moribundos y los que, por preservar el alma, perdieron el juicio. Bienaventurados sean los que, en vida, cargaron la Cruz porque nadie descansará en el Señor como todos ellos.