Justicia social inanimada, por Pep Marín

Justicia social inanimada

Me dice mi psicólogo que lo que no debo hacer, en ningún caso, es tirar del hilo de los pensamientos que me brotan; así, sin saber ni yo mismo porqué, permítanme la expresión: capullos han brotado.

Me dice que dé un paso atrás como los que dan los/as atletas de salto de altura para tomar impulso. Un paso atrás medio de lado; que, incluso, si hace falta, haga ¡fu fu fu!, respirando fuerte, que y corra y salte. Y que del salto caiga en el espejismo de una butaca de una sala de cine y vea lo que me pienso. O será mejor decir lo que me piensa, sin juzgar, sin analizar; que no haga nada de nada y lo deje pasar como una nube movida por el viento, ese viento proveniente de la misma nada con la que vino el pensamiento.  ¿A cuento de qué, después de más de 30 años, me ha asaltado el pensamiento de mi primera gran derrota amorosa durante el trayecto en metro a la parte norte de la ciudad en busca de una pistola clava-púas especial para una obra artística en madera que estoy haciendo?

Ya me había leído el Arte de amar de Fromm, con siete años, y muy a mi pesar aquello fue un piscinazo espectacular. También es verdad que yo era a priori la imagen clara de la derrota. Sin querer me he venido abajo en mi propio teatro, donde soy el todo: el telón, la pantalla, la butaca, las luces, el color, los olores y la dimensión al darle tregua a lo que piensa por mí, esa cosa que activa miserias durmientes dentro de mí (sabe Dios si de vidas pasadas) y llego a la conclusión de que ni tengo arte ni sé amar. No he podido evitarlo, como tampoco he podido evitar morderme las uñas.

Mi trayectoria psíquica, de seguir así, me lleva directamente a vivir boca abajo, caminar haciendo el pino, saludar a mis conocidos con el pie izquierdo (cualquiera sabe por qué he pensado que sería así), no hacerme el mudo y comunicarme de por vida a través del lenguaje de signos.

Salir a la luz del día tras mi viaje en metro borra lo que me estaba diciendo, queda una luminiscencia de casa pobre alumbrando mi existencia que sé que está ahí, pero tengo que poner atención en las cosas propias que conlleva caminar por una gran ciudad; debilito así mi amargura.

Quizá debería prestarme menos atención y hacer lo que hacen estas personas que están pidiendo firmas para apoyar a Pablo González (periodista que lleva no sé el tiempo encarcelado en Polonia comiéndose un marronazo como para volverse loco). Lo de este hombre no parece ser noticia, ni importante ni no importante. Si no es noticia no existe, como en el Congo. Pablo González no existe ni para el medio al que trabajaba, la Sexta; se le habrá olvidado el asunto. Los dirigentes de esta televisión parece que tienen mucha menos memoria que un delfín. Quizá sea cuestión de embarcarme en la cruzada de luchar por la justicia social desde cualquier voluntariado en el que me sienta cómodo, donde no sienta un fariseísmo limosnero y rancio, para acabar con el ‘Pepito Grillo’, que no me duerme el muy cabrón.

Cuando llego a la puerta de la ferretería me encuentro con un cartel: ‘Vuelvo en una hora, ya sabéis que soy autónomo’. Le envío un mensaje a Fernando; me dice que está en la asesoría, que no tarda mucho.

Un té verde.

En la televisión, el portavoz del principal partido de la oposición insiste en la dimisión del presidente del Gobierno. En el periódico, un exmagistrado del Tribunal Supremo comenta en su artículo que las actuaciones del juez Peinado, a propósito de la investigación del caso Begoña Gómez, es, resumiendo, una puta mierda. Viene a decir que en otras profesiones sus propios colegas le hubiesen sacado tarjeta roja y arrojado a los tiburones, selfies incluidos. Supongo que ya avanzado el caso, y en esto está de acuerdo conmigo mi ‘Pepito Grillo’; hombre, menos mal. Han colocado a la compañera del presidente de espaldas ante una puerta abierta en la que intenta frenar, con todo su cuerpo, un aluvión de basura líquida que se le cuela por todos lados.

Sería interesante, pienso, mientras se enfría el té, que nos dieran unas lecciones magistrales. Gente competente en la materia sobre este caso en concreto, en horario prime time, para sacar brillo a las dudas sobre procedimientos judiciales como éste y análogos, porque la ideas y opiniones son como los culos, todo el mundo tiene uno.

Hay un hombre que está tirado en el suelo. No creo que se le esté pasando por la cabeza este problema de la Justicia en España. Esa Justicia que de la noche a la mañana pasó de ser una Justicia al mandato de una dictadura a Justicia, digamos, propia de una democracia. Que se lo digan al juez Garzón, y que no se lo digan al juez Peinado. Curiosamente, la gente pasa al lado del hombre del suelo, de largo. Miran y pasan. Hablan por teléfono, y miran y pasan. Se hacen una foto, la fachada es churrigueresca. En la acera el hombre tirado, y pasan. Dicen por ahí que esto forma parte del mobiliario urbano del siglo XXI. Es típico que haya un hombre tirado en el suelo, algo sucio y desgreñado, y que las personas pasen de largo.

Pago el té. Veo a lo lejos que la puerta de la ferretería ya está abierta. Miro al hombre del suelo. No se mueve. Paso de largo. ¿Llamo al 112? ¿Y si llamo y resulta que el hombre está tranquilo durmiendo y quiere vivir así por esa bonita libertad que nos dispensa el estado económico y social imperante? ¿Hacemos como dice Milei y dejamos que las cosas se solucionen por sí solas? ¿Y si es una trampa? ¿Y si se entera que he llamado yo y luego me hincha a ostias por el motivo que sea? Sigo caminando hacia la ferretería. ¿Y si pertenece a algún grupo organizado de la droga y me veo envuelto en una cruzada criminal? ¡Copón bendito, como está ‘Don Pepito Grillo’!, que me está dando taquicardia y nauseas. Ni Dios hace una llamada. Ni oigo sirenas, ni veo movimiento policial. “Lo ves tendrías que haber llamado tú. Eres un cobarde, donde vas tú a una ONG en busca de justicia social, atontao”. Gota de sudor cayendo por axila derecha. No me lo creo. Estoy dando la vuelta. Voy en dirección al hombre tirado en el suelo. Llevo el teléfono en la mano y he llamado al 112. Estoy muy cerca, nervioso, expectante, esperando. No pinta bien, hay moscas revoloteando.

(René Robert que estás en los cielos, ¿quién te quiere a ti?).