José Crespo, un murciano en Hollywood

Javier Mateo Hidalgo

“Recordar es volver a vivir”. Estas palabras quedaron apuntadas por Florentino Hernández Girbal durante una entrevista esperada a lo largo de cincuenta años. El escritor y experto cinéfilo (una de las eminencias en el ámbito humanístico de nuestro país, y por ello no suficientemente valorado aún) contaba por entonces con similar edad a la de su entrevistado. Ambos habían acumulado noventa años de experiencias únicas, como protagonistas de las luces y sombras presentes en la historia cultural española de la última centuria. “Suele decirse que en esta vida saber esperar es una gran virtud. Tal vez sea cierto. Por lo menos, yo puedo acreditarlo. Mi espera ha sido, nada menos, que de medio siglo largo”, afirmaba esta referencia del periodismo y la investigación de nuestro país, que tan pronto publicaba un libro sobre los compositores Federico Chueca o Amadeo Vives como de los bandoleros célebres españoles o en torno al marqués de Salamanca. En este caso, refería a su gran pasión, el séptimo arte, al que dedicó buena parte de su vida y del que participó, cuando era todavía una reciente invención y estaba en su primera etapa de desarrollo: primero desde dentro como montador y después desde su labor como cronista en revistas como Popular Film o Cinegramas. Conociendo así de primera mano el cine Español, desde allí siguió sus pasos hasta América, cuando las primeras versiones sonoras precisaban (antes del desarrollo del doblaje) de diferentes versiones fílmicas para exportarse a otros países con distintas lenguas. Muchos técnicos y artistas españoles viajaron entonces al continente americano para participar en las versiones hispanas. Lo más granado de nuestra intelectualidad: Luis Buñuel, Edgar Neville, Rosita Díaz Gimeno, Enrique Jardiel Poncela, María Fernanda Ladrón de Guevara, Benito Perojo, Gregorio Martínez Sierra… o José Crespo.

Este actor murciano, nacido como él mismo recordaba en la calle Aistor (dentro del barrio de San Nicolás) un 7 de noviembre de 1900, estuvo a punto de ser entrevistado por Hernández Girbal para una de las revistas de cine donde trabajaba. Y, como el propio escritor afirmaba, cinco décadas después retomaban la amistad y cerraban una entrevista ya “vital”, por los años que había englobado. Pudieron al fin reunirse en unos cursos de verano organizados por la Universidad Complutense en El Escorial. Una fotografía, además del texto referido, lo atestigua. Poder verla ahora resulta verdaderamente emocionante. En esa época, Crespo era un gran desconocido para el público español, después de lo que había representado para el cine de su país y para el extranjero. Nada más y nada menos que una pieza clave en el engranaje de su desarrollo. Otros como él corrieron idéntica suerte, la cual está siendo ahora enmendada gracias a un renacido interés por esta época y por quienes la hicieron posible. Es el caso de la figura de Antonio Moreno, primer actor español en triunfar en Hollywood y que actualmente está siendo reivindicado con proyectos como el espléndido documental The spanish dancer (Mar Díaz, 2016).

Crespo llegó a participar también como entrevistado en la serie documental dirigida por Vicente Romero Imágenes pérdidas del cine español (1991). Una iniciativa producida para TVE, cuando la televisión era sinónimo de calidad (recordemos la etapa con Pilar Miró al frente, donde se emitieron filmes mudos clásicos, algo ahora impensable). Junto a Crespo, otras figuras clave de esta época como los cineastas Eduardo García Maroto o Juan Francisco de Lasa, los periodistas Ángel Zúñiga, Florentino Soria y el propio Girbal, los actores Imperio Argentina, Enrique Guitart, Helena D’ Algy y Aurora Redondo o los operadores Albert Gasset y Agustín Macasoli dejaron su testimonio para la posteridad ante la cámara. Todos ellos mantenían su lucidez casi intacta, y seguían “dando el plano” por su entereza, personalidad e incluso elegancia. Crespo aparecía con voz ronca, pero haciendo gala de una fuerza y entereza admirables para su edad.

A diferencia de otros actores de la época, Crespo llegó a Estados Unidos principalmente como intérprete teatral, si bien ya había debutado en el cine con el film Mancha que limpia (José Buchs, 1924). Fue la primera y última actuación en una producción española hasta veinticinco años después. Su vocación por las tablas le llegó de forma temprana, tras asistir a las funciones ofrecidas por el teatro Romea de su localidad natal. Tras debutar como meritorio en el Teatro Español de Madrid, fue recomendado a Martínez Sierra y se incorporó a su compañía, actuando en el Teatro Eslava. Su fuerte determinación le llevó a Estados Unidos para abrirse camino como actor, y allí aprendió durante seis meses inglés y se formó como intérprete y espectador teatral. Su falta de timidez le animó a participar en actos públicos como el que rindió homenaje a Ramón Novarro, o en aquel otro donde entabló relación con la actriz Dolores del Río y el realizador Edwin Carewe. Ante aquella concurrencia -dominada por la colonia española que había en Los Ángeles- se dio a conocer recitando poesía, género en el que se había formado siendo socio del Club Shakespeare de aquella localidad (declamando las partes claves de Hamlet). El éxito obtenido en aquella Fiesta de la Raza le valió su primer papel cinematográfico en América, junto a dicho realizador y actriz. Venganza (1928) supuso el primer título de muchos en una lista interminable. El propio Crespo destacaba lo curioso del hecho de que sus dotes como declamador quedasen inéditas de cara al público fílmico en estas primeras incursiones en el cine mudo (también destaca Joy Street, dirigida por Raymond Cannon en 1929).

Entonces, como expresó el propio Girbal, llegó el “terremoto sonoro”. Crespo pudo entonces demostrar sus dotes como actor de voz segura y única, huyendo de la mímica presente durante el periodo silente (esa que llevó a Unamuno a prometer que nunca permitiría adaptar ninguna de sus obras a ese primer cine). De los filmes que actualmente conservamos donde Crespo interpreta papeles protagónicos, destacarán por tanto los realizados en Hollywood en esas dobles versiones para el mercado hispano. De esta forma firmó contratos con productoras como United Artists, la Fox y la Metro-Goldwyn-Mayer. Su elegancia y fotogenia le brindó el apelativo de “el Valentino español”, en referencia a la célebre estrella italiana del periodo silente. Aún así, sería contratado para el cine sonoro debido en parte a su parecido físico con otro actor, John Gilbert, interpretando sus papeles para las versiones fílmicas en español. Fue el caso de Olimpia (Chester M. Franklin, 1930) y a punto estuvo de hacer el rol de embajador español en La reina Cristina de Suecia, pero Greta Garbo impuso a Gilbert en su lugar. Resulta paradójico que el actor americano fuese finalmente condenado al ostracismo al achacársele una voz poco apta para el cine hablado, cuando lo cierto es que su tono no era en absoluto desagradable (hay quien afirma que fue víctima de un sabotaje).

No obstante, el éxito internacional de Crespo le llegó con la película de argumento carcelario (y podría decirse que pionera del cine negro) El presidio (Ward Wing, 1930), en cuya realización colaboró como guionista Edgar Neville. Este film supuso también el reconocimiento de Juan de Landa, el actor vasco que después interpretaría al marido de la protagonista de Obsesión (adaptación de El cartero siempre llama dos veces por parte de Luchino Visconti e iniciadora del movimiento neorrealista en 1943). Al igual que Crespo con Gilbert, Landa interpretó en las versiones hispanas los papeles de Wallace Beery por su aspecto rudo. Tanto Crespo como Landa volvieron a coincidir en el film En cada puerto un amor (Carlos F. Borcosque y Marcel Silver, 1931). Con la llegada a Hollywood de María Fernanda Ladrón de Guevara, Crespo interpretó a su lado filmes como La mujer X (Carlos Borcosque, 1931) o El proceso de Mary Dugan (Marcel De Sano y Gregorio Martínez Sierra, 1931). Por aquel entonces, durante las proyecciones se convirtió en costumbre que algunos de los actores principales aparecieran en escena sobre el escenario de la sala para interpretar alguno de los monólogos de la película ante los espectadores. Esto le ocurrió a Crespo, que llegó a interpretar su papel tres veces diarias.

Con la llegada de la compañía de Martínez Sierra a Hollywood, Crespo inició sus producciones con la Fox. Así surgieron títulos como La ciudad de cartón sobre el mundo del cine, ideado expresamente para su realización cinematográfica por Louis King en 1934. Con este mismo director llevaría también a cabo la adaptación de Angelina o el honor de un Brigadier (con guión del propio autor teatral, Enrique Jardiel Poncela). Actualmente resulta difícil de explicar cómo una obra de teatro de Jardiel Poncela pudo ser filmada en América, respetándose los versos originales… ¡y por un cineasta americano! Pero así fue y llegó a ser elogiada por el propio Charles Chaplin. Actualmente podemos disfrutar de ella gracias al esfuerzo que hizo en su momento la citada Miró por recuperarla para nuestro país. Así lo relataba Diego Galán en la biografía de la cineasta y del mismo modo me transmitió su entusiasmo por la digna labor de esta cineasta durante su etapa como Directora General de Cinematografía y de Radiotelevisión Española. Galán la admiraba, así lo deduje de sus palabras cuando nos citamos, durante un almuerzo cerca de las Vistillas (lo que no quitaba para que fuese objetivo y crítico con su trayectoria).

Tras estos éxitos, Crespo continuó trabajando fuera de España en radio, doblaje y teatro; llegó a ser la voz habitual de doblaje de Joseph Cotten y, tras una breve estancia en España (donde volvió a trabajar en cine con filmes como La mujer de nadie de Gonzalo Delgrás en 1949 -su regreso al cine español un cuarto de siglo después-), retornó a Estados unidos para dirigir en 1964 el Teatro Español de Nueva York. Si bien se retiró del mundo artístico oficialmente en 1967, Crespo llegó a participar en otras películas como “divertimento” (es el caso de Un millón de dólares fuera de impuestos, dirigida en 1980 por Pedro Masó y protagonizada por José Luis López Vázquez). Finalmente, volvió a su Murcia natal, donde falleció en 1997 a la edad de 97 años. Un año antes había sido reconocido con la Medalla de Oro del Centenario del Cine Español por la Academia de Cine de España. Como él mismo decía, volviendo a su tierra, su “punto de partida”, cerraba “un círculo” de más de setenta años de profesión, con la vista frente al Mar Menor, y un currículum de “conquistador español en América” que muchos quisieran para sí mismos.

 

 

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