José Antonio Vergara reflexiona sobre la Iglesia

Iglesia

No soy lo que podría llamarse  un católico modélico. La ortodoxia y la observancia  fiel de los preceptos y mandamientos de la Madre Iglesia están lejos de mi alcance. No he sido ungido con los dones de  la obediencia ciega y la perseverancia que, sin duda, siempre han sido provechosas. No aprecien sarcasmo en dicha afirmación porque, sencillamente, no lo hay.

He sido y soy crítico con determinados comportamientos que no pueden ser atribuidos a la falibilidad humana sino al empecinamiento o la errónea creencia de estar salvaguardando un bien superior. Si la verdad nos hace libres pues ejerzamos la libertad para buscar la verdad. Nada hemos de temer.

Soy consciente de los graves errores cometidos por la Iglesia Católica a lo largo de sus más de dos mil años de vida. No reconocerlos sería propio de necios o abducidos.  Para ser justos, tampoco me olvidaré del exterminio del que fueron objeto las primeras comunidades cristianas como de todos los mártires habidos hasta nuestros días. Causa sonrojo cómo tan luctuosos hechos sean sistemáticamente soslayados por los medios de comunicación. 

No comulgo con algunas ocurrencias dogmáticas de cuya formulación es discutible hallar basamento teológico. Tras de algunas inquietantes propuestas solo imagino una exégesis, cuando menos, controvertida.

Pese a todo o por todo quiero a la Iglesia Católica y confieso ser un seguidor, torpe  y renqueante, de Jesús de Nazaret. La Iglesia, como todo colectivo formado por hombres, es imperfecta. ¿Por qué maldita razón habríamos de exigirle a la Iglesia lo que, con tanta indulgencia, disculpamos al resto de mortales?  Las faltas del emisor no tienen por qué deslegitimar el mensaje porque, de ser así, nada bueno habría germinado jamás. Ser compasivo con uno mismo está bién como bien estaría serlo con los demás. Reconozcamos que, en estos tiempos que corren y por motivaciones dispares, hay una inquina generalizada hacia la Iglesia. Me causa hastío enumerar la impresionante labor en el mundo de la comunidad cristina. Es sobradamente conocida por quienes aman la verdad y será negada, una y mil veces, por quienes se resisten en reconocerla. No merece la  pena insistir en ello; entre otras cosas porque no es publicidad lo que se busca sino otros fines bien distintos que no todos están dispuestos a entender.

Esta sociedad nuestra es tan contradictoria como injusta. En el seno de la Iglesia católica nos  bautizamos, comulgamos y nos confirmamos. Imploramos bendición cuando contraemos matrimonio y en ella despedimos a nuestros familiares y seres queridos. Sin reparar en gastos y esfuerzos, celebramos la Navidad y la Semana Santa; ayunamos en cuaresma y comemos pan bendito por San Blas. Pero, después, sin pensarlo dos veces, daremos pávulo a cualquier comentario, reseña, noticia o rumor que socave los cimientos de la Iglesia. Poco o nada importará la veracidad del comentario; si es contra la iglesia será bien recibido. En alguna ocasión, me he dejado llevar por esta corriente de relativismo moral que tanto mal está causando a nuestra sociedad. Pido disculpas por ello.

La Iglesia, por su parte, también debería hacer un esfuerzo por hacerse entender y, ante todo, por granjearse el respeto unánime, entendiendo que la gloria no se impone; se merece.

Doctores tiene la Iglesia pero se me ocurren unas cuantas ideas. La ética antes que la estética pero ese boato, esa pompa, ese ornamento o esos suntuosos ropajes no ayudan nada. Sé que una liturgia adecuada magnifica el mensaje pero no desnaturalicemos la primera para relegar lo segundo. Determinados pronunciamientos están muy alejados de la misericordia y condenan a gentes buenas a un ostracismo espiritual inaceptable. Y mientras se es implacable con conductas en absoluto indignas, se mira para otro lado ante actos realmente reprobables. Tan incoherentes veredictos desconciertan a los fieles, que acaban abandonando los templos o ahuyentan a quienes alguna vez pensaron entrar.

El estudio y la erudición están bien pero la Fe, por definición, es irracional; no se llega a ella por medio de la filosofía, la teología o la historia. Lo diré de otra manera. La razón no representa un impedimento para alcanzar férreas y arraigadas convicciones pero es prescindible.  Sería aconsejable que algunos ministros de la Iglesia abandonasen esa soberbia intelectual impropia de pastores de ovejas.

La Iglesia Católica, como la sociedad de la que forma parte, es plural y diversa. La consideración mútua es la única herramienta eficaz para que podamos convivir en paz. En ausencia de respeto toda relación humana quedará condenada al fracaso.  La Iglesia, pese a quien pese, tiene toda la legitimidad, y hasta la obligación, de testimoniar el  mensaje de Cristo. Los católicos estamos llamados a ser testigos de Jesús en nuestra vida ordinaria: en la familia, en el trabajo, en nuestro ocio, en la amistad, en todos los órdenes de la vida. Si relegamos nuestras creencias a una mera formalidad residual, si  Jesús no transita en cada acto o pensamiento de nuestra vida, entonces es que no hemos entendido nada.  Mas no olvidemos que la persuasión es hija de la ejemplaridad.

Les dije antes que quería a la Iglesia; les diré por qué. Como tantos otros afortunados, he bebido la Fe de mis padres, como mis padres la recibieron de los suyos.  Y este legado, transmitido entre generaciones, ha sido posible porque la Iglesia ha mantenido viva la palabra del Mesías. Que nadie espere de nosotros santidad alguna porque saldrá defraudado. En medio de un mundo atribulado, de severas dificultades y de lacerantes reveses, hacemos cuanto podemos. Caeremos una y mil veces mas la Iglesia nos tenderá siempre la mano. Los muros de sus templos se hayan erosionados por las súplicas de millones de personas que, desvalidas ante el dolor, imploran  consuelo. Si el mismísimo Nazareno tuvo miedo en la Cruz,  ¿cómo no íbamos a tenerlo nosotros?

Contra viento y marea, la Iglesia Católica nos recuerda  cada día que la esperanza sigue viva y que hay un camino que merece la pena recorrer. Lo diré alto y claro. Quiero a la Iglesia como a una madre y lamento no ser un buen hijo.

 

 

 

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