José Antonio Vergara Parra reflexiona sobre «la esperanza del mundo»

Jesús de Nazaret

Silenciar algunas certezas sería imperdonable. Tal como la conocemos, nuestra presencia en este mundo es demasiado efímera como para diluirla en menudencias. Desde una radical humildad y con el mejor de los empeños, quisiera compartir algunas de mis más íntimas creencias. Para seros sincero, me siento casi obligado a ello.

Mi vida, como la de todos, es una incesante y agotadora contienda entre el bien y el mal. No atisben altanería pero tampoco rubor si confieso que Jesús de Nazaret es el centro de mi vida. Cuando acierto en seguirle, hallo paz; si lo ladeo de mi vida, las sombras inundan el horizonte.

Fueron mis padres los que, con sus palabras y ejemplo, me transmitieron tamaño tesoro. No es posible cuantificar el valor de este legado porque la verdad y la vida no admiten tasaciones mundanas.

No hay, en la Historia del Hombre, nada parecido a la belleza, magnificencia y profundidad del verbo y testimonio del Nazareno. Nos enseñó cuánto debíamos saber. Nos mostró el camino y la verdad pero también nos ofreció libertad para elegir. Y en esa libertad está la penumbra y también la luz. Pese a creencias erróneas, Jesús no vino a eliminar el sufrimiento de este mundo, sino a llenarlo con su presencia. A la Iglesia Católica, formada por hombres y mujeres falibles, debemos la transmisión y permanencia del mensaje de Jesús. ¿Quién soy yo para juzgar a mis semejantes?  Nadie, en realidad, salvo un ser defectuoso que, torpe y renqueante, intenta seguir a Jesús.

Jesús existe. Lo sé bien. Debéis creerme. Lo he sentido algunas veces con una contundencia tan aplastante como maravillosa. No he visto su rostro pero he sentido su paz; ignoro que aspecto tiene pero vive en nosotros; en todos nosotros. En los que creen y en los que no, en quienes le siguen y en quienes le ignoran, en las almas nobles y en las aviesas. No podría ser de otra manera pues Él vino para todos. No he visto sus clavos pero sí las llagas. Y, ante todo, he visto la Cruz, que es pesada y fatigosa pero liviana y ligera cuando a Él nos abandonamos.

Cada pensamiento, cada acción, cada idea, cada suspiro y lamento, cada sueño y anhelo a Él habrían de servir y por Él habrían de existir. No le busquen únicamente en los sagrarios donde solo hallarán su eco. Mejor en todos y cada uno de nosotros, porque es ahí donde habita;  porque Él es el prójimo que, a menudo, zaherimos e ignoramos.

Jesús no es liturgia sino esencia; tampoco riqueza sino austeridad. No es un poder, acaso camino. Por aquí abajo andamos enfrentados por haciendas y monedas, por dogmas y estigmas, por historias y cuentos, por banderas y pancartas. Invertimos en la muerte y renegamos de la vida; anhelamos las estrellas e ignoramos al de al lado; conquistamos el mundo para perder el alma. Nos iremos cómo vinimos; libres de equipaje. De algún modo, si hicimos bien las cosas, resucitaremos en las almas de quienes nos sobrevivan, porque no tengáis dudas; mis padres viven en mí, por siempre y para siempre. Porque no hay instante ni momento que note sus presencias y llore sus lamentos.

Seamos valientes, seamos osados, soñemos despiertos, que la vida es un suspiro que bien merece vivirla como si fuera un momento. Y, llegado el caso, oreemos el látigo que hoy, como otrora, hay mercaderes templarios y bandidos de lo humano, también de lo divino.

No sé por qué quise deciros esto. Quizá porque callarlo sería obsceno y hasta condenable. No es lícito avergonzarse de Jesús y, mucho menos, silenciar la Buena Nueva. En medio de un mundo tan atribulado como desnortado, es urgente saber que hay respuestas a nuestras dudas y señales para nuestras desorientaciones.

En cada iglesia, basílica o catedral hay pastores del Señor prestos a mostrarnos el camino. Son hombres como nosotros, débiles e imperfectos, por tanto. Pero han consagrado su vida por Jesús y por todos nosotros. Seamos humildes; lo suficiente como para admitir que nada sabemos en realidad y que, pese a todo, hay ESPERANZA.

 

 

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