José Antonio, por Vergara Parra

José Antonio

“Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas calidades entrañables, la Patria, el Pan y la Justicia.” (Testamento de José Antonio)

La historia se repite pues hay quienes, encenagados en su propia bilis, atisban en la profanación de tumbas una nueva oportunidad de negocio. Negocio electoral, se entiende. Créanme; desearía equivocarme en este inicial vaticinio.

José Antonio fue un hombre bueno que ningún mal causó a nadie. No lo digo yo, que también, sino camaradas, amigos e incluso adversarios políticos que en vida le trataron. La bondad se perdona pero no la brillantez intelectual ni el carisma natural que atemoriza tanto a seseras grises como a espíritus paupérrimos que, por lo común, suelen llevar la voz cantante. José Antonio vislumbró el mal endémico de España y propuso ideas novedosas, justas y transversales que todavía hoy no han sido superadas. Hoy, como entonces, demasiados parásitos viven muy bien del odio y la fragmentación sociales. Profesionales de la revolución que en sus vidas dieron palo al agua. Politicastros a vida completa que, para despistar, ofrecen lo que los césares de la Roma imperial: pan y circo. Sindicalistas amancebados que, pese a estéticas calculadamente capciosas, viven como el más aburguesado de los señoritos. Enfrente, la derecha rancia y casposa que niega el pan y la sal al obrero y que de la miseria ajena hace fortuna propia. Un capital desalmado que niega plusvalías a los trabajadores pero estataliza estructuras y quebrantos cuando pintan bastos. Para lo uno y lo otro, la mano invisible, cada vez más visible, necesita el auxilio de bufones con poder que les rían las gracias y abran cancelas ministeriales. Una sociedad mojigata e hipócrita que, cada domingo y por su culpa, su culpa y su grandísima culpa, reconoce haber pecado de pensamiento, palabra, obra u omisión. Impartida la clemencia y aligeradas las cargas, una semanita por delante para tiznar de nuevo el alma que, por domingo y fiestas de guardar, tornaríase nuevamente acrisolada.

España pretérita de sangres azules y carmesíes, canovista y sagastiana, poderosa y sierva, cainita y arrinconada. España de lindes y coartadas, de puñales y bribones que nunca soñaron en alto como sí lo hicieron Federico García Lorca, Miguel Hernández y Rafael García Serrano.

Naturalmente que hay aristas del pensamiento joséantoniano que están superadas. Como superada está la II República ilegalmente autoproclamada y que, a la postre, sumió al país en una situación de violencia y caos inaceptables. Como superada está aquella izquierda que veía en la democracia, de ser adversa, un obstáculo a derribar. Una izquierda que amenazaba de muerte a sus adversarios políticos desde el atril del Congreso de los Diputados. Una izquierda, en suma, que auspiciaba y permitía el asesinato de monárquicos y religiosos.

Una zurda que no habiendo hecho examen de conciencia, sigue cautiva de prejuicios, rencores y dogmas que la praxis reveló equivocados. Tras la maravillosa, que no definitiva, Transición Política Española, sobrevino un tiempo de conciliación, sólo interrumpido por las pistolas de ETA. Cuarenta y cuatro años de libertad, de urnas, de alternancias pacíficas y, por encima de todo, de paz entre hermanos. Cuatro décadas de luces y sombras razonablemente llevaderas.

La Transición Española no habría sido posible sin el perdón recíproco de quienes vivieron la guerra y la dictadura. Españoles a los que la geografía berlanguiana, y no siempre las ideas, colocó en un bando u otro. La sociedad española se reconcilió consigo misma y decidió caminar unida, en el entendido de que las culpas a todos alcanzaban y que demasiado lastre disiparía todo atisbo de esperanza. Este legado fue dinamitado por el señor Zapatero que, superado por las circunstancias y su propia incapacidad, vio un asidero en los fantasmas del pasado. Abrió heridas ya cicatrizadas para que humores reverdecidos, por enésima vez, trocearan a españoles buenos de los malos. Su intención era tan evidente como malvada: criminalizar a medio arco parlamentario como responsable, a título de herencia, de la Guerra Civil y la subsiguiente dictadura. La remoción del hedor sería baldía si, al mismo tiempo, no se falsificaba la Historia pues de ninguna manera permitirían que los estudiantes conociesen las miserias de la II República Española. La ESO y los ulteriores bodrios de reformas educativas cumplirían su cometido. Reconozcamos que la eficacia de la propaganda zurda es inversamente proporcional a la tibieza del centro-derecha que, hasta hace cuatros días, negó valor a la batalla ideológica.

Pedro Sánchez, alumno aventajado de Zapatero, exhumó a Franco mientras la Notaria Mayor del Reino daba fe. ¡Cómo olvidar a la señora Delgado, de azabache riguroso, con aquel rictus de aflicción y congoja! Enternecedor. Y falaz.

Sánchez guardaba un as en la manga; la exhumación de José Antonio. La familia de Primo de Rivera, que no se opone a la decisión del Gobierno, ha solicitado por escrito al Abad del Valle y a la Dirección General de Salud Pública de la Comunidad de Madrid la preceptiva autorización para exhumar a su familiar asesinado. Así mismo, ha interesado del Ayuntamiento de San Lorenzo del Escorial la emisión de las licencias oportunas.

“Deseo ser enterrado conforme al rito de la religión Católica, Apostólica, Romana, que profeso, en tierra bendita y bajo el amparo de la Santa Cruz”. Así rezaba la primera cláusula del testamento de José Antonio, dado en la cárcel de Alicante el 18 de noviembre de 1936.

José Antonio, como tantos otros mártires de todo signo y condición, fue una víctima inocente del odio y la barbarie. Creo que ha llegado el momento, siempre lo fue, de que los restos de José Antonio hallen descanso eterno en tierra bendita y bajo el amparo de la Santa Cruz. El mismo descanso que particularmente deseo para todas, absolutamente todas las víctimas de aquella guerra fratricida. Pero sin publicidad, si no es mucho pedir. Detesto las cuitas entre vivos por odios condonados por los muertos. Y como habrán adivinado, desprecio a los que renuncian a la concordia por serles poco rentable.

Que sea cuando haya de ser pero que anden bien lejos telediarios, cámaras y micrófonos. Un poco de tierra santa y callada, entre familia y amigos, será suficiente. Una oración breve y algunas gotas de agua bendita sobre su féretro, bajo un ciprés de lacónica sombra. Pues la Vida siempre vencerá a la muerte.