Javier Marías: la humanidad de un mito literario

Imagen de rtve.es
Javier Mateo Hidalgo 

La plaza de la Villa de Madrid parece hoy más azul que ayer. Y es que, este espacio donde en otro tiempo se encontraba el ayuntamiento de la capital, ha perdido a uno de sus vecinos más ilustres: Javier Marías Franco -o, si se quiere, Javier Marías a secas-. El eterno aspirante a obtener el Premio Nobel de Literatura ha fallecido a los 70 años, tras luchar durante un mes contra una neumonía bilateral. Nos lega un testamento literario de dieciséis novelas, así como un compendio incontable de ensayos, artículos y cuentos. Con él se va no sólo un escritor único sino una forma de entender el mundo, de aprehenderlo. Una filosofía y sensibilidad heredadas de su padre Julián y de su madre Dolores, de los cuales también bebieron el resto de hermanos, aplicándolo a distintas disciplinas: Miguel desde el cine, Fernando desde el arte o Álvaro desde la música. Javier recogió la desbordante biblioteca recopilada por sus progenitores y la amplió, inundando con ella las estanterías de su piso, principal abrigo del mismo. No obstante, este gran museo de la memoria quedaba también decorado con otros elementos en combinación, como figuritas de plomo, fotografías y demás pertenencias acumulativas conformadoras de toda una biografía sentimental. Porque los objetos hablan de quien los posee, externalizan su personalidad. Lo que nunca permanecerá será el saber, la cultura y las vivencias atesoradas. De esto ya no podremos disfrutar, salvo las que quedaron impresas en sus trabajos literarios. A esta labor dedicó su vida, encerrado como un ermitaño en esta torre dorada del saber, a un paso de la Calle Mayor madrileña. Una auténtica vida monacal que le apartó incluso de su esposa, al menos espacialmente. Casado con Carme López Mercader desde hace más de veinte años, nunca llegaron a vivir juntos. Él en el centro de la península y ella en Barcelona. A uno y a otro les convenía esta forma de vivir independiente, qué duda cabe.

Una forma de ser buen particular, como queda patente en la personal manera de titular sus novelas, que no eran sino -en su mayoría- fragmentos shakespearianos: Negra espalda del tiempo, Corazón tan blanco, Todas las almas, Mañana en la batalla piensa en mí… Prodigios poéticos, frases que en sí mismas sugieren historias. Relatos introspectivos, como los de sus personajes, habitantes del presente y de otros tiempos. Universales, como los autores que Marías admiró, pertenecientes a esa vieja Europa de la que parece que sabemos todo y no sabemos nada. Escritores con los que vivió y conversó en ese ficticio Reino de Redonda. Si bien en él gobernó desde la ficción, en la realidad llegó a ser profesor en la también inglesa Universidad de Oxford. Y, de ahí, a la complutense matritense. Docto en la lengua anglosajona, como demuestra su traducción de Tristam Shandy. En mi librería conservo un ejemplar dedicado por él de esta traducción: una obra que paradójicamente es suya sin ser suya. De igual modo, tampoco consideraba suya la historia de la película El último viaje de Robert Rylands, la cual adaptaba de forma tan original la citada Todas las almas que apenas quedaban vestigios originales de la obra. Ello le hizo llevar a juicio a su directora, Gracia Querejeta. Una muestra más de este enfant terrible de las letras españolas, sillón R en la Real Academia Española y autor precoz -con su primera novela, Los dominios del lobo, publicada con diecinueve años-; insobornable -rechazó el Premio Nacional de Literatura- y sin pelos en la lengua, sus opiniones personales vertidas en su columna de opinión de El País no dejaban indiferente y le granjearon más de una enemistad. No obstante, nunca dejó de ser él mismo y ello le honra desde el punto de vista de la coherencia. Allá donde esté, ¡larga vida al Rey de Redonda!

 

 

Escribir un comentario