Inviolabilidad no es impunidad, por José Eduardo Illueca

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José Eduardo Illueca

En estos últimos tiempos, el concepto de la inviolabilidad real -que hasta hace unos años solo era conocido por los especialistas en Derecho constitucional- ha tomado por asalto las tertulias, los platós televisivos y, en general, los espacios donde se genera la opinión pública. La razón, el aluvión de tropelías, algunas presuntamente delictivas, que podría haber cometido el rey Juan Carlos I antes y después de su abdicación y que han accedido a distintas instancias judiciales nacionales o foráneas. En muchos casos, se alude a esta inviolabilidad como a una suerte de prohibición constitucional de cualquier tipo de acción judicial o administrativa contra el monarca, que tendría eficacia con independencia de cuáles fuesen sus actos y los indicios o pruebas existentes sobre ellos. Al final, se trata de reactivar el viejo aforismo del pensamiento monárquico: “the King can do no wrong”, es decir, el Rey no puede obrar mal, que casa bastante mal con el principio democrático en que se inspira nuestra vigente Constitución. A esta tesis se ha sumado, recientemente, la Fiscalía del Tribunal Supremo, que ha decidido archivar las actuaciones contra el rey emérito pese a reconocer, en el propio auto de sobreseimiento, indicios muy claros de conductas que podrían calificarse como delitos fiscales, blanqueo de capitales o cohecho, aduciendo la inviolabilidad real en algunos casos anteriores a su abdicación en 2014.

¿Es posible que la Constitución reconozca la inviolabilidad del rey, entendida en el sentido anterior, como una inmunidad absoluta frente a toda petición de responsabilidad por cualquier vía, y tanto por los hechos cometidos en el ejercicio de sus funciones constitucionales como por los realizados en su vida privada? O dicho de otro modo, ¿la inviolabilidad constitucional del rey equivale a la impunidad irremediable de todos sus actos? ¿Puede el rey ser sospechoso de asesinato o de violación, y no ser encausado por ello? ¿Puede no pagar una multa de tráfico o no liquidar sus impuestos con Hacienda y no ser sancionado por ello, como el resto de los ciudadanos?
Es cierto que el artículo 56.3 de la Constitución reza así: “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”, pero también dice, acto seguido: “Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo”. Ambas previsiones están conectadas en la Constitución, y por algo aparecen en el mismo punto del mismo artículo, y en el mismo párrafo, separadas solo por un punto y seguido. Cabe interpretar, por tanto, que la inviolabilidad que se predica del rey se refiere a su función pública como Jefe del Estado, único ámbito regulado por la Constitución y en el que sus actos son refrendados – por el Presidente del Congreso, por el Presidente del Gobierno o por los Ministros, según el caso –. El refrendo produce el traslado de la responsabilidad a la persona que refrenda el acto real, pero no su desaparición. Nuestra Constitución es democrática, y en democracia la responsabilidad no puede decaer. De ocurrir esto se produciría un grave quebranto del principio constitucional de igualdad -artículo 14- y del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva -artículo 24.1 de la Constitución-.

Hay que defender, por tanto, una interpretación sistemática del artículo 56.3, en la que este precepto sea puesto en relación de coherencia con el resto del texto constitucional. Una interpretación, además, a la luz del Derecho comparado, en el que no encontramos inviolabilidades o inmunidades absolutas para el Jefe del Estado, al menos en las constituciones de nuestro entorno jurídico-político más próximo. Los actos de la vida privada del monarca, que no tienen la naturaleza de actos refrendados, no pueden quedar exentos de responsabilidad. No olvidemos que en nuestra monarquía constitucional el rey es el Jefe del Estado pero no el soberano, pues la soberanía recae en el pueblo y todos los poderes públicos emanan de este (artículo 1.2).

Es cierto que el Tribunal Constitucional ha realizado una interpretación extensiva de este privilegio real, dejando la actuación del rey fuera del alcance de la censura parlamentaria (STC 98/2019 y posteriores). Pero es muy distinto este supuesto de la hipótesis del rey presunto delincuente, y la inviolabilidad no puede ser una patente de corso que permita delinquir impunemente. Y tampoco nos parece acertada la interpretación de algunos juristas, que apuntan a una inviolabilidad absoluta que desaparecería en el momento de la abdicación, pero nunca antes, pues en la medida en que la abdicación es una decisión que compete exclusivamente al propio rey, a este le bastaría con no abdicar y podríamos seguir hablando de impunidad.

Insisto, la única interpretación del artículo 56.3 coherente con la soberanía popular en un Estado democrático, con el principio de igualdad ante la ley, con el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva y con el propio concepto de monarquía constitucional es el que limita su alcance a los actos refrendados del Jefe del Estado.

Sería deseable, en este sentido, la regulación mediante ley orgánica de las condiciones y procedimiento para un eventual procesamiento del rey en ejercicio por la comisión de presuntos delitos dentro de la esfera de su vida privada. Por ejemplo, podría exigirse como garantía una autorización expresa del Congreso de los Diputados, como ocurre en el caso de los parlamentarios. Una ley así sería sin duda recurrida ante el Tribunal Constitucional, lo que brindaría a este órgano, máximo intérprete de la Constitución, la oportunidad de pronunciarse sobre una materia tan controvertida. Y de dejar claro, esperamos, que, si hablamos de Constitución democrática, la inviolabilidad nunca puede ser impunidad.

 

 

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