Indignado veritatis, por José Antonio Vergara Parra

Indignado veritatis

Quienes andamos tras las musas deberíamos prestar mayor atención a la realidad, descarnada y elocuente como ella misma. Hará unos días, en un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme, no pude evitar oír lo que un ciudadano le contaba a un homólogo. Antes que un relato, era el lamento de quien, desde una lógica aplastante, no llegaba a entender la dialéctica de algunas leyes. Acabada la conversación, me dirigí al indignado acreditado y le pedí autorización para escribir sobre el particular, sin dar nombres y concreciones innecesarias, naturalmente. Entiéndase al indignado acreditado como oposición al indignado de atrezzo, postureta de estética reconocible, generalmente de vida laboral yerma e ignoto sacrificio. El indignado polizón akampa y okupa a sus anchas, despreciando el trabajo que pagó la plaza akantonada o el inmueble okupado. Estas criaturas son así. Viven como Dios para después, los muy ingratos, apostatar de Él. Con idéntico vigor, maldicen el capitalismo mientras elevan al comunismo a los altares pero se mantienen bien cerca del primero y muy lejos del segundo. Son rojos rojísimos pero a Cuba, Venezuela o Corea del Norte ni por vacaciones. El capitalismo liberal les permite, al menos, vivir en una hipócrita aunque confortable contradicción y mucho me temo, ellos también, que más allá de la civilización, ni podrían vivir del Kuento y mucho menos akampar u okupar a su bola. Fijo.

Sin embargo, el indignado veritatis anda tan liado reuniendo plata para sobrevivir y apoquinar los diezmos que apenas tiene tiempo y fuerzas para gritar, y mucho menos para levantar un iglú en Sol  mientras, petardo en labio y lira en mano, arranca por jondos y metafísicos quejíos.  Naturalmente, no todos son así. Los hay de manos callosas y espaldas arqueadas y braman, como yo, contra la indignidad. Tampoco soy yo un facha redomado por amar a mi país y quererlo unido, fuerte y próspero. Pos eso. Que el prejuicio al juicio flaquea y harto estoy de dar un paso para que los otros anden quietos y soberbios. Si hemos de jugar a las trincheritas, juguemos;  pero o jugamos todos o rompemos la baraja.

Mi protagonista, como todo bracero, anda deganao, mohíno, cansado y humillao como el astado al que, tras ser picado con sarna, le llueven todas las banderillas. Demasiado tiene con llegar a casa y quedarse frito sin apurar la cena. Y así, eclipsaíco perdío, su oído numantino aún habrá de escuchar la crónica negra-azabache del telediario que como en tiempos del NoDo, por cansino y depresivo, debiera tener dos rombos. ¡Qué tiempos aquellos de cartas de ajuste, Bonanzas, Furias, Rintintines y Chiripitifláuticos! Al menos, nos alegraba la vida. Bendita ignorancia aquella pues ahora sabemos del putisferio insular y de la primera cita carlosoberesca por cuyos estertores audio-visuales alguien se forra mientras se exhiben personalidades necesitadas de diagnóstico. Al menos, estamos informados, que diría algún alma cándida. Las manos que mecen la cuna deciden qué, cómo y cuándo inocularnos el guión mangoneado y, entreverados entre falacias y calamidades mil, servirnos burlescos entremeses que llevarían al vómito al mismísimo Cervantes. Mil perdones, Don Miguel, por nombrarle en vano.

A lo que iba. Nuestro indignado va para sesenta y tres primaveras, con sus inviernos incluidos. Con sólo veinte años, perdió un brazo en un accidente laboral. Eres muy joven y debes labrarte un futuro o algo por el estilo le soltaron los que, como hoy, daban paz en la tribulación o la quitaban. No se arrugó e intentó mil cosas con mil esfuerzos y mil renuncias. Sigue luchando, como el que más, como el primero. Su vida laboral real va por cuarenta y ocho años mas la oficial, esto es, la cotizada, irá por los veinticinco. Hizo lo que le dijeron; luchó para labrarse un futuro pero no resultó nada fácil, ni para él ni para empleadores, dadas las circunstancias.

Tras este punto y aparte, hago un receso. Levanto las manos del teclado del ordenador y dejo caer mi espalda en el respaldo de la silla. Mis ojos miran a un punto indeterminado y algo difuso. Respiro profundo para metabolizar la indignación que ya experimenté cuando le escuché la primera vez y que reedito al relatarlo. Ésta, como tantas realidades igualmente desaforadas, no precisa análisis alguno pues es de tal contundencia que se explica por sí sola pero hoy, queridos amigos, ando un tanto exégeta. Ahora, como en el cinéfilo alegato de aquel apuesto abogado, cierren los ojos y………

Piensen en las ingentes subvenciones antes nominativas que finalistas y, en todo caso, baldías. En los miles de millones de euros robados, sisados, desviados, defraudados o malgastados en obscenas ocurrencias de virreyes con ínfulas. En los requisitos pornográficamente ventajosos que, para ingresar en la fonda del INSS, legislaron para sí sus Señorías Congresuales y Senatoriales. Compárenlos con los reglamentados, para idéntico fin, para mi indignado anónimo que, por otra parte, bien podría representarnos a todos. Piensen en los miles de millones de euros, generados con sudor y consumo patrios que, sin papales, emigran a edenes fiscales para permanecer a buen recaudo, libres del fisco y de fiscales. Piensen, porque también hay que pensar, en las pagamentas no contributivas; justas unas; indecentes otras porque hay quien curró sin que el patrón diese cuenta de ello pero también quien, pudiendo, no dio palo al agua en su vida. Demasiados tímidos laborales y demasiados los que transpiran en piel ajena. Piensen en los sueldos vitalicios de quienes, al menos por un cuarto de hora, fueron ilustrísimos; perfectamente compatibles con consiliarias compensaciones porque una vez, cuando pudieron, nada hicieron salvo mirar para otro lado.  Piensen en el Demérito I de Abu Dabi  (Juancar para la Casa de Alba y algún allegado más) que se fue a por tabaco y todavía no ha vuelto. Piensen en tantos cuasi-inimputables de iure o de facto que jamás devuelven la guita y, tras una pequeña estancia carcelaria, escriben un libro y se prodigan en entrevistas (pagadas, barrunto). Piensen en el Molt Honorable y en el tres per cent. Jorge Pujol cerraba los ojos mientras nos sermoneaba con magisterio de alta política; tal vez porque, mientras representaba tan teatral sorna, contaba los ceros de babor de su cartillita paranadacorriente.   Piensen en toda la corrupción pública y privada ya emergida, que a casi todos salpica y que sospecho es sólo la punta de un iceberg de proporciones ciclópeas. Piensen, y aguanten las arcadas, en los eurodiputados que pueden jubilarse cumplidos los sesenta y tres años, teniendo derecho a una pensión del Parlamento europeo, compatible con la que pudiera corresponderle en su país de origen. Cobran pensiones en estéreo mientras que mi indignado percibe una pensión en mono de algo más de cuatrocientos euros. Para alcanzar la pensión de jubilación, mi amigo habrá de esperar a su sexagésimo séptimo cumpleaños.  

Si así lo desean, abran las ojos e imaginen a mi amigo indignado, falto de un brazo, con cuarenta y ocho años trabajados (aunque no todos cotizados) a sus espaldas y  que, según parece, han servido en parte para patrocinar a esa camarilla de tunantes, ladrones, comisionistas, frescos, sinvergüenzas, bellacos, donilleros y macandones. Dicen que para apuntillar su viabilidad y sostenibilidad, hay que replantear el sistema público de pensiones. No digo que no pero antes se me ocurren otras tareas más urgentes e inaplazables de higiene y desinfección.

Hoy quise hablarles de un amigo que, por sobrados motivos, anda indignado. No teman. No le verán lanzando cócteles molotov ni incendiando contenedores, ni rompiendo lunas con un adoquín para inmediatamente arramblar con todo. Como la inmensa mayoría de la España silenciosa, no es de esos. Seguirá en la brega, como el primero, como el que más, esperando el día en el que esa Ley injusta le muestre, por fin, el rellano en el que dulcificar sus fatigas. Tal vez ignore mi amigo que le aprecio y respeto de corazón y con razón y que tipos como él representan la mejor España posible. Al menos, en la que yo creo y por la que lucho desde este pequeño rincón del mundo. Me temo, amigo mío, que carezco de tu fuerza, empuje y coraje pero permíteme que con mi única arma, la palabra, ande un instante con tus zapatos, que son también los de muchos españoles. 

 

 

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