Incomunicados, según María Bernal

Incomunicados

A pesar de vivir en la era digital, donde la instantaneidad se ha convertido en nuestra fiel aliada, aunque luego nos aniquile, y donde estamos a tiro de click de un botón para estar hipercomunicados en y con todo el mundo, es más que evidente y desconsolador el hecho de que vivimos humanamente incomunicados.

Estemos donde estemos y miremos donde miremos, siempre hay personas que, en lugar de disfrutar de una velada maravillosa, apasionada e inolvidable de tú a tú, prefieren estar pasando con el dedo un sinfín de pantallas que, indudablemente, en la mayoría de los casos, porque siempre hay excepciones, les van a mostrar las mismas tonterías que casi siempre suelen publicarse por redes sociales: lamentos, quejas, vaciles…entre otras absurdeces que, hasta ahora, poco o nada han aportado a la humanidad. Pero es lo que nos toca y a lo que este mundo virtual nos está condenando.

Vivimos incomunicados. Se echan de menos, por ejemplo, esas tardes de verano donde salíamos a la calle a tomar el fresco, a veces con la familia, a veces con más vecinos. Recuerdo salir a la calle con mi abuela María y escuchar sus vivencias, las de la casa de enfrente y las de cualquier vecino que se acercara a saludar. Recuerdo esa escucha tan paciente que había entre ellas, esos consejos y ese afán de querer ayudarse constantemente, ya que, libres de todo prejuicio, soberbia y avaricia, siempre había una comunicación fluida que les permitía ayudarse para ser felices, una realidad remota que actualmente tanto se echa de menos.

Recuerdo también, siendo adolescente mucho más alegre y mucho menos irascible que los de ahora, salir sin teléfono, porque no lo teníamos al principio y porque aprendimos que nuestro mayor regalo era estar horas y horas hablando en la calle, en los bares o en cualquier lugar, imaginando y disfrutando y sobre todo, riéndonos, esa acción que tanta falta nos hace.

Después, en la etapa universitaria, lo tuvimos para llevarlo siempre en el bolso y utilizarlo para asuntos esenciales, cierto es que entonces eran teléfonos que ahora resultan ser obsoletos, pero cierto es también que todavía nos quedaba ese espíritu de querer estar con nuestros amigos o nuestros familiares, aprovechando el tiempo que luego, más tarde, nos quitaría el teléfono. Antes nos comunicábamos, luego éramos mucho más felices, a pesar de no tener los estímulos que ahora sobran en muchos jóvenes.

Pensemos bien sobre la comunicación que tenemos ahora. Esta consiste en mover los dedos delante del móvil a la velocidad de la luz y, en la mayoría de casos para juzgar, jugar a inventar falsos testimonios y pasar imágenes para opinar sobre una realidad que no sabemos si es verídica; una realidad en la que viven personas que, lejos de pararse a escuchar, lejos de comunicarse cívicamente, prefieren llevarlo todo al extremo para crear más polémica.

Vegetan, en consecuencia, el lenguaje, la sociabilidad humana y la bondad de las personas, las cuales prefieren ser víctimas aisladas de un bien tan preciado como es la capacidad para intercambiar unas palabras, victimismo que implica la condena de nuestra propia existencia.

Escribiendo estas líneas, me viene a la mente la cita del filósofo francés, Albert Camus, quien dejó escrito que “todas las desgracias de los hombres provienen de no hablar claro”. Quizá, reflexionando sobre estas palabras, llegaremos a la conclusión de que al final es de obligatorio cumplimiento el hecho de hablar para vivir en un clima de paz y tranquilidad. Es de vital importancia dejar de estar incomunicados, apartando las pantallas a un lado y entablando una conversación que dure horas y horas para darnos cuenta de quiénes son realmente las personas de nuestro entorno.

Y es que hay habilidades que el ser humano no debería descuidar y, precisamente las que el hombre del siglo XXI ha sepultado: escuchar y, después, hablar. Somos tan sumamente impacientes que nos resulta casi imposible ser las personas que antaño escuchaban para poder comunicarse; a diferencia de nosotros, ellos no estaban incomunicados y a diferencia de nosotros, ellos sí eran un ejemplo a seguir y para ser admirado, porque todo lo que consiguieron fue consecuencia de un diálogo que jamás le impidió estar comunicados.