Hormonas, por Pep Marín

Hormonas

Me he venido a votar, a participar en la orgía democrática con el chándal del Athletic Club. Un domingo maravillosamente radiante. Ojalá hubiera un lunes así. Yo intento hacer aquello que se dice de que los días sean una cuestión mental, una construcción de la psique (qué más da sábado que martes, qué más da viernes que lunes), pero no lo consigo. La iluminación, el aroma que desprenden los días con su nombre, el sonido, un lunes es una puñalada trapera; tengo muy presente que lo mío sería hacer vasijas de cristal soplado a media jornada. Previamente, le había pedido a mi amigo Pascual, el herrero, que me fabricara un artefacto discreto a modo de calzoncillos con escudo anal. Cuántas veces ya, a lo largo de todas mis votaciones, me la han metido, y bien metida. Los recuerdos me hacen mala sangre; tengo la mandíbula tensa.

Acudo con pinzas imaginarias en la nariz para que no me llegue el olor a mierda de caballo con queso fresco que sueltan las papeletas y sobres. Me produce cierta sintomatología alérgica débil, pero molesta. Tras reflexionar estos últimos días, creyéndome Unamuno o Jean-Pierre Guirao Carrillo, sin poner mucho el foco ni el enfoque para no mancharme las neuronas con uranio enriquecido preguntándome quién ha sobado, magreado y metido mano más a esa idea inicial e inmaculada (por los huevos de San Nicolás) de democracia, me dispongo a votar en blanco, un blanco sucio, con un dibujo estimulante de mi cosecha y, como he dicho, con los calzoncillos de hierro con complemento de escudo anal. Bastante me dieron por el culo con la mili, yo que iba para centrocampista del Zaragoza. Ruina, mucha ruina. Yo sí que puedo decir alto y claro que el Estado acabó con mi carrera. Algo parecido a lo que le pasó a mi amigo Ríos Saorín (el rey del revés cortado), el mayor de ellos, con el tenis.

Después he vuelto a casa. Llevo unos días limpiando sobre limpio, pasando la escoba sin recoger ni una miga de pan extraviada. No me entiendo. Soy un adicto al mocho y a las tres brujas, me calma, me envuelve y abraza, es mi peyote, siento la gravedad.

“Fuera calzoncillos”, me digo. Me voy al río a desengrasar.

Allí, en el río, recuerdo a ese Rocky entrenando por las calles de Filadelfia. Hago algo parecido: troto suave mientras suelto puñetazos al aire. Recuerdo que vengo recién votado como quien viene recién follado después de meses sin, de meses cero-cero, años sin sentir, es decir, en cierta manera liberado, suelto, alegre por la participación y por haberme mantenido intacto en la cola de espera, sin nervios, nada más que eso, síntomas que vienen y se van; hasta me atrevo a dar patadas al aire pasándome al “kickboxing”. De vez en cuando, una sentadilla, un arqueo de espalda y columna, un grito: ¡DSM cabron! Y vuelta a caminar haciendo círculos con la cabeza sin forzar, que me mareo. Recojo una bolsa y me la meto al bolsillo; ya la tiraré cuando vea una papelera. ¡Olé por mí! Acabo en el puente de los estiramientos haciendo lo propio, pero dándole un vigor desmesurado, no sé si hasta cierto punto a propósito, no para llamar la atención, sino porque me viene algo de rabia de alguna parte.

Podría parar a tomarme un tercio de cerveza helada y unas olivas antes de llegar a casa. Pero ya sabía yo que algo dentro no va bien: huelo mal, un sudor de olor fuerte, como de hormonas en celo. Así que tiro recto, sin pensar en la teoría del todo. ¿Exceso de queso?

Nada más entrar en casa, escucho un golpe fuerte arriba, un topetazo en casa de los vecinos. No es un sonido habitual, un sonido reconocible fácilmente por nuestra interpretación de la percepción sonora ya almacenada tras años de convivencia. No es que se haya caído un objeto al suelo; eso ha sonado a otra cosa. Algo en mi interior ya me lo decía: “cabezazo”, pero no quería que fuese así, por eso no quería reconocerlo en un primer momento. El crío ha debido quedarse “pasado”; luego viene el llanto. Ahora bien, qué sonoridad tiene ese llanto, porque no es solo un llanto, son dos llantos. Mi vecina también llora. “Federico, Federico”.

Huelo tigre sin armario, pero subo. Tengo la obligación moral de subir. Otros piensan que no hay obligaciones morales que valgan. ¿Ver, escuchar un abuso? Que se lo coman con patatas los que se lo tengan que comer, que yo ya tengo bastante con la fístula y la hipoteca. Patética excusa. Me abre Laura, mi vecina, llorosa, extraviada, envejecida, casi sin ojos. El crío tiene un trinque que da miedo. Sangra. Llora sin consuelo. “¿Y qué hago con los otros dos?” “Al coche con todos”, le digo. “¿Y la policía? Tú no llevas adaptadores para los niños en el coche”. “No pasa nada, es una urgencia; además conozco a Pedro y a Vicente”. “Ah bueno”, me responde, “ya me dejas más tranquila”. Cojo a Federico en brazos y ella recoge la silla de ruedas y a los otros dos zanguangos.

Sobrecarga familiar. Sin apoyos internos ni externos. Antonio, mi vecino, con el camión en Bruselas. Hay cuestiones que hay que pagar sí o sí para llevar una vida cotidiana de lo más normalizada según los cánones de ahora, y al mismo tiempo sin grandes florituras; más bien austeridad, lo justo. Pero faltan ingresos para todo cuando se la circunstancia de tener un hijo, una persona con una discapacidad: adaptaciones caseras, vehículo también adaptado, máquina para la apnea, la silla de ruedas, pañales a punta pala, las pomadas que no entran en la seguridad social, el relinche de un caballo desbocado, la idea de saltar por los aires, el desierto, la playa sin un alma, caminar descalza sobre césped húmedo, la idea de volar. La vida cada vez más cara. Hay que tomar decisiones.

Que aparezcan nuevas incomodidades emocionales en el mundo de la pareja a propósito del dinero, de la discapacidad de un hijo, las culpas entrando por la ventana, los reproches con efecto boomerang o coger ese puesto de trabajo muy bien remunerado, pero con la vista puesta en que Laura va a tener trabajo quíntuple, además de tener que dejar su trabajo fuera de casa.

Levántate y acuéstate con la gentuza que somos, en ocasiones, con los más débiles, con lo distinto, y sin decir esta boca es mía. Incomprensión, malas caras y malas lenguas, críticas: “se estará drogando porque esas ojeras no son normales”. Que piensen lo que les salga. En la variable escuela, crúzate con cuatro o cinco pensando más en los puentes; una minoría minoritaria que, si te toca, acabas en el Román Alberca ante eso de sentir que estás ante estatuas de cinismo con cara de “gin tonic”. Nunca soluciones. ¿Y cómo es que está perdiendo tantas clases? Aún poniéndote trabas. “¿No verá que estoy hecha una calavera andante?” Más los iguales dando guerra cada vez que pueden al niño: “Maricona en silla de ruedas” (de aquí a Oxford). Más las puertas cerradas en las administraciones. Más los apoyos que duran un suspiro porque falta la financiación prometida.

Ya estamos de vuelta a casa. Le digo a Federico, todavía quejoso, que con los puntos que le han dado seguro que gana la liga. El niño sonríe como puede. Laura se ha quedado medio dormida mirando por la ventanilla. Los otros niños han dicho a la vez que el coche huele raro. Y yo no he sido.