Hipnotizados
Tengo en la punta de la lengua el título de una película en la que una serie de personas que no parece que estén metidas en ningún negocio sucio, personas no sospechosas de nada, ni de aspecto que nos haga decir: “Cuidado con ese, su puta genética qué cara de malo”, cogen una llamada telefónica y, de repente, entran en una especie de trance hipnótico, de ausencia, de voluntad robada en pro de otra voluntad más dura que el Alcoyano, para matar, asesinar a sangre fría. Matar obedeciendo las instrucciones de la voz del otro lado del hilo telefónico. Qué rabia. No me sale el nombre.
Imaginad que algo parecido sucediera cuando, de la manera que sea, consciente o en piloto automático como cuando dormimos, con que nos preguntásemos por qué no se para lo de Gaza, Ucrania y otras guerras que no llegan a los medios de comunicación de masas, y que están ahí llevándose por delante vidas como hormigas pisoteadas por el gusto de ganar más o menos terreno o por el negocio del tocomocho que quieras, por ese placer de destruir el hormiguero, drogados y armados hasta las trancas por aquellos que pareciera tocárselas con papel de fumar, con solo esa pregunta, te conviertes en un ser humano de voluntad robada..
Ahí es cuando empiezas a parpadear a razón de un parpadeo por minuto. ¿No hay energía que pare esta guerra? ¿No hay manera de que, como media, dejen de morir 100 niños diarios en Gaza? Luego, cuando te preguntas para qué sirven determinadas organizaciones con esos edificios tan relucientes, con todo enmoquetado y muchos, muchos restos de neutrinos de tramadol con ginebra en los servicios, es cuando pierdes la gran dirección de tu ser. En lugar de dirigirte o hacer lo que tuvieras que hacer, o no hacer, te diriges al centro neurálgico de tu ciudad, pueblo, aldea, allá donde se celebra.
Filas kilométricas de personas. Miles de millones de habitantes hipnotizados. Hasta los que estaban apartados de las sociedades modernas por problemas de decoro y vergüenza, barridos por el tsunami del neoliberalismo de la Bernarda, están junto a todos los que nos hemos preguntado si no hay Buda que pare esto. Plena inclusión en la marcha hacia los días de silencio y luces de móviles en la noche del principio del fin. Ayunos, juegos populares, la ola, pan para ocho días atún y agua, enfermedades que se detienen expectantes, y quién sabe si, tras el evento, curadas por el milagro de la unión de la gente arrastrada, empujada a la fuerza a parar, obligada a reflexionar, si no hay quien detenga esto. Una minoría de mierda acude como su siempre a su cita diaria, enfadados como de costumbre. Servicios esenciales siguen trabajando para no dejar a nadie en la cuneta de la vida. Sin embargo, el gran mogollón está parado, mundialmente parado. Uno, dos, tres, acampados en sus propios cuerpos.
Ahora en silencio, esperando, dándonos de comer y beber los unos a los otros en una actitud de hermandad y solidaridad inducida, inoculada por un misterio, cuidándonos, escuchándonos, haciendo caso omiso a todo mientras no se pare la guerra. Y, por supuesto, fumándonos los aranceles y las pelotas de golf. Riendo a carcajadas mientras en todas las bóvedas del cielo emiten, y en todos los idiomas, episodios de Benny Hill para mayor escarnio del que pretendía meternos un buen susto.
Seguramente, estaba en estado de vigilia, pues me acuerdo del sueño completo, no le compraba nada al vendedor de pulseras, pero sí le cortaba media torta de pan dormido.