Himares sin nada que ceñir, por Maura Morés

 Himares ceñidas sin nada que ceñir

Aunque es en lo más llamativo y furibundo del verano, con el olor a melones pudriéndose de tan exagerada dulzura pareciendo invadir cada palmo del aire cremoso del campo, cuando más reflexiono sobre la belleza en los ojos tiznados de las mujeres de Taormina y Naxos y los torsos y tórax de las estatuas que aún entierran sus suelos, los tres grados de la aurora actual también me son propicios para preguntarme sobre ella.

Mi abuelo se enamoró del ser lleno de círculos de mi abuela: mofletes que brillaban tras años de privaciones en una ciudad devastada, pantorrillas que querían agrietar las medias para broncearse, nácar y ópalo en la meseta de clima enfurruñado. Cabello del color del maíz en sazón, lejos de lo íbero, de la gente del surco y la mula. Una joya goda inerme a lo morisco, un óvalo marmolado que no necesitaba de polvos faciales, que supuraba su resplandor desde los ojos de turquesa a las manos con tacto de pomada. Era una tórtola de perlas y oro, y poco importaba que sus caderas sobresalieran, es más, despertaban el apetito de formar descendencia. Los pretendientes de mi abuela la oteaban por el Paseo de la Feria, subida a zapatos topolinos pastel y con la mantilla blanca de las feligresas sin estatus de matrona. Tirabuzones, uñas de esmalte, vestidos bien cortados, azur de iris; no importaba nada más. Era signo de familia pulcra y no de madre que abusara del aceite refrito. Seguirían venerándola aunque bajo la ropa comenzara a apretarle una pujante barriga hembruna que, tras dos embarazos, la mantuvo siempre carnosa y de pan francés. Perfecta para morderla por medio de mil besos, ya fueran de marido o de nieta.

Desde hace unos años, cuando enseño orgullosa las fotografías de las elegantes y esponjosas mujeres de mi linaje, mucha gente comenta sin apenas pensarlo «Guapísimas, pero claro, ahora estarían gordas». Y es que, al igual que mengua la miga de nuestro pan milenario en los hornos y en las casas entran baguettes descongeladas de aspecto menesteroso, las mujeres que reciben miradas se han vampirizado. Hasta yo me sorprendo admirando piel sobre huesos, pómulos que van a rasgar su cobertura, clavículas visibles sobre pechos que son mandarinas o bolitas de algodón. En televisión se envuelven esos cuerpos en vestidos de una pieza elásticos y horriblemente tiesos, adheridos a esqueletos cada vez más protagónicos. Himar González camina sobre sus imposibles alzas, habla pizpireta sobre las borrascas que nos acechan, y nadie se fija en que su rostro no es acogedor, no es de madre ni de cálida señora de Goya bien merendada a base de chocolate en taza y hojaldres. La pobre recita la climatología porque sus senos caben en esa funda, ese capullo rígido que es su vestido apretadísimo hasta el ridículo. Es maniquí, máquina steampunk, flamenco de Doñana. Los hombres atenderán al Tiempo porque atisban cuatro curvas moribundas bajo una tela barata con forma de wrap.

Las de las señoras que siguen la estela de Sofia Loren, Silvana Mangano, Irene Papas o Monica Bellucci, que huelen a pan extinguido y a quesos del Imperio romano, tienden a cristalizar en las mentes de los que ya van a jubilarse. Nuestra generación se emboba con el vestido que es ventosa de pulpo, con los cabellos teñidos, los delineadores líquidos que el calor arruina pero la borrachera no percibe, los labios mal perfilados, la cirugía prematura, las mejillas sin salud ni cereal de Ester Expósito. Himar seguirá adelgazando y encaramándose a tacones para caber en los vestidos de la talla S o XS y así el espectador podrá ver el contorno de un pecho diminuto que antes era nutricio y henchido pero se debía desvelar sólo en los momentos de amor entre esposos. Ya no merece la pena.

 

 

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