La actividad ‘El Siyâsa a la luz de las velas’ conjugó perfectamente la arquitectura, la música y la poesía andalusí
Rosa Campos Gómez
La Tierra que pisamos, este planeta nuestro bañado por el sol, repleto de agua y contenedor de un oxigeno de inconmensurable valor, es -incluso con sus particulares infiernos dentro, que no niego ni discuto- un inmenso paraíso que contiene el terruño nuestro, ese rincón que nos cuida día a día y al que cuidamos cada cual en la medida que sabe.
En los últimos días de agosto Cieza ha extendido sus alas festeras desde una realidad gestada a luz de caleidoscopio, para que llegue a amplitud de gustos. Es una ciudad en la que su gente sabe dar, y eso la hace fuerte y, simultáneamente, cálida.
Una de estas actividades culturales sucedía en el Museo Siyâsa, que acogía a un nutrido público con un recorrido por las casas árabes, reproducidas a escala real con fragmentos originales rescatados del emblemático poblado. En ella, con música de guitarra recitamos a poetas árabes, la arquitectura andalusí de los siglos XI al XIII nos cobijaba.
La historia de este enclave, que representa su pasado islámico, sigue, a su manera, construyendo presente con ese sentido que expande su hilo inquebrantable. ‘El Siyâsa a la luz de las velas’ fue un encuentro cultural en el que se conjugaron la arquitectura rescatada del yacimiento islámico de Medina Siyâsa, la música -una delicia envolvente- que tocó a la guitarra Rafael Fernández Toledo y la poesía que recitamos el Grupo Literario La Sierpe y el Laúd, versos escritos por poetas andalusíes, todos, excepto la poeta Wallada, nacidos en Murcia. Este recorrido sin luz eléctrica es un recuerdo de la vida en aquel tiempo, explicado por Joaquín Salmerón Juan, director del museo, organizador de este proyecto cultural que lleva a cabo la Concejalía de Museos y Cultura, dirigida por Conchi Villa Ballesteros.
En Norias, ríos y flores del sentimiento dice el profesor José Emilio Iniesta González: “Sería justo dedicar un día al año ¡al menos un día!, al recuerdo de los poetas y escritores que vivieron en la Mursiya islámica. No hablo de grandes y costosas conmemoraciones: sólo un sencillo homenaje en el que se leyeran poemas», por lo que, estando de acuerdo con sus palabras, podemos considerar que el recital que puso el colofón a ese instructivo y ameno paseo con alumbramiento de candelas, ha sido ese merecido homenaje a escritores hispanoárabes que -excepto Wallada- nacieron y se criaron en esta tierra que fue fuente de inspiraron de textos en los que la admiración por el paisaje, la nostalgia, la expansión del amor y la comunicación sensorial quedan explícitos.
Un lujo del quehacer compartido significó este acto, en el que se generó un ambiente receptivo, enmarcado dentro de la Casa 10, en la estancia que tiene como protagonista a dos reliquias de ese pasado: la Jarra esgrafiada y el Pórtico almohade de tres vanos, el del centro con plena visibilidad de la galería superior y los laterales decorados con arcos de hojas rematados con paños de sebka, pura filigrana. Los componentes de La Sierpe y el Laúd pusimos voz a las voces poéticas de Wallada (Córdoba, entre 994 y 1010-íd., 1091): “Giran las noches y no veo yo el fin de nuestro distanciamiento, ni la paciencia me libra de la esclavitud de mi anhelo. Riegue Alá la tierra donde estés con toda clase de lluvias copiosas”; de Ibn Sida, el Ciego de Murcia (Murcia, c. 1007-Denia, 1066): “Cree la gente que mi estilo es callar cual si la muerte pudiera arredrarme: ¡Cuando mi lengua hable bien de los infames, que la espada sin piedad corte mis venas!”; de Ibn Arabi (Murcia, 1165-Damasco, 1240): “Más allá de los límites de la Tierra más allá del límite Infinito buscaba yo el Cielo y el Infierno. Pero una voz severa me advirtió: el cielo y el infierno están en ti”; “Porque mi religión es el amor. Da igual a donde vaya la caravana del amor, su camino es la senda de mi fe”; de Sáfwan ben Idrís (Murcia, 1165-?, 1202): “Y también, Murcia mía, con tu recuerdo lloro, ¡oh, entre fértiles huertas, deleitosa mansión! Allí se alzó a mi vista el sol a quien adoro, y cuyos vivos rayos aún guarda el corazón”; y de Hazim al-Qartayanni (Cartagena, 1211-Túnez, 1284): “Subidos a los frondosos árboles los recolectores seleccionan y nos regalan lo más dulce de su cosecha: desde lo que refulge en blanco o negro intenso, hasta lo que irradia un amarillo dorado o el más fuerte rojo carmesí. ¡En cuantas de sus moradas ribereñas busca refugio y se resguarda la hermosura!”.
Son autores -citados aquí por orden cronológico y muy escuetamente- que dejaron un legado de sensibilidad y de ética hacia el entorno y hacia el ser humano que nos enriquece al leerlos, al ser escuchados, al reconocerles las enormes semillas que sembraron y cultivaron en nuestra –común- cultura, permitiéndonos heredar en un presente continuo tanta delicadeza escrita sobre el amor y sobre esta tierra que es incluyente y cuidadora por naturaleza.