Hay una nación tras un estado fallido, según José Antonio Vergara Parra

Hay una nación tras un estado fallido

La catástrofe ocurrida en Valencia ha sido de proporciones colosales. Tal vez nadie pudo prever la magnitud de lo acaecido. Es posible. Quinientos litros por metro cuadrado precipitados en un santiamén es algo que sólo ocurre una o dos veces, a lo sumo, en el transcurso de un siglo. Se calcula que en las históricas inundaciones de la Ciudad de Valencia en 1957, cayeron 650 litros por metro cuadrado en el término de  cuarenta y ocho horas.

No quisiera emular a esos mirones que, parapetados tras una valla, escudriñan y censuran el trabajo de los albañiles en una obra. Abrir el portátil y escribir sobre esto o aquello resulta muy cómodo. Pero los fallecidos, las decenas de desaparecidos y todos los damnificados merecen un análisis humilde pero también valiente y comprometido. Antes o después, los focos se marcharán de la zona pero las heridas tardarán años en cicatrizar. Y, por descontado, el riesgo de que el cielo reincida en sus desmesuras permanecerá latente.

Talibanes ideológicos y mercenarios de la información al margen, parece evidente que la gestión de la crisis por parte de la comunidad autónoma valenciana y del gobierno central está siendo manifiestamente mejorable. Sucedido el desastre, cuya dimensión pudo ser claramente constatada con drones y helicópteros, sendas administraciones se perdieron en un juego perverso de competencias, ladeos, titubeos, cesantías, dimes y diretes. Lamentable.

Nunca he creído en la arquitectura territorial del Estado diseñada en la Constitución del 78. Mantengo mi fe en los ayuntamientos, en las diputaciones provinciales en tanto procuradores de aldeas y pequeños núcleos de población, en la provincia y en el Estado. Las comunidades autónomas, engendradas en origen desde una inaceptable desigualdad, son insostenibles e ineficientes, al menos desde su erróneo diseño embrionario y ulteriores acrecentamientos. Por no citar los casos bien conocidos de comunidades apóstatas e ingratas. El Estado-Nación, por su parte, tiene tres frentes abiertos. Su naturaleza y competencias originarias, algunas de ellas medulares, se han ido disolviendo en favor de los reinos de taifas y de organismos supranacionales donde la representación popular es inexistente o ha sido depauperada hasta la mínima expresión.  Y en tercer lugar, PP y PSOE, que en los últimos cuarenta años se han sucedido en el gobierno de la nación, son corresponsables de la corrupción sistémica, del inquietante asedio a la independencia del Poder Judicial, de las entregas de soberanía a nacionalistas casposos y, en suma, de anteponer el interés corporativo al nacional. De aquellas polvaredas, estos fangos pues nuestra nación está en manos de enemigos confesos. En el pecado va la penitencia.

Dramática y pedagógica situación pues, como en hitos pretéritos, el pueblo español está dando su verdadera talla. Desde que la tragedia se colara por los televisores y redes sociales, la respuesta de los españoles para con sus compatriotas ha sido y sigue siendo admirable. Los españoles no han entendido de ideas, ni de política, ni de barreras administrativas o competenciales. Sin pensárselo dos veces, se han lanzado a ayudar a sus hermanos valencianos. Una corriente de solidaridad sin precedentes en la reciente Historia de España con nadie al mando. Miento. Sí ha habido alguien en el timón. Los Reyes de España sí han estado en el tiempo y lugar correctos. Aguantando los gritos y llantos de españoles que, durante demasiadas horas, han sobrevivido entre cadáveres, desolación y abandono. Yo, que soy un republicano sobrevenido, he de reconocer que jamás me he sentido tan orgulloso de mis reyes. Porque sus rostros y ropas compartieron el barro de los paiportinos, porque desoyeron los consejos de su seguridad para escuchar al pueblo. Porque compartieron su dolor, porque les hicieron saber que no están solos. No es extrañar que iniciales improperios acabasen en abrazos, llantos y desesperadas peticiones de ayuda. Conviene recordar que Mazón, cumpliendo con sus obligaciones institucionales, no abandonó a los reyes.

Habrán de reconstruirse poblaciones e infraestructuras seriamente dañadas. Habrá que socorrer a quienes han perdido sus empresas y negocios para que, más pronto que tarde, recobren el señorío sobre un presente y futuro tan abruptamente truncados. Habrá que enterrar a los muertos y consolar a sus familias. Pese a ecologetas de tres al cuarto, habrán de levantarse cuantas presas y canalizaciones sean necesarias para evitar y minimizar potenciales daños personales, pues lo sucedido volverá a ocurrir. Habrá que limpiar los montes; de oficio o a instancia de parte. Si no es mucho pedir, que las subcontratas de las contratas previamente subcontratadas, así como las jugosas comisiones de los apañaores de licitaciones públicas, no repercutan en los materiales, calidad y perdurabilidad de las obras. Se calcula que en España, por obra y desgracia del covid-19, murieron 162.000 españoles. Mientras muchos agonizaban, otros hacían negocios con las mascarillas. Nunca han faltado los saqueadores, grandes o chicos, que en las calamidades atisban oportunidades. Gentuza.

Me hago cargo. Serán obras cuantiosas y algunas tardarán años en concluirse. Hasta es posible que sus impulsores no descubran las placas ni salgan en las fotos inaugurales. Me interesan otras fotos. Las de los ciudadanos españoles, las de los bomberos, las del ejército español, las de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, las de protección civil, las del personal sanitario, las de los agricultores encaramados en sus tractores, las de los héroes que salvaron vidas aun a riesgo de perder las propias. Me quedo con la foto de los Reyes entre su pueblo, a pecho descubierto. Con la templanza de Felipe y la emoción incontenida de Leticia. Créanme. Es más que una foto. Es la viva representación de la esperanza. Hay pueblo y hay un líder revestido de auctoritas. Hay nación. Sólo falta que salgan los traidores y entren servidores. Valencia y España, valga la redundancia, lo necesitan. Y lo merecen.