Genocidio, por José Antonio Vergara Parra

Genocidio

La pasada noche tuve una pesadilla horrible. Hay sueños, como es el caso, más reales que la vida misma. De una intensidad y hondura que llevará un tiempo olvidarlo. Tras despertar experimenté una mezcla de alegría y dolor. Alegría al percatarme de que sólo era un sueño. Dolor porque lo soñado había sido tan auténtico y tangible que me dolían las entrañas. En una parte lejana había brotado un nuevo virus letal que, en cuestión de días, llegaría hasta nosotros. Según las noticias, no había cura posible y acababa con las vidas de nuestros semejantes en cuestión de minutos. La inminencia de una muerte anunciada había desatado una ola de violencia y caos indescriptibles en todos los rincones de la Tierra. Yo estaba sentado en una mesa junto a todos mis seres queridos que, ajenos a lo que se avecinaba, reían como de costumbre. A cada sonrisa de cada uno de ellos, mi alma se estremecía hasta límites desgarradores. Me preguntaba por qué actuaban como si nada pasara. Parecían felices. Yo, en cambio, estaba al tanto de todo. Tenía miedo, mucho miedo y mi desamparo era abisal ¿Sufrirían o el trance sería rápido? ¡Por Dios bendito! Mi amor por ellos es tan descomunal que apenas podía retener el conocimiento. Intentaba disimular cuanto podía pero sentía como si me fuera a desmayar de un momento a otro.  De alguna manera, mi subconsciente quería escapar a cualquier lugar donde no cupiesen los sentimientos. Mas, por mucho que lo deseara, no lograba desprenderme de ese estado de maldito discernimiento.

No entrevean recurso literario alguno en estas primeras palabras. Este sueño ocurrió en realidad. De alguna manera, nuestro cerebro actúa como una esponja que, consciente o subliminalmente, se va empapando de cuanto sucede a nuestro alrededor. Hechos que nos tocan de cerca o que suceden muy lejos. Que Sigmund me perdone si afirmo que ese sueño no fue sino la angustia de una consciencia sobrepasada. Me esfuerzo por estar informado lo que, antes que una mera curiosidad, estimo como una obligación ética. Las redes sociales y los medios de comunicación han empequeñecido el mundo hasta niveles otrora insospechados. Bien está que así sea pero no hay moneda sin cruz. La vileza del hombre, por recóndito que sea el escenario, se nos muestra en tiempo real con toda su crudeza. No todo se cuenta y lo revelado no siempre se relata verazmente pero, por poco que desmochemos la maleza y zarandeemos nuestros respectivos tabúes, podremos hacernos una idea bastante aproximada de la realidad que, en una proporción considerable, está salpicada por el mal.

Tuve la fortuna de despertar tras una atroz pesadilla pero millones de semejantes, como otros tantos antes que ellos, no corren la misma suerte. Sufren bien despiertos y tal vez, cuando la extenuación entorna sus párpados, anhelen no regresar de su sueño. El genocidio de Palestina es la enésima constatación de la existencia de Satanás, que se las apaña para adueñarse de la voluntad de personas con poder. La Historia del austrolopithecus anamensis (al que muchos, en un exceso de optimismo, llaman hombre) está jalonada de genocidios y exterminios planificados. Conocemos las motivaciones de unos y las justificaciones de otros. No sabría decir qué me suscita mayores arcadas; si las primeras o las segundas porque al muerto lo mató una bala y al todavía vivo la indiferencia.

Dicen que razones expansionistas, religiosas, económicas, xenófobas y demás trastornos de ese tenor mueven al hombre a perpetrar semejantes atrocidades mas, aún siendo en parte cierto, conviene no quedarse en la superficie. En realidad, las razones invocadas actúan como una espoleta que despierta un mal latente y preexistente. Es como si esa maldad necesitara coartadas para desmelenarse. No en vano, casi por cualquier lugar del orbe, pululan mensajeros del odio y audiencias ávidas del mismo. Cuando el bien no muestras sus credenciales, expedito queda el camino para el mal.

Vivimos en un mundo de sórdidos equilibrios que mantienen a raya a los canallas. O lo intentan. Armonía sólo quebrantada cuando de amojonar lindes o de afinar la pureza étnica y religiosa se trata. En esas anda la Rusia de Putin o el Israel de Netanyahu.  Nada tengo contra la legítima defensa individual o colectiva pero sí contra las matanzas deliberadas (o abyectamente asumidas como daños colaterales) de seres humanos inocentes. Las refriegas de brocha gorda son inaceptables e igualmente estúpidas pues el odio engendrado acechará durante generaciones.

Nada nuevo bajo el cielo gris. Allá por julio de 1995, unos ocho mil bosnio-musulmanes fueron masacrados en la ciudad de Srebrenica; en pleno corazón de Europa. Por no mentar las reiteradas matanzas en África.

La ONU, cuya génesis y motivaciones fueron seguramente bienintencionadas, sirve para que, por cuaresma, las principales potenciales mundiales (China, Francia, Federación Rusa, Reino Unido y Estados Unidos que, mire usted por dónde, disponen del derecho de veto) enjuaguen sus respectivas consciencias ante una comunidad internacional más descreída que ayer y menos que mañana. En otras ocasiones, la ONU y la nada han sido lo mismo y para muestra esta reflexión ¿Cómo explicar la limpieza étnica perpetrada en Srebrenica cuando esta ciudad estaba dentro de una zona previamente declarara como segura por la ONU y en la que, supuestamente, 400 cascos azules neerlandeses se encargaban de su protección?

La voz guerra proviene del germánico. Por alguna razón desconocida pero curiosa, despreciamos la palabra latina bellun (guerra), tal vez para evitar la homonimia con el adjetivo bello (hermoso) La voz protogermánica citada, en su sentido más vetusto, vendría a significar confusión por lo que, atendiendo al desplante de las lenguas romances, podríamos definir a la guerra como un error monstruoso. Las guerras justas, es decir, las amparadas en el ejercicio de legítima defensa colectiva como respuesta a una agresión injustificada e injustificable, se podrían contar con los dedos de una mano. Todas las demás, que son la inmensa mayoría, responden a intereses bastardos. Una propaganda calculadamente capciosa, costeada por los perros de la guerra y sus proveedores, ha conseguido en parte anestesiar al pueblo que pone los muertos. Medallas y estrellas, honores, héroes y heroínas, banderas sobre ataúdes, salvas castrenses, himnos , enseñas y toda una liturgia y escenografía muy cuidadas que sólo busca diluir la fealdad más absoluta mediante un esplendor amañado. Que nadie se ofusque. Comprendo la existencia de los ejércitos y el deseable equilibrio de fuerzas entre los más poderosos, esencialmente por razones disuasorias. Aplaudo la loable labor de los ejércitos en tiempos de paz. Me siento muy honrado por ser español y me enorgullezco del ejército de mi patria, así como de todas las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Sé que son y están para protegernos de todo mal, interno o externo. Dios no lo quiera pero si alguna vez se vieran compelidos a entrar en acción, sé que la causa sería justa e inevitable. Pero este artículo no va de esto sino de aquellos que usan sus ejércitos, de uniforme o de paisano, para perpetrar terrorismo de Estado. O para repeler una agresión con tan descomunal saña y desproporción que acaba arrastrando la legítima defensa hacia una vendetta inadmisible. En otros escenarios, las primigenias intenciones que se han mantenido latentes y a la vista de cualquier observador mínimamente avispado, emergen como una apisonadora a la menor provocación, aunque no siempre son menores las hostilidades desencadenantes. Pero se trata de eso; de que el recurso a la fuerza sea proporcionado y milimétricamente selectivo. O eso habría de marcar la diferencia entre el ejército de un país democrático al de un grupo de mercenarios en nómina de dictaduras. Entiendo que esta opción es de muy difícil ejecución pero es la única razonable.

Aunque duela, estamos obligados a estar al tanto de los horrores. De ninguna manera  hemos de perder la humanidad que se nos supone; es decir, la capacidad de con-sufrir con nuestros semejantes. Es poco. Lo sé. Pero al menos debemos alzar la voz con cuanta fuerza nos sea posible. El silencio, la indiferencia, la ausencia de empatía y no digamos la justificación ante tanta maldad, nos convierte en cómplices y colaboradores de los más viles atropellos de los derechos humanos. Para aquellos que, a Dios gracias, todavía preservamos la fe, la oración es inexcusable.  Les haré partícipes de una certidumbre personal. La oración, desde una sincera actitud de humildad y abandono, derriba montañas porque ensancha los valles. Tiene que haber un Cielo y también tinieblas; por narices. Demasiadas almas retorcidas merecen el elíseo definitivo, como los lobos las llamaradas del infierno.

Sólo tengo mi verbo y pienso usarlo. Por munición mi consciencia a la pienso cachear y sacudir cuanto sea necesario. Que Dios se apiade de las víctimas e ilumine a las personas de buena voluntad.