Fuimos muy felices
Durante esa época de nuestra vida en la que el cuerpo está centrifugando constantemente hormonas y traicionándonos emocionalmente en algunas ocasiones, fuimos muy felices. Nuestra adolescencia, más que un divino tesoro, fue casi un diamante en bruto, de esa de la que se puede presumir; esa que se posicionaría muy lejos de lo que ahora se hace llamar la edad del pavo, la cual nosotras también saboreamos en su momento, pero jamás digerimos del todo porque los ingredientes no eran de nuestro agrado. Y en ese sentido éramos muy selectas.
Fuimos trabajando desde pequeñas, gracias a la educación tan admirable que nos dieron nuestros padres, una personalidad tenaz que se convirtió en nuestro mayor juguete de diversión, a la misma vez que hizo de escudo. Tal educación, basada en la obediencia, en la permisividad en su justa y necesaria medida y en el respeto, propició que nos convirtiéramos en personas autosuficientes muy pronto, hasta el punto de que todo lo que hemos conseguido en la vida lo hemos hecho por iniciativa propia. Fuimos y somos un grupo de seis amigas: Ana, Carmen, Juanamari, Cristina, Lola y yo.
Es cierto que no había redes sociales, pero estoy segura de que hubiéramos sido nosotras en toda nuestra esencia, ya que en lugar de ser esclavas de las modas, hubiésemos hecho caso omiso. Mucho menos hubiéramos sufrido tanto como lo hacen las chicas de ahora, las que, en ese afán incomprensible de querer ser mayores, se bajan de la inocencia muy pronto, dejándose por el camino momentos que nunca volverán a disfrutar. Y sufren por situaciones que no son propias de la edad, alejándose por completo de la verdadera felicidad de la adolescencia.
Ahora hay una competencia de alto postín en todos los sentidos y en algunos casos hasta incomprensiblemente permitida por algunos padres que actúan de la misma manera que sus hijos adolescentes: ropa, teléfonos, novios, viajes…con el único fin de posturear más que de disfrutar. Sin embargo, a nosotras, que no nos faltó de nada, nos importaba únicamente salir y estar juntas actuando de una manera que podría resultar ridícula antes y ahora, como ir agarradas del brazo por todos sitios con las vestimentas de hace unos ventitantos años para ir chisteando sin conocer a los que iban por delante para que estos se volvieran y hacernos las despistadas. Y claro, la gente miraba, algunos hasta se paraban. Parece una absurdez, ¿verdad? Pues fuimos muy felices.
Actualmente, la edad de entrar a pubs o discotecas ha bajado escalones repentinamente. Nosotras empezamos a entrar a los pub a una edad considerada. Con quince años, eternizaríamos el Mississipi. Íbamos viernes, sábados y domingos, para ser las reinas de la pista; ahí subidas en los bidones de cerveza, que había en el fondo, el pub se nos quedaba tan grande que no necesitábamos irnos fuera de fiesta. Y sí, fuimos muy felices, a pesar de que la hora de recogida nos limitaba seguir disfrutando. Porque esas largas veladas de las que ahora disfrutan los chavales eran impensables.
¿Qué ha sido de las romerías y de las monas? En cuanto a su verdadera esencia, han desaparecido por completo. Las nuestras eran muy esperadas, y no porque fuéramos a pasar una noche en un campo, no. Éramos más que conscientes de que nuestras madres tenían un no rotundo por respuesta. Y no nos traumatizamos, incluso aún llegamos años después a hacer lo que ahora se ha normalizado con catorce o quince años, aunque no sea propio de la edad.
Buscábamos alternativas a horas decentes y en lugares más que conocidos por nuestros padres. Y había fotos, claro que sí, pero no como ahora. Antes eran máquinas de pilas y carretes. Menos aún posábamos tanto para salir tan super cuquis como ahora, sino que, a modo de alineación de equipo de fútbol, nos situábamos para inmortalizar ese momentazo, sin filtros y sin segundas oportunidades para salir bien. Y sí, fuimos muy felices.
No nos íbamos de viaje cuando acabábamos el instituto como hacen los jóvenes de ahora como regalo fin de curso. ¿Por qué hay que regalar? Nosotras no vimos ningún regalo fin de curso; nuestros padres eran más de premiarnos con sabias palabras (“Enhorabuena por tus notas”), y no porque fueran unos literatos, sino porque para ellos las obligaciones no se premiaban, sino que se reconocían para que estas nunca cayeran en el olvido. ¡Una gran verdad! Las nuestras nunca cayeron, y la filosofía de nuestras casas era sencilla e indiscutible: “si no te conviene, coges tus cosas y te vas”. ¡A ver quién rechistaba! Y disfrutando minuto a minuto, fuimos muy felices.
Es evidente que todo cambia y nada permanece. En una sociedad tan sumamente estimulada es complicado educar como antes. Ahora bien, lo que sucede en este siglo es un hecho paranormal al que difícilmente se le puede buscar justificación. Nuestras vidas también han cambiado, han recorrido caminos diferentes, pero sabemos que durante nuestra adolescencia fuimos demasiado dichosas y nos sirvió como trampolín para que la fuerza, la educación, la solidaridad, el respeto, el trabajo, el sacrificio, la esperanza y la constancia se convirtieran en nuestras armas del día a día para ser personas normales, sin tontería alguna y con los pies bien asentados sobre la tierra.