Fane, un emotivo relato literario de José Antonio Vergara Parra

Fane

José Antonio Vergara Parra

Aquel techo de vetustas vigas de madera no me resultaba familiar. Tenía un insoportable dolor de cabeza. Con los párpados entreabiertos escudriñé aquel dormitorio y nada en él me era conocido. No sin dificultad, me deshice de la pesada colcha y me senté en el lateral de la cama. Un par de zapatillas, perfectamente dispuestas, aguardaban a ser calzadas. De un perchero de bronce, deliberadamente aproximado a la cama, colgaba un mullido batín. Sobre la mesilla de noche, un vaso con agua y un potente analgésico a juzgar por su generosa composición de paracetamol. Y un sobre amarillento, de envejecida apariencia, en cuyo anverso pude leer:

Buenos días, Iñaqui. Confío que hayas descansado y te encuentres mejor. He dejado encendida la chimenea y he preparado café. Date una buena ducha, desayuna y acomódate  frente a la lumbre. Abre el sobre y lee su contenido. No olvides tomar el analgésico que, a buen seguro, te hará falta.

Besos.

¿Quién diantres sería? ¿Y qué hacía yo en esta casa? Apenas podía recordar nada de las últimas veinticuatro horas y me sentía muy aturdido. Sin saber muy bien por qué, obedecí las indicaciones de mi enigmática anfitriona. Supuse que sería una mujer por aquello de los besos.

En parte recuperado tras la ducha, ingerí el analgésico. El croissant y aquel café espeso y aromático supieron a gloria bendita. Hacía demasiado tiempo que no tomaba algo caliente o eso me pareció. Embutido en aquel esponjoso albornoz, cogí el sobre de la mesilla y me senté frente a la chimenea.

Aquella era una pequeña aunque formidable casa de campo. Sus anchurosos muros de piedra y mampostería, sus angostas ventanas, las vigas de madera y las baldosas de barro cocido delataban la antigüedad de la casa. Saltaba a la vista que aquella edificación había sido reformada recientemente, conjugando en perfecto equilibrio la funcionalidad de lo nuevo con el encanto de lo pretérito.

Debía hacer mucho frío fuera. Añadí unos leños, quizá demasiados, con la esperanza de que con celeridad mi cuerpo entrara en calor; también el alma. Un alma gélida y desangelada como un témpano de hielo. Por fin,  al cabo de unos interminables minutos, la madera pareció rendirse y comenzó a arder. Las paredes del salón estaban atestadas de libros, manuales y revistas sobre las más dispares cuestiones. Las estanterías, hechas a medida, ocupaban la totalidad de las cuatro paredes, exceptuando las oquedades de ventanas y puertas y tres extrañas, aunque sugestivas, pinturas. Algo llamó mi atención. Los libros se amontonaban en un anárquico caos que se me antojaba hasta relajante. Sin embargo, en la pared de la chimenea reinaba una llamativa armonía estética. A la izquierda, discos de vinilo escrupulosamente disciplinados por autor y género. A media altura, un tocadiscos moderno con intencionadas reminiscencias clásicas, flanqueado por un par de imponentes altavoces Yamaha. Había un poco de todo. Música clásica, pop, flamenco, salsa pero un género sobresalía sobre todos los demás: el jazz. No recuerdo haber visto semejante acopio de este género musical, lo cual, sin duda, delataba los gustos de mi buena samaritana. A la diestra, en perfecto equilibrio ornamental, libros de poesía. Un autor brillaba sobre los demás: Jorge Luis Borges. La chimenea de piedra, en su parte superior, estaba rematada por lo que me pareció una traviesa de tren. Un cuadro fascinante, que descansaba sobre la traviesa, presidía toda la estancia. Una extraña y cautivadora mezcolanza de óleo, acuarela y collage. Nunca entendí del todo la trastienda de la música o de la pintura pero mi corazón siempre fue conquistado por la verdad; es decir, por la belleza porque si ésta carece de aquella, entonces no es belleza sino mero artificio. Aquel cuadro me hechizó desde la primera ojeada. No logré descifrar su verdadero significado aunque, por emociones que la razón ignora pero al corazón aldabean, pellizcó mi alma.

Miré con detenimiento, también con temor, aquel sobre azafranado. Algo de bebida habrá por aquí; necesito una copa; musité para mis adentros. Rebusqué por aquí y por allá y mis súplicas fueron atendidas. Un mueble bar, mimetizado con la librería, me proporcionó lo que necesitaba en ese instante: un par de dedos del mejor bourbon. Me fui a donde el jazz, repasando los discos como si entendiera lo que buscaba y una sonrisa sarcástica delató mi estupidez. Cogí uno al azar y encendí el tocadiscos. Aguardé a los primeros compases para regular el volumen. Me senté en aquel butacón de piel ajada, aunque agradable, y con un arrojo fingido abrí el sobre. Un par de cuartillas de color marfil, con una letra preciosa, como de otro tiempo; la misma, sin duda, que la del anverso del sobre.

Decía así:

Iñaqui. Perdona mi atrevimiento pero quisiera echarte una mano. No sé si alguna vez reparaste en mí. Aunque fuese invisible, aunque estuviese lejos, siempre anduve a tu lado. Supe de tu infortunio. Desapareciste del todo. Pregunté por ti a cuántos podrían saber algo pero fue inútil. Nadie parecía saber nada.

Por fin  mi búsqueda halló recompensa. Alguien aseguró haberte identificado en los aledaños del pueblo de Mula. Supe por el confidente que vivías en la calle y dormías al raso, entre cartones e inmundicia; que apenas comías y que el fruto de tu mendicidad lo empleabas en alcohol. Cada día, salí a buscarte con la esperanza de que aquel señor estuviese equivocado. No podía imaginarte de esa manera pero ayer, finalmente, te encontré. Me costó reconocerte pues el sufrimiento dejó mella en tu rostro. Estabas profundamente ebrio, casi inconsciente. Como buenamente pude, te introduje en la parte trasera de mi coche y te llevé hasta donde ahora estás. Discúlpame, te lo ruego, pero tu olor era hediondo y tus ropas harapos. Hube de desnudarte para darte un baño. No busques tu ropa pues me deshice de ella. Te enfundé ropa interior y un pijama de mi padre y te llevé hasta la cama.

Confío que te encuentres algo mejor. De momento prefiero preservar mi anonimato. Te ruego encarecidamente que confíes en mí. Sospecho que tu fe en la raza humana debe ser ahora inexistente pero debes fiarte de mí. Por favor; déjame ayudarte. Necesitas descansar y reponer fuerzas. Con cierta regularidad, Hasan, un amigo mío, te acercará comida y cuanto necesites. En la repisa de la chimenea te he dejado un móvil. Te he grabado el número de Hasan por si algo te hiciera falta. Siéntete como en tu propia casa.

Duerme, recobra las fuerzas. Lee, escucha música y cuando te sientas suficientemente recuperado, házmelo saber por medio de Hasan e iré a verte. Si así lo deseas, naturalmente.

Besos.

Fane.

¿Fane? Los tres cuadros estaban firmados por el mismo pseudónimo pues, aun sin evidencias, supuse que se trataba de un sobrenombre. Parecía claro que mi hada madrina pintaba, leía y escuchaba música y que, singularmente, adoraba el jazz y la poesía de Borges. La estética de la casa, la pasión por los vinilos y otros detalles no menos evidentes delataban el gusto de Fane  por lo antiguo y perdurable. La pintura, el jazz y la poesía parecían ocupar un lugar destacado en su vida.

No recordaba nada de lo ocurrido en estas últimas horas; absolutamente nada. Sé que hoy he despertado en una casa desconocida y que estos últimos y singulares acontecimientos me tenían realmente intrigado. ¿Quién se tomaría tantas molestias por mí? ¿Y por qué?

Aquella música parecía tocada por los mismísimos dioses. Miré la carátula del disco. Llevaba por título Kind of Blue, databa del año 1959 y el autor era Miles Davis. Supe después que aquel vinilo era considerado poco menos que el santo grial del  jazz y que el portentoso trompetista se hizo acompañar de un elenco irrepetible: John Coltrane en el  saxo tenor,  Cannonball Adderley en el saxo alto, Bill Evans en el piano (en un tema tocaría Wynton Kelly), Paul Chambers en el bajo y Jimmy Cobb en la batería.

Dejé caer la espalda sobre el respaldo, cerré los ojos y me dejé llevar por aquella música de compases díscolos y cautivadores. Nunca fui un experto en casi nada, tampoco en el  jazz pero aquella elección azarosa tuvo secuelas. Tiempo después, escuché el mejor jazz y aprendí a entenderlo, también a amarlo. El jazz es un tributo a la libertad, una puerta abierta a la creatividad de músicos virtuosos, una maravillosa forma de honrar la partitura desde el hallazgo más puro y descarnado. Quizá por ello, el jazz apacigua el espíritu y libera servidumbres. En el jazz no se lee el pentagrama; se le sueña.

Miré a través de la ventana. Nevaba copiosamente y por un acto casi reflejo añadí un par de troncos al fuego.

Demasiadas noches a la intemperie. El frío y la humedad habían penetrado hasta el tuétano de cada uno de mis huesos.  Me volví invisible para mis congéneres como éstos, antes, lo fueron para mí. No andaba interesado en suscitar compasión y tampoco buscaba redención en el dolor. La realidad era más prosaica. Me faltó el valor para acabar con todo y aquella autoflagelación no era más que un suicidio por entregas. Apenas comía y bebía y fumaba cuanto a mis manos llegaba.

Hasta donde alcanza la memoria, la culpa y la frustración fueron fieles compañeros de viaje. Lo intenté pero no pude zafarme de aquella testaruda sensación de fracaso. Durante muchos años, sólo quise ser un buen hijo. Procuré no disgustar jamás a mis padres; me esforzaba por verles contentos y despreocupados. Solía contarles mis escasos logros y silenciaba mis enésimas derrotas. Alguna vez lo pasé realmente mal y nunca supieron la verdad. Preferí la soledad ante el infortunio que hacerles partícipes del mismo.

Las sombras de mis padres fueron demasiado alargadas. No debí ser lo suficientemente bueno para ellos y en sus miradas jamás atisbé orgullo alguno. En el ocaso de sus vidas, devorados por la enfermedad y la vejez, vieron en mí a un hijo interesado por lo material. Nunca sabré si aquella apreciación, desde luego equivocada, fue producto de la demencia o, desprovistos ya de pudor, dijeron lo que en verdad siempre pensaron.

Podría decirse que el trabajo, mejor dicho, los trabajos nunca fueron motivo de felicidad. Tuve varios y en ninguno hallé una razonable plenitud. Intenté dar lo mejor pero acababa tropezando una y otra vez. Yo y sólo yo fui el problema. Para ahuyentar la evidencia, que en el fondo intuía, inventé culpables y me escondí en mil lugares hasta que no quedó ni un sólo refugio en el que cobijarme. Había algo defectuoso en mi interior que, a modo de resorte, daba al traste con cuantas oportunidades se me brindaron. Lo superé. Olvidé las aspiraciones que alguna vez imaginé y vi en el trabajo la forma más decente posible de mantener a mi familia.

Mi familia era mi verdadero refugio. Fui un buen marido y un buen padre. De veras lo creo. Verles sanos y felices era cuanto deseaba y en ello empeñaba los días, también las noches. A pesar de las contrariedades, que nunca escaseaban, me sentía dichoso.

No vi venir aquel golpe; apenas lo sospeché. Mi esposa llevaba un tiempo distante, mas no fueron las preocupaciones del trabajo las causantes de sus ausencias y frialdades sino un motivo bien distinto que aquel fatídico día me fue revelado con toda su crudeza.

Siéntate. Tenemos que hablar; me dijo.

Fue extraordinariamente lacónica, diabólicamente indolente. En un instante apenas sostenido en el tiempo, mi vida, en cuanto creí, por cuanto luché y viví, se desmoronó como un castillo de naipes.  Con la poca dignidad que me quedaba, luché por no derramar mis lágrimas pero fue inútil. A los pocos días, me deseó suerte y partió sin más. Supe después que el elegido era un adinerado empresario. Le proporcionaría la vida que yo nunca supe o pude dispensarle. Quería a mis hijos por encima de todo y podría haber luchado por la custodia pero aquella mujer, por la que siempre había suspirado, y que repentinamente se tornó en una extraña, había sido la mejor madre que un hijo podía soñar. Aún en tan adversas circunstancias hice lo que creí justo aunque, para ser sincero, nunca supe distinguir la sutil línea que separa la bonhomía de la candidez.

Aguardaban días obscuros. Habría dado cualquier cosa por recuperar aquel maravilloso bullicio, por disfrutar de aquel aparente caos bajo el que, en realidad, se guarecía la felicidad. El silencio era tan aterrador, tan lacerante, que creí volverme loco. Mi ex mujer se trasladó a vivir a Madrid y mis niños debieron caer embaucados ante la excitante y opulenta vida que ahora se les brindaba. Y a medida que en ellos crecía esa fascinación, decrecía el interés hacía mí. Los estaba perdiendo.

Seguía nevando; con mayor virulencia si cabe. Aquel agreste paisaje y la intensa nevada eran impropios de la zona por la que solía deambular. Miré a través de las ventanas y no atisbé signo alguno de civilización. Parecía encontrarme muy lejos de todo, de modo que la idea de huir de allí me pareció escasamente sugerente.

Hasta hace bien poco ningún apego le tenía a la vida y algo que creí dormido emergió con fuerza en mi interior. Estos últimos acontecimientos me tenían fascinado y estaba plenamente decidido a conocer a Fane, aunque más adelante.

Llamaban a la puerta. Quizá la música estaba demasiado alta y no pude escuchar la llegada de un vehículo.

-¿Quién llama? Inquirí.

-Soy Hasan, me envía Fane. Contestó.

-Por favor, entre. No se quede ahí; hace mucho frío. Le repliqué.

-Agradezco su invitación pero tengo cierta prisa. Como le habrá dicho Fane, vendré a traerle comida cada dos días, aproximadamente a esta misma hora. En todo caso, si le surge alguna necesidad creo que tiene mi número. Llámeme e intentaré complacerle cuanto me sea posible. Le he traído comida, algo de ropa que confío sea de su talla, tabaco, vino y algunas cosas para su aseo personal. Me contestó.

-Está bien, como quiera. Le agradezco de veras lo que hace por mí y, por favor, traslade mi gratitud a Fane. ¿Lo hará usted?

-Naturalmente que sí; descuide. Bueno, sadiq, cuídese mucho. Hasta pronto.

Aguardé en la puerta hasta que desapareció en el horizonte. Me pareció un gesto necesario para con aquel buen hombre. Hasan tendría unos treinta y pocos años, no más. Era alto, rondaría el metro noventa, de complexión vigorosa. Era un hombre atractivo, de ojos grandes y rasgos marcados, pelo ondulado, abundante y de color azabache. Hablaba un perfecto castellano con marcado acento francés. Y la corrección de sus expresiones delataba una formación consistente.

Cogí el par de abultadas bolsas que trajo Hasan y las deposité en la encimera de la cocina. En una de ellas había pasta, arroz y legumbres como lentejas y alubias. Carne de cordero y queso fresco. Y unos panecillos redondos que, más adelante, supe que eran de pita. También algo de fruta y verduras. Café y un par de botellas de leche de cabra. La otra bolsa contenía maquinillas desechables, espuma de afeitar y un cepillo de dientes. Un cartón de tabaco Chester y una bolsa de tela negra. Cuando descubrí lo que había en su interior, no pude reprimir mi asombro y en voz alta, exclamé: pero, ¿cómo es posible? ¿Cómo diablos sabe tanto de mí?

En tiempo de vino y rosas mi tabaco preferido era de la marca Chester. El tinto Prado Enea Gran Reserva, de Bodegas Muga, era mi caldo favorito. No era un vino barato pero los había infinitamente más caros y no por ello mejores. En ocasiones especiales, muy especiales, me hice acompañar por esta delicia enológica. En esa bolsa de tela negra había dos botellas de este elixir.

¿Cómo Fane podía conocer mis gustos hasta ese detalle? ¿Y por qué razón me agasajaba con tal exceso?

El tiempo había dejado de ser una unidad de medida para mí y no sabría decir cuántos días permanecí en esa casa. Tampoco me resultó difícil acostumbrarme a tanta comodidad. De Borges leí cuanto pude y escuché todo el jazz que me fue posible.

En una de sus visitas, Hasan se ofreció para cortarme el pelo y afeitarme la barba. Según me dijo, en otro tiempo trabajó de ayudante en una barbería de Casablanca Y debía cierto porque, de entre aquella descuidada melena y la anárquica barba, resucitó un rostro casi olvidado.

Día enésimo. Miré el reloj de pared de la cocina. Las seis y media de la tarde. La noche se había posado sobre la casa. No tenía hambre. Tomé una ducha y un extraño presentimiento me arrastró a descorchar una de esas maravillosas botellas de vino. Me serví una copa. Puse un disco de uno de mis cantantes preferidos y me senté junto al fuego. La voz rota y acolumpiada de Sting blandía mi alma y me transportaba a sueños olvidados.

Un olor abisal y reconocible perturbó mi quietud. Al despedirme de mis padres, ya muy enfermos,  asía sus manos y besaba sus frentes. Y aquel aroma de bondad y jabón quedó impregnado en mi olfato para siempre. Una paz indescriptible se apoderó de mí. Como si todas las arrugas y muescas de mi alma hubieran desaparecido de un plumazo. Guiado por fuerzas incomprensibles, cogí el móvil y marqué el número de Hasan.

-Buenas tardes, Iñaqui. ¿Necesitas algo?

-Buenas tardes, Hasan. En realidad sí. Quisiera conocer a Fane. ¿Se lo dirás?

-Naturalmente que sí. Se lo diré ahora mismo. ¿Algo más, sadiq?

-Nada más, amigo. Eso es todo. Muchas gracias.

Debí quedarme dormido. El ruido de un automóvil me rescató de una extraña cabezada. Me asomé a la ventana y, en efecto, un todoterreno de color verde parecía acercarse a la casa. Volví a mirar el reloj de la cocina. Algo más de las nueve de la noche. Alguien golpeó la puerta.

-¿Quién es? Pregunté.

-Soy Fane; contestó.

-Un momento, por favor, repliqué.

Me recompuse como buenamente pude, coloqué los cojines del sofá en su sitio y abrí la puerta. Las palabras, aún bien escogidas, resultan toscas e insuficientes para realidades demasiado hermosas; y ésta lo era. Unos ojos preciosos, de color marrón claro, casi beigs, con una expresividad y dulzura que me dejaron sin aliento. Creo que musité algunas palabras sin sentido y pareció darse cuenta, pues me correspondió con una sonrisa cómplice. Su piel era de color canela y su sonrisa franca y alegre. Vestía al modo occidental aunque algunos detalles delataban intencionadamente sus orígenes. Su cabeza iba cubierta por un pañuelo de color turquesa, dispuesto al modo del hiyab. De cada palabra pronunciada por sus labios, de cada ademán, brotaban una finura y elegancia apabullantes. Honradamente, no recuerdo haber visto una mujer más bella que Fane.

Me sonrió, como esperando algo……

-Te ruego que me perdones. Ando algo despistado. ¿Me permites? Tu abrigo, por favor.

Se giró sobre sí misma, ofreciéndome su espalda y desplegando los brazos hacia abajo. Con cuanta delicadeza me fue posible le liberé de su abrigo. Estuve lo suficientemente cerca de ella como percibir un bálsamo como de sándalo y gardenias que me dejó medio hechizado. Le invité a sentarse frente a la chimenea y le ofrecí una copa de vino.

-No suelo beber pero esta noche haré una excepción. Acepto esa copa. Contestó.

Puse la otra cara del disco de Sting y entré en la cocina para preparar un par de copas.

Hablaba y hablaba. Parecía conocerlo todo sobre mí pero confieso que nunca antes había visto a ese ángel del cielo. Para ser sincero, apenas prestaba atención a sus palabras. No podía apartar mi mirada de aquellos ojos en los que me perdí para siempre. De los altavoces despuntaba un tema maravilloso: The Windmills of Your Mind, del francés Michel Legrand. Esta versión de Sting, que rendía culto al amor de Legrand por el jazz, siempre me pareció majestuosa. Habría parado el tiempo en ese instante. De existir el cielo, habría de ser algo así.

No lo pensé. Cogí su mano y la besé. Alcé la mirada y en silencio le imploré un beso. Aquellos labios carnosos, con la textura de los pétalos y el sabor del rocío temprano, me besaron con tal pasión y ternura que creí desmayarme. Poco a poco fue separando sus labios de los míos. Se puso en pie y se despojó del pañuelo, dejando al descubierto una melena rizada, de color chocolate que parecía centellear a la luz de las llamas.

Cogió un par de cojines del sofá y los dispuso en un extremo de la alfombra de lana situada justo delante de la chimenea. Entró a la habitación y regresó con una colcha entre sus manos. Sin apartar nuestras miradas, nos desprendimos de la ropa y nos tendimos sobre la alfombra. Hicimos el amor hasta que las fuerzas nos abandonaron pero aquello no fue sexo; fue otra realidad de imposible relato. Fuimos un sólo cuerpo y un sólo corazón.

Miré a sus ojos y casi le supliqué:

-Haré cuanto quieras que haga; seré lo que quieras que sea pero, por el amor de Dios, no me dejes nunca.

Sonrió y sus ojos se llenaron de un brillo indescriptible.

-Jamás te dejaré. Te quiero, amor mío.

Lloré de alegría y con voz algo temblorosa susurré:

-Sabes que nada puedo ofrecerte salvo los rescoldos que de mí quedan, que serán, eso sí, enteramente tuyos. Tengo al alma deshidratada y marchita la esperanza y no quisiera……….

No me dejó acabar la frase. Selló mis labios con el dedo índice de su mano derecha y, con suma rotundidad, afirmó:

-No te preocupes; lo compensaremos con lo mucho que yo te daré. Nada necesito salvo a ti

-¿Cuál es tu nombre en realidad?¿Fane es acaso un pseudónimo? Le pregunté.

-Sí, Me llamo Fátima Neomi. Comencé a firmar mis cuadros con ese sobrenombre que, como habrás advertido, está formado por las dos primeras sílabas de mi nombre y apellido. Me gustó y casi todos me llaman por ese apelativo. ¿Satisfecha tu curiosidad?

Apoyó su cabeza sobre mi pecho y me rodeó con sus brazos. Nunca me sentí tan vivo, nunca me sentí tan amado y nunca sentí tanta felicidad. En otro tiempo, cuando creí tenerlo todo, sólo sentía vértigo. Sin embargo, cuando dormía en la calle y por compañía únicamente la soledad, tenía la certeza de que a nadie, absolutamente a nadie, podía defraudar. Nadie esperaba nada de mí y nadie me demandaría más de lo que soy. En las alturas vive la angustia pero a ras del suelo hay certezas; lacerantes, sí. Pero certezas que, aunque lesivas, reconfortan pues sabes que nada puedes perder salvo la propia vida lo que, en noches nubladas, te parece hasta interesante. No sé qué me lastimó más; si la pérdida de cuanto amaba o aquella sensación de vacío que disipó, para siempre, cualquier atisbo de esperanza. A medida que desciendes peldaños, las caídas se presumen menos dolorosas.  Di cuanto tenía. Digo más; di mucho más de lo que tenía y eso me supuso un desgaste por el que, gustoso, pagué el correspondiente peaje. Pero nunca era suficiente, nada bastaba. El desencanto de quienes me rodeaban poco a poco se abrió paso en mi interior hasta dejarme malherido y convertirme en un ser con nula autoestima.  Debí salir defectuoso de fábrica y, en cierto modo, ansiaba por regresar a aquel punto de partida para descansar. Para no amar y no ser amado. Donde nadie tuviese el poder de lastimarme de nuevo y donde nadie me demandare lo que jamás fui. Esto pensaba mientras Fane dormía sobre mi pecho y mis labios, hundidos entre su pelo, besaban su cabeza. Nada le había dado a Fane y, dadas las circunstancias, nada podría ofrecerle y, no obstante, fue en mi auxilio. Nadie se había tomado tantas molestias por mí a cambio de nada y nada me había amado de esta manera.

Mis pensamientos se perdían entre las flamas y la salinidad de las lágrimas se abría paso entre mis labios. Alargué mi mano derecha y cogí la copa de vino. Bebí hasta apurarla. Por primera vez en mi vida  no hice planes, ni tracé esperanzas ni hilvané miedos. Sólo paladeé cada segundo de ese instante, como su fuese el último cachito de cielo dispuesto para mí. Para ser sincero, una zozobra merodeaba muy cerca; la posibilidad de despertar de ese sueño.

 

 

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