Exvecinos
He estado en casa de mi ex vecino Francisco. Me llamó la semana pasada para ver si me pasaba por ahí. Hacía tiempo que no nos veíamos. Una bolsa de cebollas y una bolsa de mandarinas y limones. Le dije: “Que bien te veo Romeo”. Y él me respondió: “No tan bien”. Francisco está retirado de los terrenos de juego laborales por una incapacidad absoluta. ¿De qué? No lo sabemos, el silencio es como su incapacidad. Lo que si sabemos es que es una edad preciosa, 53 años, y visto su quehacer durante más de 35 años, creo que ya está bien, que es merecido, con incapacidad o sin incapacidad, ese descanso, ese tiempo de libertad.
La pregunta que me asalta en el coche tras la visita es cómo una persona que se halla en una posición idílica -rodeado de naturaleza viva, sin ruidos urbanos y humanos, con las necesidades básicas más que cubiertas, con los afectos más que cubiertos, con piscina (que algo hará por ahí dentro del ser humano para sentirse uno bien, porque una piscina alegra, una piscina en condiciones, huelga decir), una persona con la capacidad de autonomía para dormir si quisiera un miércoles a las once de la mañana-. Me cago en la leche negra, cómo es posible que se le haya instalado en el cerebro como si fuera una bacteria ociosa y barriguda tanta violencia ¿O lo dirá de broma?
Sus palabras textuales mientras cortábamos algunas mandarinas de las copas fueron éstas: «Encapuchado, sí, encapuchado». Con unos auriculares para no escuchar nada. Unas gafas como las del motorista fantasma por encima de la capucha. Un avión de color naranja. El listo que se cree inmortal de pasajero. Llegan a la Antártida. Bajada del avión. El mundo blanco entero. Lo ponen de rodillas con toda la parafernalia. Esposado. Le levantan la capucha para que pueda respirar mejor. “¿A qué hueles?” -le preguntan. El hombre dice: “A mierda”. Fuera capucha, gafas, auriculares. Le dicen que están en la Antártida, que lo que huele no es mierda, es metano. Pasan de darle explicaciones sobre la relación que tiene el metano con el cambio climático. Luego, lo dejan allí. Igual que cuando entra un misil en un edificio civil y casi todos mueren entre escombros y humo. Al lado, una dosis de un veneno para no sufrir.
Las respuestas sobre la violencia se quedaron ahí sobrevolando mi cabeza, sin demasiada conexión como para construir frases coherentes. El caso es que Francisco estaba hecho unos zorros. Sus mandarinas, como siempre, exquisitas.
A veces los sábados por la mañana después de una semana clamando “espacios balneario” estoy que no sé si intentar volar desde lo alto de cerro, pedir ingresar en Guantanamo o ponerme una bola de acero enganchada al tobillo y arrastrarme aguas adentro.
Pascual, me salva. Otro exvecino. Me envió un mensaje para que me acercara a su casa para ver que le pasaba al wifi, e instalarle un programa en el ordenador. También me dijo algo de facturas de luz. Suman días y días sin cortar la factura, o algo así. Que eso le pone negro y muy violento.
Pascual me abrió la puerta de casa como se le abre a un ex vecino de años para vender en el mercado, de par en par, a pulmón. “Pisa, pisa, me dijo, si tengo que fregar otra vez. Pisa y salta, lo que quieras”.
Este conductor de autobús está algo cambiado, eso aprecio. Como más avejentado, más descuidado. Es un hombre enjuto y continuo, sin cuello como separación. Lo mismo se podría decir que tiene 40 años que ciento veinte. Además no se le ve la cara con esas gafas de pasta negras que parecen de un banquero de los años 60.
Es raro, pero la casa huele a esos inciensos que se prenden en los locales donde se practica Yoga. Me gusta. Bien hecho, Pascual. Llevas mucha tensión acumulada. Sudas violencia. Tu exvecino ya está aquí. No lo digo, lo pienso.
Me dice: “Me siento estafado, Lucho”.
¿Lucho? ¿Quién es ese? Pero no le contradije por si las moscas, le seguí la corriente.
Uyuyuhi.
Pascual es de los que se han abrazado a la gran ola. Primero yo, EEUU, y luego ya veremos. De rodillas en una espectacular escena de película en la que recibes al ganador bajo la lluvia. Brazos abiertos. Rasgos azulados en el paisaje acuoso. Ojos cerrados respirando a pulmón el advenimiento del nuevo mesías. Tu casa es un museo de amuletos donde todo evoca a Trump. Nada es más grande que tu sentimiento de pertenencia al grupo de la motosierra y la gorra roja. ¿Qué van a defender sino es a nosotros? ¿Y que es un país sin sus ciudadanos? Hasta que una buena mañana el movimiento Ula Ula Ula prescinde de ti, funcionario, de un servicio muy poco productivo para la nueva era, según ellos. Y sin saberlo, tú que eras de los de dar dos besos en el culo del comandante Trump creyendo que eran sus mejillas, estás en la calle, en la puta calle.
Es que yo pensaba, es que yo creía, es que me parecía imposible, es que yo puse dinero de mi bolsillo.
Mi posición ahora es la escuchar a Pascual. No le voy a decir nada de que estamos en España y no en Estados Unidos. Tampoco le voy a trasladar la idea del currante al que han llenado las crisis de dinamita en el espíritu. Ni mucho menos lo de pagar, si es que tienes dinero, para te revisen la “gargantica”.
Mi exvecino está muy molesto, defraudado, rabioso de sí mismo. Pero no va a ir más allá, ahora está en posiciones Zen, que le han salvado de un consumo desmesurado de fentanilo, y de la muerte civil.