Entre el cielo y la tierra hay mares que reflejan áquel y separan ésta

Un emocionante relato literario de José Antonio Vergara Parra

José Antonio Vergara Parra

Me llamo Falak. Nací en una remota aldea situada en la franca marroquí de la cordillera de Atlas. Era la menor de tres hermanas. Mis padres y mis dos hermanas, Basima y Zara, murieron ahogados en el Mediterráneo. Faltaban unas pocas millas para alcanzar la costa pero la fatalidad, disfrazada de mar enfurecido, se cebó sobre la casi la totalidad de los que, aquel fatídico día, atestábamos la barcaza. Han transcurrido quince años y, todavía, me despierto cada noche envuelta en sudor y angustia. No puedo olvidar sus miradas de pánico justo antes de que aquella ola les engullera para siempre. Sus gritos de auxilio martillean mis sienes casi a diario. Yo tenía siete años recién cumplidos y sólo quería arrojarme al mar para ayudarles. Un hombre, cuyo nombre nunca supe, me lo impidió, salvando mi vida aunque parte de mí murió aquella tarde. Mentiría si no reconociera que la rabia me ayudó durante algún tiempo. En cierto modo, ese sentimiento de ira contra un destino miserable me dio fuerzas para enfrentarme a lo que vendría después.

Hay una laguna en mis recuerdos. No sé cómo ni cuánto tardamos en llegar a la orilla. Recuerdo, eso sí, un frío muy intenso y el chirrío de mis dientes. Ya en tierra firme, veo a una chica joven, de mirada limpia, envolviendo mi cuerpo con una manta mientras coloca una taza caliente entre mis manos que, temblorosas, apenas pueden sostenerla. Sus labios parecían decirme algo que no entendía. Intenté hablar pero no pude. Acababa de perder a mi familia. Nada me quedaba y nada tenía salvo una mezcla de tristeza y miedo que constreñían mi alma.

Según las escasas noticias que nos llegaban, la economía del país crecía de forma sensible aunque esa realidad no acababa de llegar a demasiadas zonas, sobre todo rurales. Un porcentaje altísimo de mujeres sufría violencia de género, el índice de analfabetismo era desolador y muy pocos ciudadanos alcanzaban un trabajo justo. Supongo que, en tales circunstancias, mis padres tomaron una durísima decisión. Dejar atrás cuanto habían conocido y encarar la más absoluta de las incertidumbres. Ahora sé que pagaron hasta el último dírham del que disponían para costear el viaje por tierra, primero, y por mar, después. Imagino que desconocían la precariedad de aquella barcaza, suficiente para un paseo fluvial pero radicalmente insultante para surcar el mar. Al inicio de la travesía, oí cómo mi padre le decía a mi madre que no había vuelta atrás. Había malvendido la tierra y la casita a unos vecinos y, tras haber pagado el viaje y los papeles, disponía de lo justo para sobrevivir unos pocos días en España hasta conseguir un trabajo.

Es lo que tiene la miseria; que apenas ofrece opciones a quienes la padecen. La codicia y la depravación ética rara vez subestiman oportunidades de negocio aunque, para ello, pongan en riesgo las vidas de sus clientes. Doy por descontado que nuestra entrada en España era, en verdad, ilegal y que aquellos documentos por los que mi padre satisfizo una cantidad importante no eran sino papel mojado. Sí. Papel mojado donde la tinta se emborrona para finalmente desaparecer, dejando al descubierto las tretas de los canallas. El fondo marino hizo de improvisada morgue para mis padres y hermanas, al igual que para tantos otros que les precedieron. O lo que quede de ellos pues seguramente sirvieron de alimento para camarones y langostinos por los que, días más tarde, pagarían una fortuna en una subasta de pescado y marisco. Una ironía siniestra aunque ilustrativa del esperpento en el que hemos convertido este mundo.

Me llevaron a un hospital donde me sometieron a un reconocimiento médico y de ahí a un centro de menores no acompañados. Todos me hablaban pero no lograba entenderles. Incluso pidieron ayuda a un marroquí para sonsacarme algo de información. Que si me encontraba bien, que con quién o quiénes había viajado, que de dónde era, etcétera. Pero no podía hablar; lo intentaba pero no podía. Hoy sé que tuve estrés postraumático; situación que se alargó durante un par de semanas. Poco a poco fui recuperando el habla hasta que, por fin, pude ofrecer respuestas. Al carecer de familia en Marruecos, sólo había una solución para mí; permanecer el tiempo máximo de estancia en el centro y confiad que alguna familia me acogiese en adopción. A esas dos semanas de silencio sobrevinieron meses de lágrimas hasta que un día, simplemente, dejé de llorar. No porque me faltasen razones sino porque mi alma se había deshidratado.

En los pocos meses que permanecí en el centro nada me faltó. Comida, ropa, aseo y un techo bajo el que descansar. Todas las mañanas nos desplazábamos a la escuela, a un par de calles del centro de menores. Ante todo, tuve a Lucía. Una chica joven que trabajaba de asistenta social. No hacía su trabajo sino que de su trabajo hacía un acto de amor y servicio hacia el prójimo. No sabría cómo definirla pero cuando estaba con ella, el miedo y la soledad desaparecían de un plumazo. En medio de la adversidad aparecen ángeles como Lucía para recordarte que, pese a todo, hay razones para la esperanza. Como un tesoro guardo su amistad y como una reliquia un obsequio que me entregó la víspera de mi salida del centro. Un libro de poemas de escritores de la Generación del 27, al que no le faltaba una dedicatoria que, de su puño y letra, decía así:

Honra con tu vida a tu familia.

Cuando llueva, recuerda

que son sus lágrimas de alegría.

Lucía. Besos.

 

“No pienso en toda la desgracia, sino

en toda la belleza que aún permanece “

(Anne Frank)

Alambre y espino que separan dos mundos.

Tengo veintidós años recién cumplidos. Han transcurrido tres lustros desde la muerte de mi familia y el dolor sigue anclado en lo más hondo de mi corazón. Y ahí debe seguir pues forma parte de la vida y con él hemos de convivir. La muerte es una certeza y la vida un arcano; una página por escribir aunque a veces desaparezcan el papel y el lápiz.

Después de todo, he tenido fortuna. A los pocos meses de estancia en el centro de menores fui adoptada por unos padres maravillosos que me dieron calor y me mostraron un camino desconocido. Perdí a mi familia biológica pero gané dos padres y un nuevo hermano, Pablo, algo mayor que yo. Di cuánto tenía; me esforcé en los estudios y colaboré cada día en las tareas de casa. Quise honrar la memoria de mis padres y hermanas y corresponder, de igual modo, a la generosidad de mi nueva familia. Casi sin darme cuenta, la ira y el rencor fueron abandonando mi espíritu para dar entrada a sentimientos nuevos y hermosos. Durante demasiado tiempo culpé al mundo por mis desgracias, por mi desamparo y por las enésimas miradas de desdén que hube de soportar. Cuando tantas veces me creí vencida, el testimonio de Lucía y aquella cita de Ana Frank vinieron en mi auxilio. Si Ana, escondida durante dos años para esquivar la persecución nazi, fue capaz de escribir aquello, lo menos que podía hacer era entender qué quiso decir. Por fin lo comprendí. No podemos cambiar determinados sucesos, fortuitos o provocados, sobre los que no tenemos control alguno. No podemos evitar la maldad y la crueldad humanas. Pero, aún cuando nuestro cuerpo esté cautivo mas libre el espíritu, podemos mirar la belleza para dejarnos seducir por ella. Nadie nos debe privar jamás de la verdad; de una mirada pura y confiada. Ana Frank fue finalmente apresada y murió de tifus en el campo de concentración Bergen-Belsen. Hubo de enfrentarse a una de las páginas más negras de la Historia de la Humanidad y, no obstante, su verbo sobrevivió al horror. Podrán golpearnos una y mil veces, podrán cortarnos las alas pero jamás habremos de entregar el alma pues, de hacerlo, moriríamos aun sin expirar.

Me casé hace un año con Ignacio, del que me enamoré perdidamente desde el mismísimo instante en que le vi. Fue en la biblioteca de la facultad. Levanté la mirada de los apuntes para descansar la vista y ahí estaba él; justo en frente, mirándome fijamente, sin disimulo alguno. Nadie me había mirado de esa manera tan franca, profunda y apasionada. Intenté mantener mi mirada pero, rendida, la bajé por un instante. Mi corazón galopaba y el calor ruborizaba mis mejillas. Levanté de nuevo la mirada y sus ojos, claros y sinceros, permanecían clavados en mi. Las palabras, aún bien escogidas, son insuficientes para describir realidades demasiado hermosas y aquella lo era. Supe que aquel chico era para mí, sólo para mí y enteramente para mí.

He notado una patadita. Estoy embarazada de una niña. Acaricio mi vientre con la palma de mi mano izquierda y me responde con otra patadita.  Sonrío; ella no lo ve pero seguro que siente mi alegría. Soy feliz, muy feliz. Tengo vida en mis entrañas, lo que me parece el milagro definitivo. Si quieren una prueba de la existencia de Dios, ésta es una de ellas. Ocurre tan a diario que hemos olvidado su grandeza. Se llamará Najma que significa estrella. Me gusta pensar que mis padres y mis dos hermanas son estrellas y que brillan cada noche cuando las nubes se ausentan. Lucía, cuando haya de ser, será otro lucero en el firmamento.

No soy mitad marroquí y mitad española. Me siento enteramente marroquí y enteramente española. La Tierra precedió a muros y alambradas, como las estrellas al neón. Los ríos y las olas ignoran las señales de tráfico y únicamente fluyen siguiendo sus propias normas. Sólo somos motas insignificantes en el espacio que buscamos un lugar en el que puedan germinar nuestros sueños.

Las banderas se inventaron para tener razón pero yo sólo aspiro a vivir en paz. Hay algo peor que las fronteras administrativas o políticas; los fielatos mentales donde los tabúes impiden, incluso, que nos demos una oportunidad. Sé que el papel lo aguanta casi todo y que la gestión de la realidad es muy complicada. Sé que mis reflexiones son quiméricas pero, si hemos de andar, la utopía me parece el mejor destino. Tal vez no la alcancemos nunca pero será un bonito paseo.

Desde mi llegada a España he soportado miradas de desprecio y actitudes hostiles. Personas que no me conocían de nada y que ninguna razón tenían para actuar de esa manera, salvo el color de mi piel o el acento.

En no pocas ocasiones, de mis propios paisanos sufrí censura, tal vez porque recelaban de mi progresiva integración en la cultura y costumbres españolas. Se espera de nosotros una inequívoca voluntad por entreverarnos en la sociedad que nos ha acogido, sin que por ello hayamos de renunciar a nuestros orígenes. La miscelánea étnica y cultural puede ser fértil pero también infecunda e, incluso, arriesgada. Pero tengamos la decencia de admitir que los pirómanos habitan en casas ajenas y también propias. He sufrido mucho pero no les guardo rencor. Imagino que estas conductas son aprendidas. Nadie nace con odio al diferente o culpando al inmigrante por las dificultades propias. Sólo tuvieron la desventura de beber de fuentes equivocadas.

Esta vida no es fácil; nada fácil. No lo ha sido para mí e imagino que tampoco para nadie. Los humanos sentimos la atávica necesidad de identificar responsabilidades exógenas para nuestros males. Eso nos reconforta aunque, en la inmensa totalidad de las ocasiones, las razones andan muy cerca o simplemente no hay razones. Siempre tuve presente el consejo de Ana y he preferido mirar la belleza.

A España y a los españoles les debo todo y aspiro a reintegrar, mil veces mil, lo recibido. Como Lucía, me hice trabajadora social y desarrollo mi labor en un correccional de menores. La inmensa mayoría de ellos nacieron en el lugar y condiciones equivocadas. Lugar y condiciones que no eligieron sino que vinieron determinadas por un destino aleatorio e incomprensible. Crecieron donde las drogas, el alcohol o relaciones humanas destructivas marcan tanto que apenas dejan cancelas entreabiertas. No busco redención en mi trabajo. No atisbo en mi alma condescendencia impostada. Sólo quiero ayudar a quienes, como yo, merecen una oportunidad. Mi trabajo es duro pero muy reconfortante. Muchos son los fracasos y escasos los laureles pero, aún así, merece la pena.

Me encanta escribir. Mi respiración mejora cuando lo hago. Quienes bien me quieren dicen que mi verbo es demasiado transparente, nada original y, por momentos, melindroso. Probablemente tengan razón pero no me importa. El tintero, como la vida, se agota muy pronto, y no conviene perder el tiempo en la ocultación de sentimientos o en la invención artificiosa y extravagante de pensamientos que, por muy inéditos u originales que sean, no dejan de ser fingidos. La letra queda y las personas cambian mas la palabra no está llamada, necesariamente, a tallar verdades inmutables sino a transpirar lo que eres, sientes, anhelas o imaginas en momentos muy concretos. Lo escrito ayer fue real y lo escrito hoy también lo es. El repaso de lo pretérito y la humildad revolucionaria son dos ejercicios muy aconsejables. Lo primero nos revelaría que nada sabíamos en realidad; lo segundo nos ayudaría a ser algo más sabios.  El árbol siempre ha sido árbol pero, a medida que en su tronco aparecen nuevos círculos concéntricos, aquel se hace más vetusto y, por tanto, más juicioso. La verdadera belleza no se escribe con palabras, ni se traza con un pincel, ni se esculpe con martillo y cincel; tampoco con el arco y cuerdas de un violín.  Lucía, cada día, escribía sobre las nubes permitiendo que la luz se colara entre los surcos.

Un día de éstos, cuando tenga edad para entenderlo, le contaré a Najma que sus tías y abuelos, aún sin conocerla, soñaron una vida para ella y que nada les haría más dichosos que saber que aquella ambición mereció la pena. Le contaré también que hay mares que lloran en tardes de verano, por mártires anónimos y ángeles inesperados. Y si la memoria me faltase, confío, al menos, que lea estas palabras.

 

 

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