En soledad, por María Bernal

En soledad

Hace una semana vi Adolescencia, la serie tan recomendada de una de las plataformas en streaming de la que todo el mundo habla. Un drama criminal y psicológico sobre el que se han ido construyendo distintas opiniones. La mía es simplemente una más, tal vez más cerca de la ignorancia que del conocimiento, pero sí quiero apuntar que, en cuanto a contenido, hay un mensaje muy alarmante que avanza a pasos agigantados; la actitud pasiva, unas veces de manera consciente, y otra, de manera inconsciente de los padres, de la que se aprovechan con sublimidad los hijos. Ese abandono, que les resquebraja el alma y la propia personalidad, es el mayor delito que pueden cometer unos padres que eligen tener a sus hijos sin que nadie se lo imponga.

Por otro lado, en cuanto a la forma, he de decir que la serie deja muchas incógnitas sin resolver y un final abierto para que el telespectador sea capaz de construir su propio juicio de valor.

¿Dónde están las consecuencias? No quedan claras, y deberían haber sido detalladas, porque aunque hay un internamiento en un centro de menores, ¿qué pasará después? Vivimos en una sociedad en la que los menores saben que son menores, por lo tanto, he echado en falta una condena expresa para que el menor sepa que no se va a librar por el simple hecho de serlo porque ha cometido un homicidio.

¿Cuál es la actitud del centro educativo? Se queda anclada en el segundo capítulo, no hay un control sobre un alumnado que desafía a sus profesores en todo momento. También desaparecen los policías y los amigos del protagonista que son sospechosos y están a la espera de juicio, pero no sabemos qué ocurre con ellos.

Pero a pesar de esto, que es un veredicto basado en cómo me hubiera gustado a mí que acabara la serie, la genialidad de esta es innegable y  nos hace reflexionar sobre el aislamiento social que estamos viviendo casi todos los habitantes del planeta, así como sobre las consecuencias críticas, avaladas por los miles de trastornos psicológicos a los que nos enfrentamos todos los días, bien de manera directa, bien de manera indirecta.

Y es que la redes sociales no están haciendo daño, esto ya sería una nimiedad, vamos a ser más claros:  están liquidando la autoestima de las personas que, por vivir en soledad sin nadie que los escuche, se damnifican por no ser y actuar como el producto ficticio que están viendo, basado en ese mundo de falsas apariencias y filtros infinitos.

Hablemos y juzguemos los  retos y los distintos tipos de lenguajes en clave que son empleados para humillar a cibernautas. Ocurre en la serie con el lenguaje de los emojis que revelan el movimiento incel, cuyo significado está relacionado con los hombres que son incapaces de tener pareja o vida sexual aunque quieran. Parece algo absurdo, ¿verdad ? Pues gracias a estos emojis, y a las idioteces que se inventan los jóvenes y que luego siguen como borregos de un ganado sin rumbo , el protagonista es humillado, tocado y hundido por culpa de su personalidad que se desvanece, ya que no solo es ultrajado por una persona, sino por millones de usuarios que leen todo lo que se publica. Y he aquí, por desgracia, el quid de la cuestión que acaba con la vida de otra persona.

Emojis, hashtag y un sinfín de chorradas que nos ofrece el diablo vestido de las marcas de Instagram, Tik Tok y Facebook, esas vallas capaces de electrocutar la mentalidad de los más débiles que, por desgracia, ahora son bastantes; un diablo con el que conviven la mayor parte de su tiempo. Y antes esto, los adultos son los únicos culpables, siempre ajenos a los menores,  porque es más sencillo darles un dispositivo electrónico, para que los dejen en paz a ellos con los suyos, pensando de esta manera que han cumplido con la felicidad de sus pipiolos, sin entender que lo único que están consiguiendo es condenarlos de por vida.

Niños, adolescentes y hasta adultos viven constantemente en el espacio virtual, lejos de la disciplina, del sacrificio y del respeto de todo ser cívico, ya que participan en altercados de violencia verbal por tener como escudo una pantalla. Y esos adultos, cautivados también por las pantallas, son los que van permitiendo que día a día los adolescentes estén más irritados, más enfadados con el mundo y más delincuentes que nunca, por culpa de una soledad forzada.

No se puede normalizar que un adolescente esté seguro en casa tras la puerta de una habitación cerrada si tiene en sus manos la mayor arma de destrucción masiva que va a acabar con la humanidad. No se puede normalizar que pase miles de horas delante de una pantalla sin control alguno, porque en el momento en el que los dejamos aislados con una máquina en las manos, estamos moldeando a una bestia capaz de cometer cualquier atrocidad.