En paz
“Dar paz es la mejor forma de querer”. Hace unos días leía, en uno de esos memes que circulan por la red y que en algunas ocasiones te invitan modestamente a la reflexión, este conjunto de palabras tan significativas, tan aireadas por la gran mayoría en ese afán de querer destacar que todo lo hacen bien, pero a la vez tan olvidadas en muchos de los aconteceres de la vida.
El mes de junio acababa con una cifra escalofriante y desoladora de muertes en un siglo en el que la lucha contra la violencia de género creíamos que estaba impuesta y con efectividad inmediata: 50 mujeres asesinadas a mano de sus parejas o exparejas, porque las medidas no son factibles.
Episodios repletos de tragedias descabelladas que se están repitiendo en estos últimos días son la muestra más despiadada de la desigualdad que se respira en nuestro entorno. A finales de junio, la masacre se repetía hasta en tres casos diferentes con seis muertes entre las que se incluían terceras personas. Episodios en los que no es que haya desaparecido el sentido común, sino en los que el pensamiento de posesión sin derecho alguno impera dominante entre personas que creen que todo lo que desean ha de ser suyo para siempre.
Y mientras tanto, órdenes de alejamiento incumplidas, aumento enfermizo del sentido de la propiedad privada de los energúmenos que se creen soberanos de las mujeres y una legislación parca en estrategias de actuación contra los malos tratos. Que la presunción de inocencia es un derecho, sí; que la indefensión de las mujeres vulnerables es una realidad, también. Y ante este choque contraproducente, el tiempo, que en este escenario es crucial, avanza a favor del caníbal y en contra de la víctima.
Así sucede. Te pegan, sientes miedo, piensas que todo va a cambiar, una y otra oportunidad por lo que pueda pensar el entorno y para que no sufran los hijos. Por el momento, todo se calma y, en cuestión de días e incluso segundos, más golpes y golpes. A veces, los puedes contar y decides denunciar con la esperanza de que el infierno te abrirá la puerta de salida que se cerrará para no volver jamás. Otras veces, te cierran los ojos para que no vuelvas a ver nunca la luz del sol.
Y cuando se asume la valentía de denunciar, todo parece que se sosiega, porque la ley empieza a mitigar un escenario inimaginable para los que afortunadamente no lo han vivido. Pero malditos protocolos que, aunque unas veces gestionan y hacen justicia, otras, construyen la precuela de una obra literaria macabra en la que a la protagonista solo le queda encomendarse a la divinidad para poder sobrevivir, porque sabe que las órdenes se incumplen en un país en el que es necesario invertir más y de manera coherente con el fin de que el barco llegue a buen puerto.
Pero la ley aprieta y asfixia, y en este contexto, pocas veces perdona. Es por este motivo por el que la violencia de género, porque así lo recoge la ley, se haya convertido en objeto de debate y de críticas más que merecidas, sobre todo cuando estas salen de la boca de esos familiares que vieron en sus manos la oportunidad de ganar este combate y acabó esfumándose cuando les arrebataron la vida.
Y esta inefectividad de la legislación responde a la acusada falta de prevención y lo cierto es que la ley protege a las víctimas pero una vez que se ha producido la violencia, cuando lo que se deberían ofrecer también son medidas preventivas en el momento en que el indicio aceche. Por otro lado, se aprecia una falta de coordinación entre las instituciones que para nada agilizan la respuesta.
Y aunque cueste creer en la legitimidad de la justicia, bien porque se equivoque en las sentencias, bien porque tarda en dar respuesta, sí es cierto que hay profesionales que luchan por una ley imparcial para todos. A nosotros, como ciudadanos de a pie, solo nos queda luchar para que la falta de sensibilización no siga latiendo, tengamos en cuenta que la cultura del patriarcado todavía es una realidad más que una ficción y si a esto añadimos los distintos discursos populistas de algunos grupos políticos que niegan este tipo de violencia, pues todavía se camina cuesta arriba y sin perspectiva de ver la cima porque los mismos agresores ven una especie de salvoconducto para seguir actuando.
Por eso hay que denunciar; esta falta supone una grave problemática social y aunque es cierto que no podemos obligar a las víctimas a que lo hagan, ya que su miedo se triplicaría, su alrededor sí tiene que hacerlo y ofrecerles toda la protección posible para que vivan en paz.
Esta comunicación se convierte en la llave hacia la prevención, pero como el sistema no es infalible es cierto que no se debe bajar la guardia y hay que exigir esos derechos que les corresponden a estas pobres mujeres que solo se limitan a callar y a obedecer.
Y ojalá que no haya paz para todos los malvados cuyo cometido es sepultar la felicidad de esas mujeres que cuando se enamoraron creyeron que sus vidas estarían en paz para siempre.