En homenaje a la tata Carmen, por José Antonio Vergara Parra

Carmen

Ha transcurrido algo más de mes y medio y creo haber reunido la fortaleza suficiente para escribir estas líneas. El pasado 21 de noviembre, mi tía Carmen, mi tata del alma, nos dejó. Su marcha fue como su vida; discreta, callada, apaciguada pero muy dolorosa para quienes la queríamos.  Un dolor lacerante al que le sigue la incredulidad pues, aún hoy, sigo creyendo que una mañana de éstas la veré de nuevo, tomando un café o a la vuelta de una esquina. Su vida rebosó bondad y alegría. Bondad y alegría que se tradujeron en entrega generosa e inagotable hacia sus semejantes. Su vida, su ejemplo y su magnificencia fueron de tal envergadura que a todos nos parece inconcebible su ausencia. No le faltaron preocupaciones o contrariedades pero jamás fueron obstáculo para auxiliar, desde el amor y caridad cristianas, a sus seres queridos. Doy fe de ello.

Le debo mucho; tanto que únicamente Dios podrá saldarle semejante deuda en mi nombre. Por deberle, le debo hasta mi pasión por el mar pues, desde bien chico y gracias a su hospitalidad, aprendí a disfrutarlo y a amarlo. De lunes a sábado Villananitos y al Mojón por los domingos, tras unos buenos churros como mandaba Dios y agradecía el hombre. Al Mar Mayor, decíamos, alegres y esperanzados por ver el mar abierto, de aguas frescas y espumosas. Los caminos eran de arena y alguna vez las ruedas encallaban en sus dunas, aunque siempre acudían samaritanos para librar al carro de esas trampas para invasores. Y así, entre arenales y barrones, las olas aguardaban nuestras risas y brincos.  Arena fina, muy fina; tanto que la guardábamos para chalorar los fogones de acero.

Mis padres, juntos a mis tíos, reían y hablaban y estaban vivos, muy vivos, milagrosamente vivos, maravillosamente vivos. Ingenuo de mí que creí infinita aquella felicidad que ahora reposa tras el alabastro. Yo jugaba con mis hermanos y primos de sangre, también del alma. A la vuelta, la mejor paella del mundo, la de mi tío Ignacio ‘el Pitiso’ que bien temprano aviaba el mejor género en San Pedro. Con el paso del tiempo y la regencia de otras circunstancias, cambié de arena y también de aguas. Aguas de Cabo de Palos, La Manga, Puntas de Calnegre, Mil Palmeras, Campoamor o La Torre de la Horadada. Podría estar en cualquier lugar de éstos y mis recuerdos serían igual de intensos y reales pero aquí, en Lo Pagán, comenzó todo. Percibo la sal de las lágrimas en mi boca. Toda esa felicidad, pletórica y descarada, se fue poco a poco, con disimulo, como evitando herir antes de tiempo. Pero marchó, dejando un vacío que sólo la añoranza dulcifica a ratos. Tal vez, sólo tal vez, quiso ÉL liberarla del peso de tantas aflicciones. No lo sé en realidad pues los caminos del Señor son tan inescrutables como un arcano su llamada. Fue feliz, muy feliz e hizo muy felices a los demás. Hizo cuanto tuvo que hacer y estuvo donde tuvo que estar. En todo momento y en toda circunstancia. Sostuvo el peso de la Cruz y, por tanto, conoció el verdadero rostro de Jesús. Le imagino sonriente rodeada de mis padres, de su madre y abuela mía, María ‘la de Félix’, y junto a su padre del que, por ser tan niña cuando él partió, no debía albergar si un solo recuerdo. Junto a su tío Manolo y su segunda madre, ‘la tía Nena’, a quien siendo muy joven sanó sus llagas y restañó sus heridas. Sé que estará bien y que desde el cielo cuidará de todos nosotros. Aquí abajo, donde a cada instante las dudas se baten en duelo con la esperanza, debemos llorarla hasta que el alma quede deshidratada. E inmediatamente después habremos de dar gracias a Dios por haber bendecido nuestras vidas con Carmen.

He intentado imaginar mi vida sin su presencia y no he podido. De ninguna manera. El más primitivo recuerdo de mi mente es para ella. El día de su boda, en la calle Esparteros. No hubo onomástica o cumpleaños que sucumbieran a su olvido. Su casa siempre estuvo abierta para mí; para todos. Jamás escatimó un regalo ni un detalle ni una llamada ni una sonrisa.  Su vida, truncada a destiempo, fue plena y la abundancia de su amor a todos nos alcanzó.

Tata. Entiendo que al mar amaras porque mar eras. Infinita como su horizonte. Limpia como su cielo. Bendita como sus olas. Pura como su brisa y cariñosa como su arena.

Un día de éstos, como todos, seré llamado. Sisaré estos versos al poeta porque así habría de ser:

“Junto al mar”

Si muero, que me pongan desnudo,
desnudo junto al mar.
Serán las aguas grises mi escudo
y no habrá que luchar.

Si muero que me dejen a solas.
El mar es mi jardín.
No puede, quien amaba las olas,
desear otro fin.

Oiré la melodía del viento,
la misteriosa voz.
Será por fin vencido el momento
que siega como hoz.

Que siega pesadumbres. Y cuando
la noche empiece a arder,
Soñando, sollozando, cantando,
yo volveré a nacer.

(José Hierro.)

Mientras tanto, tata, tú, que ya descansas en el cielo, muéstranos tu vuelo y purifica nuestras alas.