Emotiva carta de Reyes Magos, por María Parra

Queridos Reyes Magos:

Os escribo para expresaros mi enorme agradecimiento por haberme concedido ese tan ansiado deseo que os pedí en mi carta, regresar a Cieza, mi pueblo, este Día de Reyes de 2020 tras haber estado tantos años ausente.

Cieza está tan cambiada. Atrás quedó aquel pueblo de mi infancia en el que las calles eran pedregosas y las viviendas con su más o menos opulencia denotaban la clase a la que pertenecían sus dueños. Pasados los años, aquí me encuentro, en mi deseada Cieza, contemplando todo lo que hay a mi alrededor desde esta Esquina del Convento. El recuerdo me lleva a escuchar el ruido de los carros polvorientos, que se dirigían a Madrid por aquel entonces cargados de mercancías para su venta. Por aquí, iban llegando desde el Camino de Murcia hasta la Plaza de los Carros a través de la calle Mesones, para ser asistidos los caballos por algunos de los herreros o simplemente para saciarse en el abrevadero, una vez allí. Cuando los viajeros se apeaban solían encontrarse con el ajetreo de una plaza muy concurrida en la que las gallinas revoloteaban a sus anchas buscando algo que picar del suelo y donde las ancianas hilaban esparto con gran destreza sentadas en las puertas de sus casas, siempre al acecho de los forasteros, que se alojaban en algunas de las posadas, o de los comerciantes y mercaderes que por allí acudían para hacer sus tratos.

Es realmente sorprendente, jamás habría pensado que mi memoria estaba intacta. Si sigo mirando a mi alrededor me vienen a la garganta las carcajadas que me provocaba jugar con mis amigos de entonces a correr tras una rueda empujada por un palo o a arrastrar una ristra de latas viejas con las que hacer mucho ruido a lo largo de aquel primer Paseo que tanto se caracterizaba por su abundante vegetación, invitando así al disfrute de los sentidos y al escondite de las parejas de enamorados acompañados por el cómplice trino de los pájaros. Recuerdo con claridad que junto al Paseo se encontraba ese ensanche del solar de doña Adela, donde todos íbamos a jugar al fútbol y donde colocaban el recinto ferial en las esperadas Fiestas de San Bartolomé, anunciadas por el Tío de la Pita, época en la que había una variada programación de espectáculos artísticos y cinematográficos en los cines y teatros Delicias, Gran Vía, Borrás y Galindo.

Y como si una voz lejana me pidiera que cambiara de rumbo para alejarme de allí, abandono la Esquina del Convento, y me adentro en la calle Hontana, hasta lo que fue el antiguo Hospicio de la Purísima Concepción. Impresionado contemplo desde lo alto de la Plaza de la Erica del Hospicio la belleza de la huerta ahora impregnada de colores ocres. Y llevado por la emoción que me embarga el reencuentro con mis raíces, cierro los ojos llenando lentamente mis pulmones con una bocanada de aire cargada con los sabores de los futuros frutos de sus cultivos y lo mantengo dentro, por miedo a volver a perderlo. Levanto la cabeza y cuando abro los ojos, testigos de tantas otras bellezas, allí está mi añorada Atalaya, la que tantas veces he deseado recorrer estando en la distancia. Allí sigue, igual de imperiosa y bella, aunque ha envejecido tanto como yo, pues a los dos nos ha marcado el paso del tiempo. ¡Querida Atalaya, cuánto te he echado de menos! ¡Por fin, estoy en casa!

Esta es la impresión que se tiene cuando se vuelve al pueblo después de tantos años de ausencia, de vivir lejos del lugar donde uno ha nacido, ha aprendido las primeras letras, ha jugado a la pelota con sus amigos, se ha enamorado por primera vez.

Parece que fue ayer y, al mismo tiempo, parece que han pasado siglos desde esa noche de invierno del Día de Reyes en la que me subí decidido al tren correo que pasaba por Cieza en una estación casi desierta, que apenas dejaba respirar al ser golpeado el rostro por un fuerte viento, para buscarme una vida nueva y poder labrarme un porvenir diferente al que me esperaba aquí trabajando en los mazos del esparto, en ese trabajo tan duro del que yo huía.

Con solo unos pocos ahorros en el bolsillo, con la ropa justa en la maleta, así me despedí de mis padres en la estación aquella lejana noche de invierno. Todos teníamos lágrimas en los ojos, pero yo me mantenía firme con la promesa de que iba a ser capaz de conquistar nuevos horizontes que hicieran que no me arrepintiera nunca de esa atrevida y arriesgada decisión tomada con tan solo veinte años.

Y la verdad es que creo que la fortuna siempre me ha acompañado pues, aunque ha habido épocas en que he estado a punto de volver cansado y derrotado, he recorrido medio mundo en este tiempo y no me han ido mal los negocios, lo que me ha permitido por fin volver a Cieza para acabar en mi pueblo mis últimos días de una manera digna. Y es que, por mucho que se viaje y se conozcan tierras y gentes apasionantes, al final la voz de la tierra, el imán de las raíces atrae y seduce y es tan fácil resistirse a su fuerza. Ya lo decía el poema que aún recuerdo que nos leía el maestro en la escuela:

Quisiera ser árbol mejor que ser ave,
quisiera ser leño mejor que ser humo;
y al viaje que cansa
prefiero el terruño..

Es verdad que he tenido vivencias apasionantes que nunca hubiera imaginado, pero al final, cuando ya la vida va llegando a su ocaso, la imponente Atalaya y el río Segura te gritan a voces que vuelvas a donde diste tus primeros pasos. Y con esa llamada se agolpan los recuerdos y los nombres y los rostros de tanta gente que aquí dejé en un tiempo ya lejano.

Poco a poco me voy emborrachando en este Día de Reyes con los paisajes que he estado tantos años sin ver, los fotografío lentamente, aunque nunca se han borrado de mi memoria y de mi corazón. He bajado hasta el río, para sentarme en su orilla y oír el lento fluir de sus aguas. ¡Cuántos buenos ratos me vienen a la memoria! Baños en el insufrible verano, juegos, travesuras…el río es fuente de sugerencias y de sentimientos que me hacen regresar a un lejano, pero feliz pasado. Es verdad que mis padres hace tiempo que se fueron, o que algunos de esos amigos con los que tanto disfruté ya no están, pero afortunadamente aún me quedan algunos con los que ahora destripo recuerdos sentado en algún banco del Paseo.

Atentamente,

Manuel Soler Bell.

Pd: Majestades, a partir de ahora y en lo que me quede de vida os recibiré siempre aquí, en Cieza, mi pueblo.

 

 

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