El vagabundo
Irene Ríos Salmerón (IES Los Albares)-3º Premio de la Categoría 1 (de 1º a 3º de ESO)
“El olvido está tan lleno de memoria…” (Mario Benedetti).
El chico iba andando, sin saber muy bien a dónde. En realidad, nunca lo había sabido. Nunca había sabido quién era, ni cómo se llamaba, ni quién era su familia… nada. Bueno, igual sí lo sabía, pero de momento no recordaba su pasado ni sus orígenes, era como si le hubieran borrado la memoria.
Lo último que recordaba era haber despertado dentro de un contenedor, aturdido y con dolor de cabeza. Desde ese momento había estado caminando por las avenidas, cual vagabundo, sin salir de la ciudad, pues tenía el presentimiento de que, en algún momento, él había sido feliz en aquel lugar, que fue querido por su familia y que tuvo una casa donde vivir. Hoy se había levantado diferente. Estaba dispuesto a averiguar quién era y cómo había llegado a ese contenedor hace ocho años. Así que se dirigió hacia allá y continuó andando calle abajo.
No muy lejos de allí, una chica rubia con ojos verdes leía un libro tranquilamente, aunque realmente no estaba tan tranquila. Las sombras del pasado le nublaban la mente. Un día como ese, hacía ocho años, habían encontrado muerta a su madre en el desván de casa. Ese mismo día su hermano huyó, después de, supuestamente, hacer algo horrible, cosa que su mente aún no podía ni quería asimilar.
Laura era huérfana, ya que su padre había muerto de cáncer cuando ella era una niña. Había heredado una buena fortuna, por lo que tenía un nivel de vida bastante acomodado. Vivía con su pareja en la casa de sus padres, que ahora era suya. A ambos no les faltaba de nada, pero ella no era feliz y teniendo en cuenta su situación, era comprensible.
De repente, fue como si esas sombras que nublaban su mente salieran de ella y se plantaran enfrente. Por la otra acera pasaba un chico vagabundo, con aspecto enfermizo y muy delgado, que deambulaba con una triste mirada. ¿Lo conocía? Claro que lo conocía, y muy bien. Empezó a sudar y a marearse, pero había aprendido que debía mantener la calma en todo momento, así que se acercó a hablar con él.
—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó con un hilo de voz.
—¿Me conoces? —dijo él.
—Claro…
—¡De veras! ¡Qué alegría! Necesito saber quién soy.
—¿No sabes quién eres?
—No, ¿acaso debería?…
Laura respiró aliviada.
—No, créeme, es mejor así —continuó la chica—. ¿No me estarás engañando?
—¡No! ¡Estoy diciendo la verdad! No recuerdo nada, aunque algo me dice que tú sí que sabes mucho, más de lo que te gustaría, ¿no?… —.
La miró fijamente a los ojos y ella sintió un escalofrío. La joven suspiró. Lo conocía muy bien y sabía que no estaba mintiendo, y que, fuera como fuese, no recordaba nada. Lo miró otra vez y en su afán por protegerlo pensó que no podía permitir que nadie lo viera.
Visto su mal estado y teniendo en cuenta su diabetes, le ofreció entrar a casa a comer algo, y el chico que estaba hambriento no se pudo negar. Al entrar, sintió una sensación de calidez; parecía como si esa fuera la casa que él siempre imaginaba, el hogar donde fue feliz. Unos minutos después llegó la pareja de la chica que en cuanto lo vio empezó a gritar.
—¡Laura! ¿Qué hace aquí tu hermano? ¡Estaba muerto! —.
Hizo una pausa y miró a su novia, buscando explicaciones, pero ella se puso a llorar.
—¡Está vivo! ¡Tranquilo! ¡No recuerda nada, te lo juro! —dijo sollozando.
—Bueeeeno —dijo abrazándola—. No llores. Lo más prudente ahora es que llamemos a la policía, me da igual que no se acuerde de nada, quién sabe si de repente recupera la memoria y vuelve a hacer lo mismo que hizo. Sé que lo quieres mucho, pero no olvides que es un… —terminó la frase diciéndosela al oído.
—No se acuerda de nada, Mario —continuó Laura—. En estas condiciones es inofensivo. Además, sabes que nunca me he creído eso que dices que hizo, lo conozco tanto que me resulta increíble…
—¿Se puede saber qué es lo que hice? —interrumpió el chico—. ¿Y por qué dices que soy inofensivo?
—Ahora mismo, sí —dijo Laura tajantemente.
— Vale…, hermana. —.
Y al oír esa palabra, ella rompió a llorar otra vez.
—Oye, ¿podéis decirme de una vez por todas quién soy y por qué creíais que estaba muerto? Por lo menos decidme cómo me llamo, necesito saberlo…
—Eres Pablo —dijo su hermana secándose las lágrimas—. Es lo único que te puedo decir. No creo que quieras saber el resto.
— ¿Y nuestros padres? ¿Quién los mató? —.
Era muy astuto y sabía por dónde iba la cosa.
—¿Qué? ¡Oh! Nadie… el cáncer, maldita enfermedad. Pablo miró a su cuñado y vio que llevaba al cuello un curioso amuleto que le resultaba familiar.
—¿Qué es eso? —dijo señalándolo.
—Hummm… Nada, nada.
Estaba anocheciendo, y viendo que se encontraba un tanto alterado, ofrecieron a Pablo acostarse en la habitación de invitados, pero el chico apenas descansó. A pesar de estar durmiendo en una cama en condiciones después de ocho años, no podía dormir. Tenía una idea en mente: investigar lo ocurrido. Deambuló por la casa y subió por las escaleras. Al llegar al desván su corazón se aceleró. Empezó a buscar en los baúles y cajas que había, y encontró unos periódicos antiguos cuyas portadas tenían todas el mismo titular: “Carla Hernández, asesinada por su hijo” o “Asesinato en la casa de los Hernández”… ¿Los Hernández? ¿Acaso eran su familia? Su mente procesaba a mil por hora, y finalmente ató cabos. Pero no se lo creía. ¿Él era el asesino? ¿Había matado a su madre? ¿Era eso lo que su hermana no le quería contar? Muchas preguntas rondaban por su cabeza en busca de respuesta.
Desesperado y desorientado, se sentó en el suelo y abrió otra caja llena de fotos. En una de aquellas fotos salía él. Se reconocía perfectamente, aunque fuese sólo un niño. Estaba junto a sus padres y su hermana. De repente, su vista se desvió al amuleto que llevaba su madre al cuello. Se le heló la sangre. Era el mismo que llevaba Mario. Siguió buscando ansioso en esa caja. Necesitaba respuestas, pero seguir buscando le supuso más dudas, sobre todo cuando encontró algo escalofriante: una pistola. La cogió asustado y decidió salir de allí, pero cuando se giró se topó con su cuñado, que lo miraba con rostro serio. Mario le quitó la pistola y apuntó hacia él. En ese instante, al verlo con el arma en la mano, todos los recuerdos volvieron de golpe. Ya sabía quién había asesinado a su madre…
Ocho años antes, en una noche de invierno muy fría, Mario subió al desván. Iba armado con una pistola. Lo había decidido, era el momento de acabar con la madre de Laura. No sabía a quién iba a culpar, y tampoco es que tuviera un buen plan, pero no podía esperar. Tenía que aprovechar que había subido al desván y matarla allí, para que nadie lo viera. Su único objetivo era el dinero. Los Hernández tenían mucho y, si todo iba bien, al ser pareja de Laura, iban a heredarlo todo, pues también buscaría la manera de matar a Pablo. Sabía que de esa forma su novia no volvería a ser feliz, pero no le importaba, de hecho, estaba con ella solo por dinero. Siempre le había atraído la riqueza y haría lo que fuese necesario, incluso matar.
Entró al desván y lo vio claro. La madre de Laura estaba de espaldas y no lo había escuchado entrar. Le disparó sin pensar y lanzó al fondo del desván el arma. Así de rápido acabó con la vida de Carla Hernández, pero no estaba solo. Pablo lo había visto llegar y se había escondido detrás de unas cajas que había en la escalera, con tan mala suerte de que resbaló y cayó desde gran altura quedando inconsciente en el suelo. De modo que aprovechando la ocasión decidió también matarlo con sus propias manos, dándole tal golpe en la cabeza que supuso que nunca más iba a despertar. Lo metió en una bolsa de basura y lo llevó al contenedor más lejano. Su plan había funcionado.
Laura estaba de viaje y llegaría por la mañana. Lo quería tanto que seguro que creería su versión de los hechos: le diría que su hermano había matado a su madre y que lo había visto huir por la ventana. Así fue. Laura se lo creyó todo y a Pablo lo dieron por muerto dado que había huido sin su medicación, por lo que no sobreviviría mucho tiempo. Pero sobrevivió…
Lo que nunca sabremos es qué pasó con él cuando Mario le apuntó con la pistola, pues ambos desaparecieron sin dejar rastro. Lo que sí conocemos es qué pasó con Laura: los buscó por todas partes sin descanso, durante años, buscando respuestas, intentando comprenderlo todo. ¿Por qué habían desaparecido? ¿Por qué la habían dejado sola? La amargura la obligó a encerrarse en casa, a no salir a la calle nunca más, a morir de pena. Pero tú, que todavía estás en este mundo, que paseas por la calle tranquilamente, ¿quién sabe?… Igual la próxima vez que veas a un vagabundo, te topes con Mario o con Pablo…