El tren que no se para, según María Bernal

El tren que no se para

¿Alguna vez nos hemos parado a pensar qué sucedería si en cuestión de minutos muriéramos? Es un significativo ejercicio de reflexión que nunca hacemos, a pesar de que cuando ocurre una desgracia, abusamos del lamento continuo para reiterar que hay que darle valor a lo que ciertamente lo tiene, y que a partir de ese momento, lo vamos a hacer.

Sí, es en ese trance cuando nos proponemos darle importancia a los detalles francos, como pueden ser tomar una copa con unos amigos, reírnos de los miles defectos que tenemos, soplar las velas de la tarta en familia, sin pensar en nada más, teletransportándonos a una dimensión donde solo tiene cabida la felicidad, breve, pero intensa. Porque son estos gestos los que disparan nuestros niveles de dopamina, la hormona de la felicidad, tan necesaria para comprender que la vida sí vale la pena.

Pero una y otra vez, y muy lejos de la realidad que nos proponemos, seguimos siendo las mismas personas de siempre; muchos  propósitos para escasos cumplimientos. Seguimos siendo esas personas que no pensamos que, en cuestión de segundos, la vida nos hace girar 180 grados para no volver a ser los mismos nunca más. Y ante esto, ¿qué único remedio tenemos? Pensar y aprovechar, dejando de lado todo lo que resulte secundario. Porque cuando morimos, los pájaros se quedan cantando y las campanas de las doce siguen tocando, como en los versos de El viaje definitivo de Juan Ramón Jiménez.

Vivimos en una espiral de anticipar constantemente todos nuestros propósitos, ansiamos rápidamente que nuestros planes se cumplan, y no hemos terminado de culminar uno de ellos, cuando ya estamos pensando en el próximo, permitiéndole al placer del momento desvanecerse incansablemente.

Vivimos sumamente cohibidos, a golpe de compromisos, coaccionados por cómo les sentará a los demás cualquier acto que realicemos, ya que tenemos como asignatura pendiente decir no, sin que nadie se incomode, también tenemos suspenso atrevernos a actuar sin pensar en lo que puedan juzgar los demás, porque si una cuestión hay que tener clara esa es la de que nadie nos puede levantar los pies del suelo, por muy cargados de razones se crean.

Y en ese afán de querer cumplir las expectativas de todos los de nuestro entorno, ante esa humillación llena de recriminación a la que son sometidas muchas personas porque nunca hacen las cosas adecuadamente (que más bien sería que nunca le bailan el agua a los demás, y eso jode) se nos escapa la vida, como ese tren que no para en ninguna estación para recogernos, porque nos advirtió en la salida que partía para no volver jamás. Y aunque nos dio un bocinazo de aviso para que subiéramos, hicimos caso omiso y creímos que en alguna estación tendría que volver a parar, ya que aprovechar el momento todavía queda lejos de nuestros planes.

Y en ese creer que tarde o temprano todo sucederá se nos escapa la vida y ese “cuan presto se va el placer” de las coplas manriqueñas cobra un sentido irreparable, porque la fugacidad de la vida sigue siendo la misma ahora, que hace seiscientos años.

Pero nosotros no sabemos aprovechar el momento; en nuestra mente se multiplican esos sueños que queremos cumplir y a los que sin darnos cuenta les cerramos las puertas por nuestra zozobra ante la vida. Y es que está claro que la impaciencia, soberana de nuestro día a día, nos condena irremediablemente a ser infelices, ya que no somos capaces de aprovechar un instante.

Repetimos por activa y por pasiva que lo importante es el momento pero, ¿lo aprovechamos? No. Nuestra conciencia se satura con las mil obligaciones de las que nos responsabilizamos o pretenden responsabilizarnos, aunque no nos correspondan. Queremos abarcar mucho y, al final, disfrutamos poco.

Siempre estará el mañana, un pensamiento inequívoco que nos consuela sin darnos garantías de que algo ocurrirá ya que, ¿qué sucedería si en cuestión de minutos muriéramos? Pues que la vida seguiría su curso y que, como nos transmitía Juan Ramón Jiménez en sus versos, “el pueblo se hará nuevo cada año”, un pueblo en el que quedarán nuestros propósitos, nuestros miedos e inseguridades, nuestra impaciencia y sobre todo, las oportunidades que una vez que hayamos muerto, ya no podremos aprovechar.

 

 

 

Escribir un comentario