El silencio de los corderos, por José Antonio Vergara Parra

El silencio de los corderos

Superados con holgura los cincuenta, he visto y oído lo suficiente para opinar, con aceptable aproximación, sobre cuestiones no precisamente menores. La teoría precisa de la generalización y, en consecuencia, conviene asumir un cierto margen de iniquidad. Lo he asumido otras veces y lo asumiré de nuevo.

Verán. Me preocupa, y mucho, el cariz de los acontecimientos. Desde hace demasiados años, los gobiernos centrales y autonómicos, de distinto color y condición, llevan mareando la perdiz y evitando la resolución de nuestros verdaderos problemas. Mas las contrariedades, cuando no se tratan, se enquistan y agravan.

España tiene severas dificultades que atender y otros tantos retos que encarar. Salvo contadísimas excepciones, los partidos políticos han dejado de ser instrumentos necesarios y útiles para la democracia. En realidad, se han convertido en maquinarias de poder y propaganda, donde los intereses de sus afiliados, patrocinadores y adeptos priman sobre el interés general de los españoles. Atienden lo trivial pero no lo urgente; abordan lo ventajoso pero no lo inaplazable. Bastó una tirita donde debió haber terapia de choque y hubo populismo mas no responsabilidad.

La política está cautiva de la estadística y en toda decisión, por pequeña que sea, se ponderan las incidencias y consecuencias. En este estado de cosas, los sindicatos más representativos, las organizaciones empresariales, los más decisivos grupos de opinión, el funcionariado y otros colectivos ruidosos perfectamente prescindibles, marcan la agenda política.

Pero se equivocan de raíz. Por encima de cualquier otra consideración, España es el resultado del trabajo callado de millones de españoles mansos y justos que, cuán astados nobles, soportan castigos y humillaciones hasta límites poco recomendables.

Muchos quieren trabajar y no pueden pero a otros muchos les sale más rentable holgazanear que laborar. Eso de leche para todo el mundo está bien pero las ubres, por hartazgo y sobreexplotación, amenazan sequía. Como si de una concertación se tratara, quienes en verdad sostienen al país están siendo atacados por tierra, mar y aire. Conozco, de primerísima mano, las ocupaciones y preocupaciones de agricultores, autónomos, pequeños y medianos empresarios, por pagar las nóminas con regularidad, cumplir con el fisco y la seguridad social, saldar las cuentas con sus proveedores y atender a sus clientes.

Nuestros agricultores pagan el agua a precio de oro y soportan, airados y tal vez rendidos, cómo la especulación les roba su legítimo beneficio. Ningún presidente ha tenido el coraje suficiente para hacer del agua una auténtica política de Estado y un asunto de máxima urgencia nacional. Y ningún presidente ha tenido el valor de intervenir en el mercado para que la justicia y la equidad desplacen a esa insaciable mano invisible que, por otro lado, es plenamente visible.

Los parlamentos legislan sin ton ni son porque desconocen la realidad que pretender gestionar. Antes no lo sabía pero ahora lo sé. Es imprescindible ser monaguillo antes que fraile y pinche antes que cocinero; quizás, las más importantes reseñas del curriculum de un político.

Verbigracia. Las inspecciones de toda índole y naturaleza presionan en el cuello de los emprendedores con una recurrencia y virulencia desconocidas hasta ahora. Legislaciones de riesgos laborales y protección de datos que obligan a contratar servicios externos para que otros rentabilicen el sudor ajeno. Nuestros parlamentarios parecen hiperventilar pues legislan como posesos. Y esta caótica y desmedida legislación lleva por el camino de la amargura, cuando no de la confusión, a árbitros y jugadores.

Las leyes deben ser pocas, sensatas, claras y justas. El emprendedor ha de sentirse premiado y los tímidos laborales y parásitos perseguidos. El trabajo, el esfuerzo y la creación deben ser recompensados. No es posible, no es admisible que una vida subvencionada sea más rentable que una dilatada y recia trayectoria laboral.

El dinero público es sagrado y se dilapida con una facilidad e indolencia intolerables. La corrupción sistémica e institucionalizada cuesta miles de millones de euros. Los reinos de taifas, para vanagloria y mejor fortuna electoral de los respectivos príncipes, han costeado obras faraónicas e inservibles para vergüenza de todos. Añadamos el populismo y las medidas electoralistas en las que no se pondera la eficacia ni su sostenibilidad. El que venga detrás, que arree, deberán pensar.

Si nos ahorrásemos los cientos de miles de millones de euros que cuesta la corrupción, el dispendio y la irresponsabilidad, quizá nuestros agricultores, autónomos y empresarios podrían respirar con mayor holgura. Y, quizá, las personas desvalidas y necesitadas gozarían de más y mejores ayudas.

Que ningún meapilas saque erróneas conclusiones. Todos, todos, absolutamente todos hemos de remar al unísono; todos, todos, absolutamente todos hemos de pagar impuestos justos y progresivos y todos, todos, absolutamente todos hemos de ser solidarios y honrados. El dinero distraído, malgastado o regalado es el dinero de la educación de nuestros hijos, de la sanidad, de nuestras pensiones y de los más necesitados.

Señoras y señores del fisco y de la seguridad social; agentes del orden público; inspectores laborales y demás centinelas. Centren ustedes el tiro en quienes se aprovechan del sistema y nada aportan al mismo; persigan a los tramposos y a los corruptos; neutralicen la especulación y la codicia; multen a quienes derrapan, o carecen de seguro e incluso de carné, pero dejen tranquilos a los currantes porque, entre numerosas y contundentes razones, son quienes pagan sus sueldos.

Avisados quedan. No hay lobo más feroz que un cordero maltratado ni mayor clamor que el silencio traicionado.

 

 

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