El séptimo arte, por Diego J. García Molina

Una del oeste

Soy un gran aficionado al séptimo arte y cada vez que puedo me gusta ir al cine a ver alguna película que merezca la pena. No siempre se da el caso, y hay ocasiones en que la cartelera es tan pobre que no apetece ir ni a un precio casi regalado, como en la última fiesta del cine; las producciones de Hollywood no se prodigan demasiado en calidad y el cine español, perdónenme la impertinencia, no es precisamente de mi preferencia, salvo honrosas excepciones, sigue anclado en los mismos tópicos y complejos de las décadas anteriores.

Al mismo tiempo que ha menguado la calidad cinematográfica ha aumentado la inversión, tanto en medios como en actores, en series para televisión, aunque hoy día también para plataformas de contenidos audiovisuales; el futuro está aquí. Lo cierto es que son verdaderas obras de arte en algunos casos, las cuales nos tienen en vilo durante años con unos guiones, reparto y efectos especiales que ya quisieran para sí algunas superproducciones distribuidas en las salas de cine. No hay duda de que es la moda actual y hay plataformas exclusivas para visionado de series.

Acabo de terminar de ver la segunda temporada de Westworld, una serie que cuenta entre sus protagonistas nada menos que con sir Anthony Hopkins y Ed Harris. Me ha sorprendido agradablemente. La verdad que esperaba otra cosa, pero la exposición de la trama y la idea que trasciende es ciertamente atractiva; no voy a abundar mucho en el argumento de la serie para no arruinar la experiencia. Se trata de un futuro cercano, quizá más cercano de lo que pensamos, dónde una empresa ha construido un gigantesco parque de atracciones ambientado en el lejano oeste idealizado por Hollywood en multitud de películas, las cuales han dado lugar incluso a un género propio, el western.

Los, digamos, trabajadores del parque no son otra cosa que réplicas biónicas de seres humanos con un papel asignado (sheriffs, vaqueros, indios, soldados, prostitutas…) y una inteligencia artificial hiperdesarrollada, aunque siempre bajo control de sus creadores. Hasta que empiezan a tomar conciencia de sí mismos, idea que no es nueva, y se inspira claramente en otras películas de ficción anteriores, como 2001 odisea del espacio (1968) o Blade runner (1982). Por cierto, las fechas en las que están ambientadas ambas películas ya han sido alcanzadas, y la verdad es que ni Philip K. Dick ni Arthur C. Clark, respectivamente, imaginaron el desarrollo que tendría la sociedad a estas alturas. Es cierto que no tenemos coches voladores ni viajes interplanetarios, sin embargo, es inimaginable para aquellos visionarios el grado actual tecnológico en comunicaciones, dispositivos electrónicos, miniaturización, etc.

Lo que más me maravilla de esta serie Westworld es la forma sutil como sugiere el debate sobre la propia humanidad. ¿Qué es lo que nos hace humanos? Evidentemente no es nuestro aspecto o inteligencia sino nuestra capacidad para sentir, amar, pensar, emocionarnos, etc. Pero, ¿qué sucede cuando estas inteligencias «creadas» también son capaces de tener sentimientos? ¿Qué les diferencia de nosotros? ¿Es un crimen acabar con una «vida» de estos seres? El trasfondo filosófico es innegable, es algo que preocupa a la humanidad desde la filosofía presocrática. El alma inmortal de Platón poco después. Prácticamente en todas las épocas los más destacados filósofos han tocado este tema. ¿Quiénes (o qué) somos? ¿De dónde venimos (quién nos creó)? ¿Es posible alcanzar la inmortalidad de la mente en un cuerpo biónico? Todas estas preguntas subyacen del análisis de esta interesante serie, muy recomendable no perdérsela.

 

 

 

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