El “realismo mágico” de Manuel Gutiérrez Aragón

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Javier Mateo Hidalgo

En España, durante dos décadas aproximadamente (entre los años 40 y 60, aproximadamente del pasado siglo), la cultura cinematográfica experimentó un plácido sueño. Es lo que podría conocerse como el “síndrome de la Bella Durmiente”. La cinematografía se mostraba viva, aunque inconsciente en su razón. Apenas había espíritu crítico y, de haberlo, quedaba mutilado o atravesaba la frontera de lo permitido mediante una especie de milagro o de sortilegio. Algunos cineastas se habían convertido en auténticas células durmientes (fingían dormir pero no lo hacían), tramando historias en la clandestinidad. Fue entonces cuando surgió un interesante cine metafórico, plagado de simbología, que algunos autores como Carlos Saura llevaron a cabo con excelentes resultados. Se trataba de una poética acerada, no carente del reflejo de una época, de una sociedad conflictiva. Auténticas historias dramáticas que parecían suceder en un espacio fabuloso, aunque con claras coordenadas geográficas e históricas.

En este sentido, cabe decir que muchos de estos cineastas desempeñaron su labor intelectual más allá de la pantalla, demostrando una inquietud para la creación verdaderamente polifacética. Si bien destacaron autores como Manuel Summers o Miguel Gila que exportaron ese lenguaje crítico al mundo gráfico (concretamente el de las revistas satíricas de la época como Hermano Lobo) y también hubo quien realizó el camino inverso (Chummy Chúmez o Forges empezaron como dibujantes y terminaron realizando incursiones en el cine e incluso en la literatura), la mayoría de ellos escogió la escritura como forma de dar salida a sus universos e inquietudes personales y creativas. No debe resultar extraño, pues todo guionista es un escritor potencial, aunque es cierto que pocos se prodigan en la escritura más allá del lenguaje técnico de los guiones. No en vano, serán los casos de autores como Mario Camus, José Luis Borau o Manuel Gutiérrez Aragón. Estos dos últimos formaron un interesante tándem: si bien el primero no fue un cineasta especialmente prolífico, sí tuvo una importante labor como productor con El imán y como impulsor de las carreras de otros, como la de Gutiérrez Aragón. Entre ellos rápidamente surgió una amistad que derivó en colaboraciones profesionales fundamentales en la historia del cine español. Será el caso del film Furtivos (1975), ejemplo perfecto de la construcción de un cierto “realismo mágico” no exento -como decimos- de dureza, pero que marca un antes y un después en la producción de esos años e inaugura un interesante nuevo cine.

Algo debe de suceder con los creadores nacidos en Aragón, pues desde Chomón a Buñuel y pasando por Borau, se detecta una cierta necesidad de lo onírico y lo realista, dos realidades no tan separadas como puede parecer. Así lo dictaminó Buñuel, haciendo pasar primero una nube ante la luna y acto seguido una cuchilla por un ojo. Chomón alimenta los sueños para después devolvernos a la realidad, siempre caótica o catastrófica, con hoteles eléctricos que sufren cortocircuitos o casas encantadas que expulsan a sus intrusos sin ninguna contemplación. Borau, apoyado en el guión de Gutiérrez Aragón, nos introduce en un bosque como fábula de la España de posguerra, donde el cainismo y las relaciones endogámicas refieren a una cultura y sociedad atrofiadas por la represión del régimen franquista. Lola Gaos y Ovidi Montllor protagonizarán esta historia de una madre y un hijo inmersos en el letargo del sueño vivido en una fauna “mágica”. Gutiérrez Aragón, aún siendo solo aragonés en el apellido (es cántabro como Camus), pronto se introduce en este tipo de historias demostrando una mirada bien original por rompedora. Quien asiste a sus “fábulas” siempre se llevará un “souvenir” o impresión en su memoria. Sus relatos dejarán un poso en el alma y en la sensibilidad, como debe ser la función del cine, del buen cine.

Gutiérrez Aragón heredará la escritura de su primera vocación periodística, si bien nada más llegar a Madrid y al no poder ingresar en periodismo acabó derivando a la Escuela Oficial de Cinematografía. Algo “accidental” que le hizo sentir “polizón” pero donde pronto comenzó a sentir un “dulce veneno”. “Hacer películas es un tóxico, muy adictivo” confesó en una ocasión; y es que pronto este aprendiz de cineasta inició una ascendente y febril carrera cinematográfica, entrenándose primero con algunos cortos y debutando en el largometraje con Habla mudita (1973). Producida ni más ni menos que por Elías Querejeta, contó para su debut con José Luis López Vázquez y Kiti Manver. El primero realizará uno de sus mejores papeles dramáticos (sólo comparable a otros filmes como Peppermint Frappé, Mi querida señorita o El bosque del lobo). De nuevo, la naturaleza servirá como fondo (la de los paisajes cántabros) para esta nueva historia, protagonizada por Don Ramiro, quien conocerá a una joven muda (un difícil papel para Manver, que aborda de forma impresionante) de la que se encariñará y a la que tratará de enseñarle a hablar. Una historia sencilla y emotiva (aunque no carente de cierta oscuridad descrita en el analfabetismo y el carácter rural y primitivo de los habitantes del poblado), que mereció el Premio de la Crítica en el Festival de Berlín.

El éxito internacional llevó al cineasta a embarcarse en una nueva película, con algunas incursiones en el guión de por medio (la citada Furtivos, Las largas vacaciones del 36 de Jaime Camino -1976- o Las truchas de José Luis García Sánchez -1978-). Su segundo film, Camada negra (1973), se considera uno de los más pretendidamente políticos de su producción, pues narra la historia de un grupo clandestino de ideología fascista que no duda en llevar a cabo diferentes actos violentos con los que amedrentar a una sociedad que comenzaba a despertar tras el franquismo. Esta “familia” se encuentra dirigida por una mujer, madre de dos de estos chicos (interpretada soberbiamente por María Luisa Ponte, muy dada a los papeles de carácter o de fuerte personalidad). Una especie de Lola Gaos o “Saturna”, capaz de dominar no ya a un hijo sino a varios. El personaje principal, Tatín (hijo pequeño de esta madre), luchará por liberarse de esta opresión, buscando llegar a la edad adulta antes de tiempo a través de un dominio de tipo sexual, aunque sentirá la espada de Damocles maternal oscilar sobre su cabeza, la necesidad de ingresar en este grupo violento e incluso de ser el jefe (puesto desempeñado por su hermano mayor). El film impacta ya desde sus primeras imágenes en la Galería Juana Mordó, cuando este grupo irrumpe saboteando una exposición de cuadros del Equipo Crónica (echando pintura sobre los lienzos o rajándolos), para después prender fuego al local y agredir a su dueña. Acciones de este tipo se sucederían en el país (sin conocidas las de algunas editoriales, librerías o almacenes que fueron incendiados). También posee una gran iconicidad la imagen de Tatin, realizándose tres cortes en su mano para firmar con sangre el juramento al grupo, mano en alto, desde el balcón de la casa. La metáfora de “camada” se asociará a la del grupo de perros que se crían en la finca donde este grupo tiene su centro de operaciones, y bajo los cuales se encuentra un arsenal de armas con las que esta “familia” comete sus atentados. Producida y escrita en colaboración con Borau y José Luis García Sánchez, la idea argumental surgiría con Franco todavía en el poder, e irá ganando en atrevimiento en los últimos años del dictador.

De nuevo surgirá la idea de la España franquista como “un gran bosque” en la que (en este caso) quienes deben velar por el mantenimiento del régimen representan sus árboles y, bajo ellos, quienes han de ser controlados por la fuerza o el miedo.

Resulta llamativo cómo en la creación de ese “realismo mágico”, Aragón contará con la interesante presencia pictórica de Iván Zulueta (otro cineasta del clan polifacético), que realizará los carteles dibujados de muchas películas de esta etapa. Sus evocadoras composiciones figurativas, su color y su trazo, contribuirán a la invención de estos mundos reales aunque también soñados. Suyos serán los carteles de este film y de otros señeros de la filmografía de este cineasta, como Sonámbulos, El corazón del bosque, Maravillas, Demonios en el jardín o Feroz.

Junto a Camada negra, otros dos títulos cerrarán una trilogía de corte histórico, social y político: las mencionadas Sonámbulos (1978) y El corazón del bosque (1979). En el segundo, la naturaleza servirá en este caso como cobijo de los últimos “maquis”, guerrilleros clandestinos que esperan un tiempo que nunca llegará, aislados en sus propios recuerdos y ensoñaciones del pasado. Un film de plena poesía donde las imágenes pueden a las palabras, describiendo un fresco impresionista compuesto de niebla, lluvia y humedad.

Tal vez a estos tres filmes hubiera que añadir un cuarto, Demonios en el jardín (1982), por cuanto no deja de ser una radiografía de la España de la posguerra, contada a través de personajes y situaciones que pueden resultar, hasta cierto punto, de ficción. Y digo esto porque el personaje principal, el niño Juanito, será autorreferencial, testimonio de la infancia del cineasta que, entre los seis y los siete años, sufrió un brote tuberculoso; una larga convalecencia que le mantuvo en una cama “móvil”, pues la familia decidió sacarlo del dormitorio y situarlo en el salón. Ello le convertiría en “espectador privilegiado del mundo de los mayores”, como afirma Javier Ocaña en el análisis del film. El pasodoble Coplas de Juan Mostazo inunda aquel universo, cada vez más fantasioso, donde el propio niño también juega a interpretar para formar parte del mismo. El cine hace acto de presencia a través de los relatos de la familia, que narran al niño las películas vistas, pero sobre todo en la famosa escena de Anna (Alberto Lattuada, 1951), que el niño finalmente puede ver y que representa un auténtico mito erótico de la época. Resulta curioso que seis años después, Giuseppe Tornatore se valga de esta misma escena para su icónica Cinema Paradiso (1988). Gutiérrez Aragón la introduce al no poder proyectar la aún mayor famosa de Gilda (Charles Vidor, 1946) debido a los elevados costes de derechos de la película.

Especial mención merece la referida Maravillas (1980), con una joven y talentosa Cristina Marcos interpretando al personaje protagonista y un Fernando Fernán-Gómez en estado de gracia, interpretando al padre. Maravillas es una joven de 15 años que vive con su padre (un fotógrafo que se dedica a sustraer a su hija dinero para sus vicios) y que cuenta con unos padrinos judeo-sefarditas que la inician en algunas prácticas misteriosas (entre los que encontramos a Jorge Rigaud o León Klimovsky). La cinta posee una escena mágica, en el que la protagonista camina por el borde de la azotea de la casa, como hipnotizada, mientras se escucha la Procesión del Sardar de Mikhail Ippolitov-Ivanov. También resulta sobresaliente la fantasía en Feroz (1984), donde un joven asilvestrado es rescatado de la naturaleza por un psicólogo que trata de desentrañar su misteriosa identidad. En este sentido, puede recordarnos a la “mudita” de su primera película, por cuanto nos hace retornar a la fábula rousseauniana del “buen salvaje”, también (y tan bien) traída por Truffaut en su famosa película.

Con la serie televisiva El Quijote de Miguel De Cervantes (1992), Gutiérrez Aragón se adentra en el gran relato, la narrativa histórica y literaria de un gran clásico universal. Todo un reto, por todo lo que la obra implica en su carga simbólica. No obstante, contó con extraordinarios compañeros de viaje: Camilo José Cela en el guión, Lalo Schiffrin en la banda sonora y un elenco innumerable de actores y actrices representativos de la escena española del s. XX. Todos ellos precedidos por Fernando Rey (interpretando a Alonso Quijano) y Alfredo Landa (como Sancho Panza). La locura y la razón, el ideal romántico y el sentido común en un maridaje que influyó en sus carreras y dejó dos interpretaciones para la historia. La fotografía de Teo Escamilla contribuye a que lo realista y lo mágico vuelvan a unirse en esta sólida adaptación de un clásico admirado por personalidades tan dispares como Borges, Welles, Pabst o Nabokov. Diez años después, Gutiérrez Aragón cerró el círculo con El caballero Don Quijote (2002), donde Juan Luis Galiardo y Carlos Iglesias tomaron el relevo de Rey y Landa para encarnar en un tono épico y crepuscular el final del famoso caballero.

Sería imposible abarcar con una sola mirada el resto de títulos que este cineasta ha producido, aunque no sea excusa para no referirlos. Sirvan de ejemplo la enigmática historia de Visionarios, de 2001 (donde un grupo de fieles que dice haber visto a la virgen predice, durante la II República, una horrible guerra) o la exótica Una rosa de Francia (película de 2005 que parece sacada de otra época por su colorido, música y narrativa de aventuras). Su broche de oro lo puso en 2008 con Todos estamos invitados, donde realiza una valiente mirada crítica  a la situación del momento en el país vasco y las secuelas que ha ido dejando la banda terrorista ETA.

Manuel, o ‘Manolo’ (como le gusta que le llamen los amigos) continúa regalándonos hitos en su carrera, escogiendo en este caso el lenguaje literario para seguir tallando (con la paciencia y virtud del artesano) el perfil de su obra, de su imaginario. Con la novela Rodaje, publicada en Anagrama (2021), vuelve a caminar sobre su propia experiencia histórica y vital para retratarnos a un joven cineasta dispuesto a filmar su primera película en el Madrid berlanguiano de El verdugo. Además, el pasado diciembre fue padrino de Arantxa Aguirre en su acto de investidura como académica de Bellas Artes en San Fernando.

Quienes admiramos su trabajo esperamos el nuevo trabajo con el que nos obsequie con la misma ilusión con el que recibimos el primero.

 

 

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