El perigallo
La psicóloga me dice que no me quede atrapado en palabras interiores, como si fueran plantas de plástico, como si yo mismo fuese una planta de plástico, con moscas revoloteando en la escena sin hacer (yo) absolutamente nada. Que lo intente. Que no imagine, sino que haga. Que procure no llevar el cuchillo entre los dientes, aunque tema que las palabras no aparezcan dispuestas a lanzarse en paracaídas sobre el folio en blanco.
Me dice que no me refugie en la inteligencia artificial para buscar descripciones, pero que tampoco me preocupe si lo hago. De todo se aprende. Que expulse la sensación de fraude. Que no me martirice. Que, de vez en cuando, me detenga a pensar. Y, acto seguido, actúe.
—¿Pero cómo describo la escalera de madera que tiene un palo delante, que se empuja y se posa en la tierra? No doy con la tecla. A ver cómo se va a enterar un gallego.
La psicóloga me sorprende. Dice que visualice el perigallo con calma. Sin prisa. Que lo saque de entre las ramas de los árboles frutales y lo deje bien visible en el camino antes de que llegue el tractor.
Y yo, que creía, antes siquiera de que sucediera… Me quedé ahí, atrapado en mi murmullo interior, como un perro rabioso con muchas ganas de aplicarle cal viva a mi yo narrador.
Porque pensaba hablar de profesiones penosas y la jubilación anticipada. Pero se me cruzó la idea de mi incapacidad. La incapacidad para describir un objeto. Un perigallo.
Aquel hombre que tenía en mente estaba en las alturas de la espesa e indolente vida cotidiana. Abrumado, sin ser todavía del todo consciente de la bruma. Desde el penúltimo peldaño del perigallo, escuchó el eco de un pelotazo de dos millones de euros por la venta de unas mascarillas en plena pandemia.
Un señor que no era de aquí. Como todos los extranjeros que, según algunos, vienen a robar. A buscar pagas por el morro. A meterse en casas ajenas. A casarse para nacionalizarse. A buscar camorra. A cagar en los bonitos paseos de las ciudades, detrás de los bancos.
Veintinueve grados antes de la hora fijada, hace más de dos siglos, para el almuerzo. Los gorriones se habían ido ya buscando sombra, comentando entre ellos qué sería de los melocotones sin esas manos que vienen de afuera.
El pelotazo de dos millones de euros de un señor de aquí. Autóctono, de piel fina y blanca. Como si hubiera diferencia entre ser de aquí o de allá… Ya ves tú qué harías si, de la noche a la mañana, te levantaras siendo un oso con mucha hambre. Lo mismo te comes hasta al lobo ese tan astuto de Hobbes.
Lo escuchó a través de una radio a pilas que tenía guardada en el bolsillo. Pelotazo de dos millones de euros como quien se come una bolsa de pipas o estornuda y le salen por la nariz dos millones de euros.
El hombre extranjero tenía reuma y migrañas. Una evidente falta de movilidad en la pierna izquierda. Principio de catarata en el ojo izquierdo. Un quiste pilonidal en fase creciente. Lengua geográfica, y mucha fe en el té.
Dos millones de euros. Facturas falsas. Un ciudadano particular.
Igual que este otro señor de la historia que nunca comenzó por mi mala cabeza. Por culpa del perigallo. En trámites de adquirir la nacionalidad después de veinte años en España. Intentando alargar el brazo lo máximo posible para alcanzar un melocotón de aspecto divino.
Porque, a fin de cuentas, cualquiera con dos dedos de frente sabe que todos tenemos contacto directo y de confianza con los jefes de gabinete de cualquier gobierno autonómico. Pensar lo contrario sería absurdo. Un voto de castigo queda fuera del radio de acción de la idea.
Y ahí estaba.
Mi mente más que imperfecta. Pluscuanimperfecta.
Pensando que él tiraba de una rama con una mano. Y, con la otra, buscaba el melocotón más perfecto del universo. Un melocotón de Cieza.
No vendría mal un poco de publicidad, pensé antes de que llegara el momento de la descripción y de dejarlo todo. Abandonar. Sucumbir. Destrozarme.
Seguía ahí. Un melocotón tenso, soleado y delicado.
Un melocotón que, si pudiera, hablaría varios idiomas.
Hasta que, a los sesenta y dos años, le sobrevino la congelación. Ese estado en el que confluyen tantos universos de miseria cotidiana. Estigmas. Prejuicios. Estereotipos. Falta de proteínas. Noches durmiendo con los pies de otro en la cara. Falta de sueño —no de sueños—. La lucha, como un cordero degollado, por conseguir traer a su mujer e hijos y tenerlos cerca. La vida nómada. La manzana. La fresa. El ajo. La cebolla. La patata roja.
Congelación. Un estado catatónico. Un colapso. Un frenazo en seco. Una rigidez total.
Y ahí estaba aquel hombre de fuera. Que nunca llegaba tarde al almuerzo.
Cuando fueron hacia él y lo vieron, tenía el melocotón en la mano derecha. Y una sonrisa que me recordó una descripción que hizo un amigo mío:
Sonreía como sonríe la tristeza.
Y luego, pensé en darle al play, que no fuera así, que nada de aquello fuera verdad.
Maldito perigallo