El misterio literario del Casino de Cieza

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María Parra

El calor comenzaba a dar tregua. Por fin, se iba disipando ese asfixiante bochorno impregnado en el ambiente y el frescor del río ascendía hasta la calle Hontana, donde los motores ensordecedores de la conocida almazara no paraban. El olor a rancio que desprendían las olivas al ser machacadas trepaba hasta las plantas de arriba de aquella otra parte del enorme edificio, que estaba reservado para el ocio y la cultura. Hasta allí, al final de la tarde, acostumbraba a empezar a acudir al casino de don Antonio un hervidero de las personalidades más importantes de Cieza, a la que les gustaba hundirse en los sobados sillones de orejas para leer la prensa, mientras el humo de un Farias iba inundando la estancia, haciendo que fuera imposible ver con claridad tras los enormes ventanales acristalados de la fachada. Otros, en cambio, solían disfrutar en los salones de juego, donde el colorido tapete, verde alfombra de picas y corazones, cobraba todo el protagonismo o bien preferían pasar la tarde saboreando un café mientras veían a algunos de los socios más insurrectos participando encolerizados en las tertulias que surgían, generando enormes algarabías. También era frecuente que se reunieran en aquel lugar los miembros de las familias mejor situadas para las celebraciones.

Eran las fiestas de San Bartolomé de 1930, así que en el rosado salón de fiestas de la última planta todo estaba ya preparado para la celebración con divertidos bailes y un suculento banquete. Los asistentes comenzaron a llegar puntuales y la orquesta daba inicio al baile bajo el brillo de una enorme lámpara de araña. A mitad de la noche, la elegante escalinata de mármol blanco se había convertido en un ir y venir de gente con copas en la mano y risas en los labios, que se habían ido dispersando entre el baile, el juego y los corrillos de amigos.

Pero un estruendo repentino interrumpió la fiesta. Sonó algo parecido a un disparo. La música dejó de sonar. Las risas se borraron. Los coloquios se callaron. El silencio inundó el edificio apoderándose de él. Un segundo disparo sonó ahora más fuerte en aquel mutismo sepulcral y entonces todo el mundo comenzó a correr vaciando en estampida el local, al temer que algo trágico había sucedido.

La noche ennegreció cuando la sangre de aquel hombre densa y viscosa, sigilosamente, se desparramaba enrojecida formando un cerco a su alrededor mientras aquellos ojos pasmados, que habían sido testigos principales de lo sucedido, estaban inertes. Su cuerpo yacía desplomado sobre la mesa de póker de aquel salón ahora silencioso, triste y oscuro, en el que aún rebotaban las voces de los asistentes y la música de aquella orquesta que había estado tocando escaleras arriba, mientras allí se jugaba mortalmente con la baraja de naipes. La impresión era funesta. Nada se podía hacer ya por él.

No. No era la primera vez que un visitante del Museo de Siyâsa subía atropellado, aterrorizado y sin aliento las escaleras de la bóveda con la cara lívida y descompuesta. En esta ocasión era un joven inglés que, a pesar de que no dominaba bien el español, intentaba hacerse entender con la ayuda de gestos por los empleados del museo.  Con un semblante completamente pálido, aquel desgarbado extranjero, apenas era capaz de balbucear una palabra imitando ese sonido que le había hecho salir despavorido, ya que, dominado por el miedo, mostraba una enorme agitación nerviosa debido a la vívida sensación de pavor que le oprimía el pecho y que le impulsaba a perder el control de la articulación de su boca.

Pero nadie del museo se extrañó, pues aún recordaban una escena muy parecida ocurrida hacía años. En aquella ocasión, fue una mujer con acento andaluz que había acudido al museo atraída por los restos de aquella Siyâsa de la que tanto había leído y oído hablar, ya que era profesora de Historia Medieval en la universidad de Granada, y gozaba de gran prestigio en el mundo de la historiografía, gracias a sus muchos años de experiencia a sus espaldas y a sus valiosas publicaciones en las revistas más especializadas.

Los empleados se acordaban bien y, a pesar del tiempo transcurrido, no se les había ido de la mente la expresión de su rostro desencajado al subir las escaleras, su cara estaba tan descompuesta como la del joven inglés, pues parecía que había visto un fantasma o una aparición terrorífica. Recordaron entonces los empleados que, al subir tan rápida las escaleras la pobre mujer dio un traspiés que le provocó una pequeña brecha en la cabeza y que, con la voz y la respiración entrecortada, mientras le caía un pequeño hilo de sangre por la frente, sumida en un estremecimiento sobrecogedor, decía que había oído ruidos espeluznantes allí abajo acompañados de una repentina emanación pestilente que le habían dado escalofríos.

Una vez curada la herida, la mujer, con un marcado acento andaluz, narró lo ocurrido en la planta del sótano del museo. Coincidía exactamente con el relato del joven inglés al subir de ese bajo ahora envuelto en misterio y que antes formó parte de la actividad de la fructífera almazara del decimonónico edificio.

¿Era aquel suceso figuraciones de aquellos visitantes al conocido Museo de Siyâsa? ¿Tenían la imaginación excitada hasta el punto de convencerse de que una atmósfera fantasmagórica y siniestra se había apoderado de ellos? ¿O realmente allí permanecían los ecos de aquello que pareció ser un ajuste de cuentas en lo que había sido un antiguo casino?

¡Anímate a encontrar la solución del enigma! Envía tus respuestas a redaccion@cronicasdesiyasa.es

 

 

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