El misterio de las campanadas de Ascoy

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María Parra

El misterio de las campanadas de Ascoy 

Un día más, un poderoso sol caía a dentelladas sobre las cabezas ardorosas de aquellos labradores sofocando sus bocas agrietadas y abrasando sus pequeños corazones, mientras un suave soplo cargado de aire caliente se deslizaba sobre la austera, parca y árida Sierra de Ascoy, peinando las extensas plantaciones de esparto que recorrían sus tierras.

Los sombreros de paja habían ido perdiendo fuerza a lo largo de la dura jornada y ya eran incapaces de frenar las gotas de sudor que se iban derramando hasta mezclarse con la tierra. Allí el tiempo pasaba lento, muy lento, tan lento que hasta las moscas caían aburridas al suelo. Los trabajadores apenas se hablaban en toda la jornada. Andaban todo el día con el lomo agachado recogiendo atochas y atendiendo a aquel terruño casi desnudo, tan duro como sus entrañas. Cuando la luz empezaba a escasear, sin mediar palabra, se volvían al poblado hasta la mañana siguiente subidos en un carro empujado lentamente por alguna mula enclenque. Y así un día y otro día. Mientras, la sangre se iba ennegreciendo entre caballones y sulfatos en aquel sencillo paisaje del dominio pedáneo.

Quiso el destino que llegara a aquel lugar el padre don Manuel Miranda Martínez procedente de un convento de Extremadura. Era un hombre muy alto, escuálido, bastante pálido; con ojos enormes y extrañamente luminosos; de dentadura amarilla y desordenada; cuyos labios dibujaban a veces una mueca de perturbado; destacaba sobre el rostro su nariz puntiaguda; tenía un mentón finamente modelado que, curiosamente, le delataba de una enorme falta de energía moral; los escasos cabellos, eran más suaves y más tenues que la tela de una araña. Su piel desprendía un olor muy alejado del incienso. Todos estos rasgos y la excesiva forma rectangular de la región frontal constituían una fisonomía difícil de olvidar.

Como solo iba a pasar allí un tiempo se quedó de prestado en el cobertizo de alguna alma caritativa donde realizaba sus rezos y sus homilías entre el ganado y las gallinas. Por las noches, don Manuel cuando todo el mundo dormía, solía salir a pasear sigilosamente durante horas. Deambulaba lentamente por los alrededores sirviéndose de una vieja palmatoria, resultando así adquirir un aire espectral. A esas horas, el silencio era abrumador en las sombras de la noche, los caminos estaban oscuros, solitarios y desolados y, cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo ocultando las estrellas, todo era aún más lúgubre y sombrío en su espíritu, inundándole un sentimiento terrible y casi insoportable de profunda tristeza. Entonces, se apoderaban de él unos sombríos pensamientos, una frialdad, un abatimiento, un malestar del corazón, una irremediable tristeza mental, una fuerte depresión de ánimo, que debían de ser nacidos de la amarga caída en su existencia cotidiana, lejos de su comunión con Dios.

Sediento tras tantos pasos en una noche sofocante y plomiza llegó hasta los caseríos de Álvarez y buscó la fuente negra y rebosante, que estaba abrazada por un palmeral, pero, aterrado, salió despavorido cuando vio la imagen reflejada e invertida de un loco temblando, con los ojos idos y con espumarajos en la boca. Un vecino, Antonio Guerrero, oyó los alaridos del pobre hombre y sin comprender lo que había ocurrido auxilió al párroco, que parecía que había visto al mismísimo diablo. Aquel vecino, que tenía un gran corazón, sintiendo lástima por él, le abrió su casa y le ofreció cobijo.

Antonio era el herrero del poblado de Ascoy y sus robustos brazos dominaban la técnica de la forja que le había enseñado su padre. Tras pasar un tiempo y viendo que el pobre sacerdote no conseguía superar sus miedos al diablo, le propuso construir una pequeña ermita cerca de la fuente con un campanario para hacer allí sus homilías. A diferencia de don Manuel, los demás vecinos no mostraron ningún entusiasmo con aquel acontecimiento y se mantuvieron ausentes. Solo los niños merodeaban por allí de vez en cuando para robar piedras de la obra y tirárselas a las cabezas los unos a los otros. Pero la ermita nunca se llegó a acabar, don Manuel falleció un 1 de noviembre enfermo de pavor, mientras sonaban a lo lejos dos tristes campanadas que procedían de la pequeña torre.

Ahora, ya nada más que queda de aquella una frágil figura encorvada, cuyos muros en ruinas están envueltos en un polvo viejo y maloliente, carente en su parte más alta del peso de lo que fue una hermosa campana bien forjada. Pero a pesar de que hayan pasado ya casi cien años y varias generaciones desde que muriera don Manuel, continúa ese toque misterioso en la noche más lúgubre del año, la de todos los santos, en la que sigue escuchándose dos lejanas campanadas, que nunca faltan a su cita en la madrugada.

Dicen los más antiguos habitantes del lugar, que sus antecesores contaban que después de morir don Manuel cuando llegaban las dos de la madrugada un prolongado y sonoro eco de dos campanadas recorría los muros grises del Barranco de los Grajos y salía revotando por la Sierra de Ascoy hasta llegar a su falda desértica, convirtiéndose en lo que parecía un triste lamento. De aquellos prados de atochas, aún permanece un sencillo paisaje de dominio completamente baldío.

Con el tiempo este hecho se fue convirtiendo en una vieja leyenda que ha traspasado los límites de la comarca y que ha ido atrayendo cada año a muchos curiosos que quieren descubrir el secreto de este fenómeno tan poco frecuente. Todos persiguen saber el cómo y el porqué de estas campanadas, por lo que esa noche muchos curiosos se esconden entre los árboles, expectantes y temerosos al mismo tiempo. Incluso se rumorea entre los ciezanos que en alguna ocasión se ha visto a algún curioso salir corriendo tras escuchar las campanadas, lívido y asustado, gritando que algo lo perseguía, algo sin rostro ni cuerpo, pero que corría tras él para intentar abrazarlo.

¿Realmente los testigos escuchaban las campanas o era fruto de su imaginación? ¿Tendría algún tipo de relación con el diablo don Manuel o simplemente era un lunático?

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