El mini pelotazo, por Pep Marín

El mini pelotazo

Le prometí a mi mujer que cuando el primer dígito de la cantidad guardada en el banco superara ese paupérrimo «1» de cuatro cifras de toda la grandísima insulsa vida, bailaría con toda la indumentaria posible un aurresku en honor a la familia. Y así fue. Me cambié en el descansillo y entré dando saltos. La música del chistulari estaba dentro de mí, igual que el dinero en la ficción de la banca.

No sé qué entendió, interpretó, asimiló mi hijo de seis años ante toda esta parafernalia teatral. Él no estaba presente físicamente en la conversación posterior al baile, pero a buen seguro le llegaban las frases pronunciadas por mí hasta la habitación donde jugaba. Al día siguiente, empezó a quitarle un euro a su madre del monedero y a invertirlo en comprarle alguna cosa de almuerzo a una compañera de clase que tenía el problema de haber nacido en una familia desestructurada y en riesgo de exclusión, de ahí que en muchas ocasiones fuera al colegio casi en ayunas. Magia mental, me dije. Formas de superación de la vergüenza de un padre que ha falseado documentos para engordar su cuenta bancaria.

Ya lo he dicho. Además, ocurrió justo después de mi pésimo aurresku. Mi mujer ya sabía que había dado un mal pelotazo. El ser humano que tengo como compañera de vida sabe, nada más escuchar la forma en que abro la puerta de casa, que algo pasa, que algo me pasa. Esto no es como lo del Jaguar en el garaje o el cumpleaños de la niña con la actuación de los Rolling Stones, donde el cielo es un gran cajero automático. «¿De dónde has sacado el dinero?», me dijo.

No sé qué fue lo mío: ¿Un acto reflejo? ¿Un impulso como el que se lanza al río a salvar la vida de otra persona? ¿Una imitación? ¿Un mirar hacia arriba? ¿Una venganza? ¿Un actuar bajo el paraguas de un millón de excusas para salvaguardar mi salud mental y pensar que tampoco es tanto dinero, no como otros y otras que se llevan esas comisiones de vértigo sin que ocurra nada?

Yo era de los que daba un golpe en la mesa viendo las noticias ante los casos de corrupción y comisiones que saldaban con sobreseimientos o archivos del caso. Decía palabras como «carroña” o “mierda.» Me decía que yo no sería capaz de eso. Que yo era de otra calaña. Una persona íntegra y muy pardilla. Excusa para calmar lo que se cocía por mis adentros. Hasta que se me presentó la oportunidad y caí rendido, casi irreconocible.

Y sigo excusándome. No he profanado ninguna tumba ni me he comido el brazo de nadie. Ahora bien, tuve un bajón mientras me masajeaban el cuerpo en el balneario con crema de chocolate y sucumbí a la llamada desde las profundidades de mi propio abismo, de algo muy adentro que me pedía que prestara atención.

Esto mismo le dije al psicólogo mientras hablábamos de mi tristeza y de mi trayectoria. Y de por qué sigo así, aún devolviendo hasta el último céntimo.