El genio del pelo rojo: 100 años de Fernando Fernán Gómez

Javier Mateo Hidalgo

El pasado 28 de agosto se cumplieron 100 años del nacimiento de uno de los creadores más polifacéticos de la cultura española reciente: Fernando Fernán Gómez. Conocido sobre todo por su faceta como actor, su versatilidad le llevó a vestirse con distintos trajes fuera de escena para encarnar diferentes roles de forma única: director, novelista, ensayista o poeta. Su venida al mundo no pudo ser más original, pareciendo estar destinado por los astros para algo fuera de lo normal: nació en Lima, estando su madre de gira como actriz (dicen las malas lenguas que por deseo de su suegra, María Guerrero, que no veía con buenos ojos la relación con su hijo, Fernando Díaz de Mendoza). Fernán Gómez nunca sería reconocido por su padre, por lo que, tras su vuelta a Madrid, pasaría su infancia y adolescencia en compañía de su abuela y su madre, ambas de nombre Carola. La ausencia de la figura paterna le llevaría a adoptar los apellidos de su progenitora. Como narra en sus interesantes memorias El tiempo amarillo, fueron estos años en la casa familiar de la calle chamberilera del General Álvarez de Castro muy felices para el pequeño Fernando.

En la escuela y a través de la lectura se despertó su interés por la poesía y, en concreto, por el recitado. Esto seguramente le predispuso para la interpretación, aunque, como él mismo confesó en más de una ocasión, lo de actor parecía venirle ya dado por la tradición familiar. A raíz de la oportunidad teatral que le daría Enrique Jardiel Poncela, comenzaría a despuntar como actor, hasta el punto de empezar a recibir ofertas en el cine. Al parecer, y según afirma Enrique Gallud Jardiel (nieto del dramaturgo), Fernando no se portó muy bien con su abuelo cuando comenzó a ganar prestigio como actor, pero eso ya es otra historia. La cuestión es que nuestro protagonista entró por la puerta grande de la interpretación, teniendo como padrinos a piedras angulares de esa “Otra Generación del 27”, incluyendo a Edgar Neville (para el que protagonizó Domingo de carnaval y El último caballo, dos de sus películas más emblemáticas).

Si bien en el teatro encontró el espacio donde ejercitar su veta dramática, sería en el cine donde alcanzaría sus mayores éxitos, tanto delante como detrás de la cámara. Del teatro decía molestarle que otros le “mirasen” mientras “trabajaba”. Una afirmación que, junto a otras incontables, le describen como un genial conversador, por sus respuestas inesperadas y sinceras, siempre teñidas de un humor especial.

En la entrevista filmada La silla de Fernando, David Trueba y Luis Alegre buscaron sacar a la luz esta faceta íntima de Fernán Gómez, que ni él mismo creía que pudiese interesar a quienes fueran a ver el documental. Aunque determinados speechs públicos de su última época le generaron fama popular de hombre con mal carácter, él mismo reconocía haber cultivado esa imagen antipática “para que no le dieran la lata”. Y, por qué no, como recurso de defensa de su timidez, de su deseo de estar solo y no ser molestado, aunque fuese con halagos. Tal vez por ello la interpretación le ayudó a superar su vergüenza a exponerse públicamente, además de ayudarle en otros menesteres como en el amor. Él mismo afirmaba que el ser actor le permitía estar cerca de las mujeres y poder intimar con ellas. Así conocería a sus grandes amores: María Dolores Pradera (que reconoció no saber por qué se separó de él porque, de haberlo sabido, no se habría separado), Analía Gadé y Emma Cohen. Partidario de la soledad, la escritura se convertiría en su faceta predilecta y última, teniendo con ello sus necesidades satisfechas. Intelectual infatigable, fue asiduo del Café Gijón desde joven y allí se codeó con la crema y nata de actores, pintores, músicos y literatos. Allí pergeñó narrativa, teatro, poesía y guiones cinematográficos.

En esta última tarea le ayudaron autores que actualmente se encuentran más a su sombra, como Pedro Beltrán o Manuel Pilares. Si bien como cineasta llevó a la gran pantalla obras clásicas como La venganza de Don Mendo (Pedro Muñoz Seca), Ninette y un señor de Murcia (Miguel Mihura) o El malvado Carabel (Wenceslao Fernández Flórez), también adaptó otras menos conocidas como El mundo sigue (Juan Antonio de Zunzunegui) y trabajó en curiosos híbridos como Manicomio (creada al alimón con Luis María Delgado) o El extraño viaje (partiendo de un crimen real acontecido en Mazarrón que inspiró a Berlanga un posible argumento). Consideradas películas malditas por su mala acogida en el momento de su estreno, en la actualidad han sido redescubiertas y puestas en valor por su calidad, reconociéndose por la crítica incluso como las grandes películas dirigidas por este autor. Un testimonio agridulce de esa España surrealista, absurda y tragicómica, sin duda no apto para todos los estómagos. Su interés por épocas pasadas le llevó a escribir novelas como Capa y espada, El mal amor o La cruz y el lirio dorado, aunque fue el periodo del Siglo de Oro español el que más llamó su atención, con obras como Historias de la picaresca, su serie El pícaro o su última película Lázaro de Tormes. De alguna forma, la vida de los pícaros se transmutaría en la de los cómicos de la legua, que iban de aquí para allá en sus carromatos y sin ser enterrados en suelo sagrado al morir.

Tal vez porque su orígen estaba ahí (nació en uno de esos viajes de cómicos), su obra literaria más reconocida será El viaje a ninguna parte, que posteriormente también llevaría al cine. Como él mismo explica con ironía en su autobiografía, nació “como todo el mundo, en Lima”, mientras la compañía de su madre “continuaba su gira”. Y, de los viajes en carromato, pasó a las bicicletas, con su obra teatral más famosa. Las bicicletas son para el verano supuso un repaso a los años de la guerra, previos a los de la posguerra del anterior título. Un tiempo importante, previo a sus inicios profesionales, que le marcó en su adolescencia y juventud. Del espíritu monárquico de la madre o la alegría republicana transmitida en su infancia por su abuela, pasando por los desmanes de uno y otro bando durante el conflicto bélico y los duros años posteriores fueron variando su pensamiento, volviéndole un hombre escéptico y abierto a diferentes opiniones. Tal es así que llegó a simpatizar con las ideas ácratas (recordemos su famoso saludo con las manos al recibir el Premio Donostia en 1999), aunque él mismo reconociera su dificultad para llevarlas a cabo. Así murió, con la bandera rojinegra anarquista cubriendo su féretro y una música de tango sonando como banda sonora. Sobre el escenario, los emblemas de la libertad personificaron su velatorio. Sus canciones favoritas (Caminemos, Volver, Caminito, Por el camino verde) hablaban de viajes, de esa metáfora del constante caminar física y mentalmente, que le convirtió en un aventurero con uno de los legados más interesantes del último siglo. Y es que, al igual que su personaje Enrique Pombal en Los restos del naufragio, Fernán Gómez demostró que no solo se puede caminar con los pies, sino también con la imaginación.

 

 

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