El extranjero, por José Antonio Vergara Parra

El extranjero

Las obras maestras, incluidas las literarias, comparten una característica común: su atemporalidad. En 1942 vio la luz una novela memorable; L’Étranger. Albert Camus creó al antihéroe definitivo ; Meursault, un francés de origen argelino, más realista que pesimista que, para esquivar previsibles agresiones, se niega a conceder tregua u oportunidad alguna a toda esperanza. Estigmatizado por la decadencia moral del tiempo que le tocó vivir y con la inequívoca voluntad de sobrevivir, se vuelve apático, frío. Distante de toda emoción, de toda esperanza.

La angustia germina en las decepciones pero también en el miedo a sufrirlas, sobre todo cuando con anterioridad se probaron sus hieles. Frente a un positivismo suicida en el que el batacazo está prácticamente asegurado, no debemos entregar las llaves de nuestra felicidad a realidades y personas sobre las que carecemos de control alguno.

El paso de los años nos juega malas pasadas en la medida que nos aleja del niño que fuimos. Cuando nos convertimos en el adulto soñado, comprobamos con honda decepción que de la libertad esperada apenas quedan algunas ascuas. Lo peor es cuanto dejamos por el camino mientras, cándidamente, encaramos nuestro ascenso hacia ninguna parte. En el mejor de los casos, perderemos a nuestros abuelos y más tarde a nuestros padres. Ley de vida lo llaman aunque, puestos a elegir, mejor una vida sin determinadas leyes pues entre las bastardas leyes humanas y las inevitables leyes divinas, andamos bien servidos.  Una parte de nosotros se irá con ellos para siempre y las heridas no cicatrizarán del todo. El ciclo seguirá y la vida volverá a abrirse paso a nuestro alrededor sin que podamos rechazar el testigo de los que marcharon. A nuestra espalda el desierto, inhóspito y hostil, sin una maldita sombra.

Seremos muchas cosas pero jamás aquel niño inocente que desconocía el mal y que apenas necesitaba nada para jugar y reír. El niño que no hacía planes por desconocer el significado de dicha palabra. Un niño que vivía el instante donde su mente, ajena a todo recuerdo o bosquejo, sólo palpitaba por ese instante; efímero como un rayo pero real, muy real. Por Navidad, junto a aquel modestísimo belén, nadie faltaba en torno a una mesa rebosante de plenitud. Una mesa en general sencilla, salpicada de algún inocente exceso que, quiero creer, no ofendía al Niño por cuyo advenimiento estábamos allí reunidos.

La nostalgia es, también, una forma saludable de vivir porque no es deseable caminar sin dejar huellas profundas en el barro. Ahora nos toca hacer lo que años atrás hicieron nuestros padres y abuelos. Sacer fuerzas de entre las flaquezas y aflicciones para que nuestros hijos y nietos conozcan la felicidad con la que nosotros fuimos bendecidos.

La Historia nos revela que el hombre ha sido un lobo para el hombre. Que la civilización rara vez ha sido civilizada y que los siglos han transcurridos entreverados de guerras, hambrunas, plagas, pandemias y maldad. Ha habido momentos de esplendor, de esperanza y de belleza que, por mor de canallas y orates de atar, tornaron en levísimos espejismos.

Sin desdeñar la sabiduría que nos aporta el conocimiento e interpretación de hechos pretéritos, nos toca lidiar con el tiempo que nos ha tocado vivir. Para serles sincero, salvo algunos destellos de moderado optimismo, estoy seriamente preocupado; por los míos y por todos. Me disgusta lo que veo y no alcanzo a entender por qué, en un alarde de imperdonable pretenciosidad, nos autodenominamos humanos.

Si levanto la vista hacia el horizonte no puedo dejar de pensar en los millones de semejantes que perecen de hambre, sed o de enfermedades para las que el eufemísticamente llamado primer mundo dispone de cura inmediata. No alcanzo a entender por qué los humanos se matan entre sí por razón de lindes, dioses u otras mamandurrias que, a las claras, revelan la estupidez humana. Me asquean, hasta la náusea, quienes llenan sus alcancías con la venta y distribución de armas y droga. Me revuelven las entrañas quienes trafican con la miseria de seres humanos, con los órganos de cuerpos violentados o con la inocencia de niñas, mil veces ultrajada por carroña de apariencia humana.

Dice un ex diplomático español que las relaciones internaciones se rigen única y exclusivamente por el poder. Tiene razón y ese es justamente el problema porque debería no tenerla, pues toda relación personal o colectiva que ignore el respeto mutuo y la ética está condenada al fracaso. Es cuestión de tiempo que el odio cultivado florezca antes o después. Sin justicia no hay paz y sin paz no hay vida.

Como Meursault, en ocasiones me siento igualmente extranjero en un mundo en el que no me reconozco. Un mundo loco y desquiciado. De no ser por mis circunstancias que, como vino en decir Ortega, cincelan más que un escoplo, ya habría marchado bien lejos donde la soledad conviviera en armonía con la naturaleza. Un lugar en el que a nadie pudiera defraudar, donde nadie esperase o demandare lo que no soy, donde para nadie fuere yo una carga y donde ningún imbécil te saludase con palabras hirientes en el momento más inoportuno. Un lugar en el que pudiera mantener una conversación con el eco de las montañas y las truchas asalmonadas de un río de aguas limpias y frías. Apenas necesitaría una humilde cabaña de madera donde una chimenea de piedra cocinara la pesca y me abrigara de las nieves del invierno. Un lugar en el que nadie me amenazase con marchar y donde el verbo, de no ser alimento, respetase la elocuencia de una paz muda. Un lugar ignoto para mapas y satélites en el que los animales, naturalmente, serían bien recibidos. Al fin y al cabo, los lobos o los osos siempre han ido de frente y nada esperan de ti, salvo que te conviertas en su comida. Pero sospecho que entablaría amistad con ellos; incluso les cedería un lugar cercano a la lumbre pues, sin saber muy bien por qué, allí no sería extranjero sino uno más entre ellos.

Un lugar en un valle rodeado de montañas, donde el río serpenteara muy cerca y donde en él bebieran los alces. De hierba fresca y abundante en la que recostarse para ver las estrellas. Libre de laureles y cilicios. Un lugar donde el pasado nada pesare y el futuro anduviere proscrito. Extrañaré la mar, eso sí, mas, cuando la lluvia bendijera mi frente, sabré que es él; destilado y puro que me viene a visitar.

Y cuando haya de ser, será. Sin ruido ni lágrimas de atrezzo, ni declaraciones abintestato ni exacciones que, por gravar, ni a la muerte licencian. Sin estelas cotizantes que a la familia dividen y a Dios ofenden. Sin féretros ni frías lápidas de granito. Vuelo franco de homilías, de presencias y ausencias; vuelo libre de amores que en vida se silenciaron para ahora clamarlos.

Pero, ¡por Dios Bendito!, si no es mucho pedir, que mis circunstancias vengan conmigo pues son mis estrellas y si andan bien cerca no me sentiré extranjero y sí pleno. Pensándolo bien, nunca fue el lugar y sí la compañía aunque nada mal estaría aquella casita donde ríe la vida y llora el cielo.

 

 

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