El eructo, por Pep Marín

El eructo

La mirada de la golondrina se ha cruzado por un instante con la mirada de Alfonso. Dos puntitos negros que parecen cámaras de seguridad en miniatura frente a los ojos verdes esmeralda del gato. El felino de pelo marrón, desde la cabeza a la punta de la cola, se ha puesto a bailar panza arriba moviendo las patas como si estuviera acomodándose debajo de una sabana rebelde e invisible. La golondrina, ha iniciado el vuelo dejando una pequeña cagada líquida de color de mora en el tallo de un áloe vera. Sonia, tranquila, con su taza de té blanco en mano, lo ha visto todo desde la ventana de la cocina que da al jardín, ensimismada en su propia naturaleza, sintiendo formar parte de todo. Piensa que le ha quedado muy bien lo que ve desde las alturas, después de un gran trabajo: las flores azules, naranjas y blancas; las piedras color marfil delimitando caminos circulares con sentido para ella; los restos de troncos carbonizados del incendio provocado el año pasado por un tipo que recibía órdenes directas de arriba, de muy arriba, más allá de las nubes, esparcidos sobre el césped sin seguir un patrón claro; la pequeña higuera y el olivo; y los helechos y las grandes macetas atiborradas de áloe vera. Sin olvidar su pequeño huerto, que le proporciona verduras diversas cuando toca. La paz, su paz autogestionada tras el importante impulso de una pensión contributiva por incapacidad, a sus 57 años, después de años y años trabajando de pie de 8 a 12 horas en fábricas hortofrutícolas saludando a su salud cada vez que se iba a casa. En casa, volviéndose loca intentando aliviar los dolores de su no salud. Pero ya no, a pesar del tribunal médico que en un primer momento pensó que con la S de su columna vertebral podría seguir más tiempo de pie. De hecho, la hicieron ponerse de pie y tocarse la punta de la nariz con dedo índice, como queriendo averiguar si estaba ebria, y mover las caderas a un lado y a otro, calentando para un salto de altura, hasta que alguien tuvo a bien observar la radiografía, sólo eso, para aunar ciencia y compasión. Sonia piensa que sí todas tuviéramos un mínimo para vivir con cierta dignidad, no veríamos a tanta gente de cabezas humeantes de tanto pensar donde caerse muertas. Muchas personas pensarán que sería una fábrica de vagos y vagas, pensando que todo el mundo es igual; igual de libre. Y aparecerá, a buen seguro, el yo del esfuerzo y sacrificio; el yo de una mano delante y otra detrás; el yo del mírame ahora en mi casa de la playa leyendo La Razón con esta brisa quitapenas y el zumo de naranja, que los resfriados en verano duran una eternidad. Igual, claro, que observar a tu padre dando cabezazos contra la pared, más borracho que una cuba en presencia de cuatro churumbeles, los más bajitos de sus respectivas clases en el cole, esos que pintan casas destruidas y un padre flaco con una cabeza que parece el planeta tierra y una madre muy pequeña, anulada.

Antes, Sonia intentó acercarse al taoísmo a ver si así los dolores se le iban con la meditación de un vacío lleno. No lo consiguió. Pensaba demasiado en el efecto placebo, no funcionó. Ahora su meditación consiste en dejarse llevar como si flotase en un río de aguas mansas, sin hacer absolutamente nada.

Por todo, en agradecimiento a los astros, ha soltado un eructo de elefante como si hubiese ingerido dos litros de una bebida gaseosa, en plena hora de la siesta. Se habrá sentido, piensa, en todo el pueblo. Los niños, siempre niños, intentaban coger alguna flor azul del jardín de Sonia. El eructo los ha espantado y a la carrera han pisado el huerto del vecino. Adiós lechugas, adiós acelgas, adiós calabacines. Sonia se ha sonreído viendo la escena. El vecino es un ser ya jubilado pero todavía fuerte. Un solitario a la fuerza que repudia la soledad, pero no le ha quedado más remedio que vivir así, y así, alimentando cada día su rabia mundial de querer y no poder. Un hombre que invita a la reflexión sosegada y no sesgada cuando se le cruza en el cable neuronal la concordia, con dos copitas de anís en el cuerpo, sobre cualquier tema. Pero todos huyen de su discurso y miran para otro lado, porque ya saben como acaba. Si el asunto va de cuidar el espacio público, acaba rompiendo papeleras, y si es de política, tu gesto agradecido en fase de concordia te lleva después directamente a fusilar. En ese momento de eructo de récord europeo, el vecino de Sonia no ha escuchado nada, pues estaba dormido junto a su gran mona.

Omar es un chico que todos los años regresa al pueblo en la temporada de recogida de ciruelas y melocotones. Tiene para un mes y medio largo entre unas cosas y otras. Su cuerpo es fibroso y ágil, y eso que casi nadie lo ha visto comer más que dátiles y almendras acompañado de té con hierbabuena, quizá sea por eso, y por su disciplina mental de no entrar en ningún trapo por muy sucio que sea. Vicente, su jefe, como debe ser, le proporciona cada año un alojamiento digno donde asearse, comer y descansar. Omar va a lo suyo: su trabajo, sus rezos, su descanso y hablar por teléfono con su familia. Él si ha escuchado el eructo.

Antes de que el vecino de espíritu agrio despertase, ya corría por el pueblo el rumor exhalado por una boca envenenada de basura radiactiva de que Omar había intentado entrar a robar en casa de este vecino, un vecino limitado, preso en una dimensión donde intenta alcanzar otra que para él es imposible. Ni acompañado por grandes maestros espirituales conseguiría aprender por sí mismo. Dos horas más tarde han sonado cuatro disparos de escopeta; demasiado tarde para desmentir el rumor. La golondrina y el gato no volverán a cruzar sus miradas y Sonia no volverá a eructar como lo hizo, con ese rigor justiciero. El vecino empezó a soltar por su garganta toda su frustración mostrando la foto de su mujer y sus hijos, en comisaria, antes de ser llevado a los calabozos, a la espera ser puesto a disposición judicial.