Ni todas las filtraciones ni todos los jueces
Viernes, 7 de febrero
Hay que ver los muchos miramientos que tuvo el juez Hurtado en su día con M. Rajoy y los pocos que está teniendo ahora con el fiscal general del Estado. Si no fuera porque a uno le han dicho que los jueces son imparciales, podría llegar incluso a pensar que se está ensañando con él. O con lo que políticamente representa.
Cuando M. Rajoy fue llamado a declarar en el juicio de la Gürtel, Hurtado se opuso con rotundidad. No lo consideraba relevante. Accedió finalmente a que lo hiciera por videoconferencia. Esa condescendencia con el entonces presidente del Gobierno se debía, según él, a que la vista oral podía tener “efectos mediáticos y metajurídicos” indeseables, pero más que nada porque no había que “hacerle pasar por la exposición pública que es verle llegar y estar en la Audiencia Nacional”.
Esos miramientos con M. Rajoy, esa prudencia judicial, esa empatía emocional, se han vuelto ahora menosprecio jurídico cuando desdeña las quejas de Álvaro García Ortiz, que le recrimina que de las diligencias que instruye contra él hayan trascendido detalles para alimentar un “juicio paralelo” en los medios.
Tonterías, para Hurtado, ya que en su opinión la “trascendencia mediática” de las filtraciones del caso que instruye no tiene ninguna repercusión en el proceso. Antes sí. Ahora no.
Recordemos que Hurtado lleva meses indagando incansable y obsesivamente, ajeno al desaliento, sobre la filtración de información confidencial relacionada con la causa por fraude fiscal de la pareja de Ayuso. Un secreto a voces que este último propagó, según parece, torticeramente a través de su entorno, y del que estaban al tanto más “de 500 personas”.
Queda claro que no todas las filtraciones son iguales para este magistrado. Afortunadamente, tampoco todos los jueces para los administrados.
Rehenes y/o presos
Lunes, 10 de febrero
Dejo para otro momento mi reacción a la criminal y esperpéntica propuesta de Trump, aplaudida por Israel, de apropiarse Gaza para montar allí un “maravilloso” resort. Deportación, limpieza étnica, crimen contra la humanidad: mucho se va pareciendo el Holocausto palestino al judío. El delirio expansionista de Trump-Netanyahu al hitleriano.
Me centro, pues, en lo que tenía pensado escribir para hoy. Aunque solo sea por esta vez, no permitiré que el impresentable magnate cambie mi agenda.
Hace unos días, “suspendieron” a un redactor de la televisión pública gala Franceinfo. Su “delito”: considerar en una de sus crónicas a los “rehenes” israelíes “prisioneros”. Una cuestión semántico-política que no es baladí. Se le ocurrió titular algo así como “Hamás libera a tres prisioneros israelíes a cambio de la excarcelación de 180 presos palestinos. Y es que, como nos recuerda en una entrevista Gilles Ferragu, historiador especialista en relaciones internaciones, las palabras son también, “aunque parezcan inocentes”, armas estratégicas en cualquier guerra.
No existe ninguna definición internacional de lo que es terrorismo. Tampoco está definido exactamente qué se entiende por “derecho a la insurrección”. Por lo que el uso de “rehén” o “prisionero” dependerá del lugar en que nos posicionemos. Sobre quién consideremos que es el “criminal” y quien “el inocente”.
Por cierto, no se podrá decir que el término “rehén” no viene de antiguo. Sin ir más lejos, unos 500 hombres, mujeres y niños ciezanos fueron llevados cautivos a la Alhambra tras la razia de Abul Hasán a territorio murciano a finales del siglo XV.
De esos rehenes, de sus rescates y de aquellos tiempos convulsos va (como se dice ahora) mi última novela Cieça. 1477. La sombra del rayo (Alfaqueque Ediciones).
Dígale que se ponga
Miércoles, 12 de febrero
-¿Oiga, es la Inteligencia Artificial? Dígale que se ponga.
No, no estamos ante una herramienta más. A la Inteligencia Artificial solo le falta que la ensamblen a un cuerpo para que acabemos hablándole de usted. No es, desde luego, una herramienta como podría ser un martillo, del que nos servimos y luego lo dejamos. Y que por el hecho de utilizarlo no nos convierte en martillo. Es, como bien señala el escritor de ciencia-ficción Alain Damasio, “un sistema que, en tanto que usuarios, nos convierte en parte del sistema”. Y con el que estamos condenados a convivir, a cohabitar. Y mejor si es de forma armónica y sin complejo de inferioridad.
El dilema ético, moral o como quiera que sea, que se plantea ahora es: ¿En qué medida, ante una máquina potentísima, que ya empieza a tener mayores conocimientos que cualquier médico, científico o sicólogo… podremos resistirnos a pedirle que resuelva nuestros problemas? ¿Dónde va a ir quedando nuestro libre albedrío?
Tampoco es descartable, aventura Damasio, que con el tiempo lleguemos incluso a considerarla un “ser vivo”. Pues, a fin de cuentas, tiene -y más que tendrá- capacidad de interactuar y reaccionar en función del contexto, mostrarse incluso sensible, empática, aprender de los hechos, o gestionar asuntos muy complejos.
Un problema añadido es que estos programas “humanoides” están siendo desarrollados en la actualidad por empresas privadas. Una empresa es una empresa, y ya sabemos lo que busca: beneficio.
Emparedada entre los tecnócratas del magnate Trump y la nomenclatura china, la Unión Europea ha empezado a desarrollar, con Francia a la cabeza, su propio sistema, de “interés general”, inclusivo, abierto y multilingüe.
Por lo menos que al teléfono se ponga uno de los nuestros.