El cuaderno de Opinión de Antonio Balsalobre

Horriblemente cuerdos

El primer contacto físico consciente que tuve con el surrealismo fue en mi primera juventud, en una librería. Una tienda de libros en Cieza que no debía de ser más grande que una caja de mixtos pero que en aquellos años 70 albergaba, para nosotros, objetos preciados. Libros relegados por cuyas páginas navegábamos hacia puertos exóticos de libertad.

Para que se hagan una idea, se asemejaba aquella librería, por su irregularidad y si quitamos la cama, al dormitorio de Van Gogh en Arles. Cubrían sus cuatro paredes unas estanterías repletas de volúmenes; algunos de los cuales están todavía al alcance de mi mano en los estantes de la biblioteca que desde entonces, libro a libro, fui levantando. Había en medio de la tienda una mesa de camilla con dos sillas. Con una particularidad. Que desafiando la ley de la gravedad estaban colocadas en el techo mirando hacia abajo.

La librería era del actor y también profesor de arte dramático Diego Montesinos y se llamaba Dadá. Todo un homenaje al movimiento surrealista que ahora cumple cien años (un día como hoy de 1924, dicen, publicó André Bretón el Manifiesto que sacudió el mundo artístico francés y europeo).

Ansias de libertad, escritura automática, poesía “ilógica” y difícil, escape del subconsciente, confluencia de objetos, ideas o palabras distantes, collages… un antiarte muy político, por cierto, para el profesor Julián Díaz Sánchez, pues pretendía cambiar la realidad convirtiendo el sueño en dinamita.

Como aquel loco manchego, que diría León Felipe, de los que van quedando ya muy pocos.  Entre tecnología e inteligencia artificial, quién puede dejar hoy de estar “horriblemente cuerdo”.

Con todos los medios disponibles

¡Vaya cómo está el patio político-judicial! O judicial-político, pues ya no se sabe ni lo que va antes ni lo que es más grave. Si ver a los políticos haciendo de jueces o a los jueces ejerciendo de políticos. Nada nuevo, es verdad:  hace tiempo que la guerra política también se libra a través de las togas, aunque desde “la amnistía”, tal vez, con mayor intensidad. Ahí están esos jueces que, cada vez con menor reparo, entran de lleno en la batalla político-electoral, perjurando, eso sí, como aquel Duglesquin, que no vienen a quitar ni poner presidentes, aunque salte a la vista que ayudan a su señor.

En medio de un escenario judicial y político desquiciante, cinco magistrados de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, presidida por Manuel Marchena, han decido que se investigue al fiscal general del Estado por un presunto delito de violación de secretos. Por filtrar un correo sobre los problemas fiscales de la pareja de Ayuso que, todo indica, estaba en posesión de 18 personas y que había difundido intencionadamente con anterioridad el asistente de la presidenta madrileña, Miguel Ángel Rodríguez, en forma de “bulo invertido”.

Para el Gobierno, la imputación es injusta, jurídicamente endeble: “García Ortiz ha hecho lo que debía hacer, perseguir al delincuente y combatir el bulo”. La oposición, en cambio, aplaude la medida porque la urgencia en estos momentos, dice, es “echar a Sánchez del Gobierno” con todos los medios disponibles, incluso los judiciales.

¿Se refiere a los Duglesquin de los que hablábamos?

Fragilidad

Cuenta Lola López Mondéjar en su magnífico libro Invulnerables e invertebrados -gracias, Lola, por cierto, por la agradable charla y cena en grupo que siguió a su presentación en el Club Atalaya-Ateneo de Cieza; y cómo no, enhorabuena por ese merecidísimo Premio Anagrama de Ensayo-, cuenta la psicoanalista y escritora, decía, que mientras se documentaba para escribirlo necesitó comprar dos volúmenes en francés. Y que los adquirió por Amazon. Uno de ellos llegó como estaba previsto; el otro, con retraso. Enfadada por esta contrariedad, evaluó con un “execrable” el servicio.  Al poco, el vendedor le pidió encarecidamente que rectificara su valoración, haciéndole saber que la demora no había sido culpa suya y que se arriesgaba a perder su sustento.

Nuestra fragilidad como seres humanos, concluye, deriva en demasiadas ocasiones de nuestra dependencia de las opiniones de los demás.

En las tiendas de toda la vida, la felicidad del cliente se mide por la anchura de la sonrisa; en la venta online, por una serie de iconos a modo de máscaras de teatro desde un cierto anonimato. Y no hay servicio bancario, administrativo, comercial o del tipo que sea por el que, una vez prestado, no se nos requiera machaconamente una valoración. Incluso en los aseos públicos, y no solo en los de los aeropuertos.

Si el siglo XX fue el siglo de las siglas, éste puede que sea el de las valoraciones para todo. El del dedo cesariano para arriba o para abajo. Por cierto, aquí les dejo una encuesta por si tienen a bien valorar este artículo.