El cuaderno de Antonio Balsalobre

Ofensiva reaccionaria

Jueves, 9 de enero

El nuevo fascismo ha perdido con la muerte de Jean-Marie Le Pen a uno de sus fundadores, pero ha ganado para su causa en los últimos años, con la proliferación de las ideas de este “padrino” del populismo de extrema derecha, a amplias masas en Europa. “El respeto a la dignidad de los difuntos no borra el derecho a juzgar sus actos”, han clamado sus adversarios políticos. Y los de Le Pen son los que son. “Era un racista, un antisemita, un colonialista, un nostálgico del régimen de Vichy, un antifeminista, un negacionista del Holocausto…”, zanjan. Alguien que ha hecho del odio, es verdad, su manera de hacer política. Se va, pues, Le Pen, pero se quedan sus seguidores. A los que se suman los de su misma cuerda del otro lado del Atlántico.

Por allí vuelve a aparecer el estrafalario Trump, cuya primera medida, dice, será indultar a los asaltantes del Capitolio. Las que vengan a continuación ya nos las podemos imaginar. Da pavor este nuevo y viejo presidente yanki, pues se le ve desaforado, con ganas de venganza. Aún no ha tomado posesión y ya anda amenazando con adquirir Groenlandia, anexionar Canadá o controlar el canal de Panamá, por las buenas o por las malas. Y por si esto no bastara, viene acompañado de sujetos tan poco recomendables como Musk, su nuevo hombre fuerte: un magnate que no tiene ningún empacho en utilizar su red social X para lanzar bulos o inmiscuirse en elecciones de países europeos, apoyando a la ultraderecha.

En este contexto preocupante de ofensiva política y mediática de las fuerzas reaccionarias, es hora de que los partidos y movimientos progresistas aparquen sus batallitas intestinas y cruzadas, y se emplacen a articular una repuesta democrática y unitaria, cimentada en los valores humanos, a la altura de lo que muchos esperan de ellos.

América mexicana

Sábado, 11 de enero

En el Valle de Ricote, Negra pasó a llamarse Blanca por razones connotativas obvias. El pueblo seguía siendo el mismo, pero el cambio de nombre lo sacó de las tinieblas semánticas y rubricó la claridad que ya tenía. Tras el fin de la Unión Soviética, Leningrado dejó de ser la ciudad en honor de Lenin para recuperar su anterior nombre de San Petersburgo. Entre “santos” anduvo el nombre. Mi pueblo, como la inmensa mayoría de las localidades, también ha modulado su nombre en función de los avatares de la historia. De modo que, de una primitiva Segisa romana (pronunciado /seisa/), pasando por la andalusí Siyâsa y la medieval Cieça, ha acabado siendo la actual Cieza.

Como vemos, la toponimia no es ni inmutable ni eterna. Trump lo sabe, o se lo han dicho, y se ha lanzado a una empresa lingüística de inciertos resultados, pero de gran calado entre su electorado: cambiar el nombre del Golfo de México por el de Golfo de América, entendida América como sinónimo de Estados Unidos, claro está. Con acertada ironía, la presidenta de México no ha tardado en afeárselo enseñando un mapa de la zona de 1607, antes incluso de que existiera como tal Estados Unidos, en el que el territorio que habita ahora Trump era conocido como América mexicana. “Un bonito nombre para ese país”, caricaturizó ella.

México es vocablo azteca milenario. El nombre de “América” le fue puesto al continente en honor a Américo (o Emérico, en castellano) Vespucio, un «mentiroso» y «ladrón», según Bartolomé de las Casas, que le había robado la gloria al almirante Colón, “a quien le pertenecía por derecho”.

No es difícil imaginarse lo que diría hoy este fraile dominico, gran defensor y “protector” de los indios frente a los abusos cometidos por los conquistadores, sobre este otro usurpador y farsante que es Trump.

Crédulo y negacionista

Miércoles, 15 de enero

Por cierto, conozco a alguien que ha puesto grandes expectativas en su próxima llegada a la Casa Blanca. La comercialización de los medicamentos que “curan el cáncer” está prohibida, según esta persona, en el país norteamericano para beneficiar a las grandes farmacéuticas, y eso es algo que por fin se va a acabar por orden de Trump. “Una vez puestos a la venta libre estos medicamentos”, insiste, “la lucha contra esta terrible enfermedad empezará a ser cosa del pasado”. Habla este allegado con la gravedad y solemnidad que requiere el asunto. Y si alguien, a quien no lo cuadra lo que dice, le pregunta dónde ha oído o leído esa noticia, se apresura a abrir los brazos, asombrado, al tiempo que exclama: “¡Pues en internet!”. En otra época hubiera recurrido con toda probabilidad al consabido: “Lo ha dicho la tele”. Pero la tele ya no es lo que era desde que existe internet.

Su credulidad en la “medicina alternativa” se vuelve en cambio aprensión cuando se habla del cambio climático. “Soy negacionista”, recalca. Aunque duda entre considerar el “llamado” calentamiento global como un proceso natural o el invento de unos políticos “sinvergüenzas”. Las dos explicaciones le valen. Su fuente de información sigue siendo internet.

Créanme si les digo que lo que acabo de contar no es ninguna escena extraída de una novela orwelliana, ni ninguna creación periodística o boutade inventada para este artículo. Es una realidad vivida. Opiniones expresadas, además, por alguien con más que aparente buena fe.

Pseudomedicina, pseudoterapia, pseudociencia, pseudopolítica están de enhorabuena. Tienen en la actualidad a élites poderosas que las defiendan y propaguen. Y a no pocos adeptos dispuestos a abrazarlas.