El conserje y el nigeriano, por Pep Marín

El conserje y el nigeriano

Para algunas personas, esas que heredaron imperios industriales con el último parpadeo de sus padres y que nos miran como si fuéramos hormigas entre copita y copita de Jerez, insensibles, con ese ramalazo antisocial que más les vale la pela que la observación de las penas, pues es probable que les excite ver sudar sangre, debe ser de vital importancia el hecho de que otras personas estén a las doce y media en verano moviendo piedras con un carretón sobre el asfalto de una gran ciudad. Con el casco blanco merengue haciendo de sus cabezas una olla a presión. El chaleco amarillo como muestra de solidaridad empresarial para que no te pille un tren búfalo. El run run del tráfico rodado para que respires bien todo el progreso en forma de tubo de escape y el humazo negro de cada día. El sol ajusticiando a su manera, siempre excesiva, los cuerpos de las personas que realizan su labor al aire esclavo. Vital.

En este contexto, sin abrir la boca, concentrado en la rutina y sin derecho a la queja ante el miedo de no conseguir más papeles que le permitan seguir aquí sin ser perseguido por los mecanismos de control del Estado, utilizados siempre en la misma dirección para mantener a raya al que se deja los cuernos entre tanta piedra en el camino se encuentra Taylor, nigeriano, pensando que otros ni siquiera tienen trabajo, y tenerlo es una suerte y no un derecho.

En la misma calle, el mismo día y a la misma hora, se ha roto la disciplina y rutina de oficina.

-¿No va el aire?

Esa ha sido la pregunta que más se ha escuchado en la planta correspondiente a administración del Juzgado de Instrucción Nº 41. El conserje, Antonio, hombre ameno y siempre dispuesto a poner una oreja a cualquier problema ajeno y una mano si es que hiciera falta, pero no un riñón porque sólo tiene uno, piensa que no está haciendo bien su labor por cualquiera de las razones que su mente le pone en la plancha de su particular neurosis. Lamentable. (Quizá  ya le viene de largo, quizá un trauma infantil que se manifiesta ante la pérdida del sentido armónico como si Antonio fuese el sonido de una flauta desafinada). En cualquier caso, cada vez que se le apela a que diga algo sobre el tema rey del día (aire acondicionado), mira hacia abajo con pesar y cada cuarto de hora se le nota el capuzón en su rostro de mirada alelada, que más bien pareciera ser la viva imagen de la pena negra.

Los hay que si se graduaron en la escuela de calor de un país africano donde no existe ni el invierno, ni el otoño, ni el futuro. (Más de 20 millones en Nigeria, según datos de la FAO, están en situación de inseguridad alimentaria. Esto no significa que la jibia al ajillo esté contaminada, significa que no saben si comerán mañana).

Experto en superar altas temperaturas, Taylor ya aguantó un cuchillo con la punta afilada y al rojo vivo. Le dejó marcadas en su cara dos líneas paralelas, dos gruesas cicatrices desde la frente a la mitad de las mejillas saltando los ojos. Todo porque al bicho y a sus amigos no le entraban en la cabeza un beso en los labios entre dos hombres; lo siguiente era morir si no ponía tierra de por medio. Y lo siguiente fue perderlo todo.

La bondad desfocalizada de Antonio en estos momentos de crisis, por la maldita psique que le culpabiliza de que se haya estropeado el aire acondicionado, que provoca que le haga reo, además, de que los técnicos del aire acondicionado no puedan acudir hasta mañana, le fríe los sesos, y sus demonios chillan como si hubieran visto al mismísimo satanás. Los minutos le están ahogando, hundiendo en la miseria de querer y no poder. El estrés del momento le hace regresar a su infancia, al aullido de dolor de su perra de nombre Colonia en aquel verano en que no pudo hacer nada para detener la hemorragia que finalmente acabó con su vida, aumentando pulsaciones, palpitaciones sin control y cagadas en la puta sin atisbo de servir como tratamiento eficaz para nada. A pesar de estar casi a oscuras, con la vela de la integridad física en las últimas, aún le queda imaginación. E imagina su presencia en el chino de la esquina comprando ventiladores de mano para los veinte que son en la oficina. La imagen le reconforta. Vuelve Antonio, el de siempre, el “arreglatodo”, el magnánimo conserje que se las sabe todas. Su pecho descamisado, arquetipo de héroe cotidiano, con el que llenaría sus depósitos con una mezcla de una aleación de aprobación y cariño. Hasta que una mala expresión facial le devuelve a la dictadura de su averno: ¡Qué es esta mierda, Antonio!¡Qué montón de basura es esto, Antonio! ¿Ventiladores de mano? Y cae otra vez por el precipicio a un nuevo resacón de infelicidad y estrés en fase maniaca.

Abandonar su país, su origen, su raíz, su comunidad, sin rumbo, sin apegos, con una mano delante y la otra vendada, sin amor, exhausto y después de un auténtico calvario llegar a una orilla extrañamente afilada como palabras que se clavan en el pecho y humillan su condición de ser humano. Tan extraña orilla que no hay citas para solicitud de asilo, pero si pagas 150 euros lo mismo tienes suerte. Extrañísimo. Igual de extraño que el morbo de algunas personas de saber más y más sobre las cicatrices, antes incluso de saber cómo está, en qué se le puede ayudar ¿Y acaso le importa una mierda que el necesitado reviva la experiencia más cruel de su vida? No lo ven, ni la viga, ni las barbas, ni al vecino, ni el remojo, ni que pueda sentir miedo o tristeza; es un negro más sin dinero, nada, no vemos, lo tenemos frente a nosotros o tirado en la calle o llorando a lágrima viva y no lo vemos. Es Taylor. Su salud mental que siempre fue fuerte, creativa, original y a prueba de aguaceros de violencia e inseguridad alimentaria, ahora está descolorida como si le hubieran arrebatado todo el presente.

Contesta:

-“Unos hombres muy malos me marcaron la cara con un cuchillo”.

-¿Y eso?

-Antonio, ¿sigue sin ir el aire? Le pregunta Laura, inocente, mientras saca dos botellines de agua. Uno para Antonio y otro para ella. El conserje no llega a beber, se desparrama sobre el suelo, jadeando como si fuera un perro después de un sprint de campeonato. Seis personas le abanican con sus carpetas. La ambulancia está de camino. De nada han servido las instrucciones de la psicóloga. De repetir una y mil veces que no moriría de ansiedad. Ella le decía que cuando volviera a ver venir la crisis pensara en algo que le apasionara, hacer el amor para él era escapar a otra parte por esa rendija jugosa. Pero no podía pensar y sobrevino el colapso.

Primero hoja blanca de solicitud de asilo dispensada después de mucho tiempo de espera. Y luego que la ley inmisericorde te permita mucho más tarde trabajar legalmente tres meses. Mientras tanto, nada del verbo nada. Si no es por una mujer anciana que no hace preguntas incómodas y que le ha dado cariño, cobijo, comida y cama, Taylor hubiera muerto de tristeza.

A algunas personas se les ha ocurrido estudiar estos casos como el de Taylor, en los que ya se barruntaba el problema: miradas perdidas y amarillas, vacías y negras, miradas que están en otro lugar, pero sobre el cual no había un amplio estudio cuantitativo y cualitativo entre el proceso migratorio y la salud mental. Hasta que la asociación Columbares, aquí, en Murcia, Beniaján, se ha puesto manos a la obra y ha empezado a investigar más sobre este drama social. Pronto tendremos resultados del mismo.*

Finalmente, ha sido dado de alta nuestro conserje Antonio y fue recibido en la oficina entre vítores como si fuera el Cid Campeador: abrazos por aquí besos por allá. Luego, han tenido más de media hora de diálogo abierto para tratar la salud mental, cosa que asusta a las empresas farmacéuticas, y el conserje ha seguido siendo el protagonista.

Creía que solo estaba atrapado él en la ciénaga de su cabeza, pero otras personas se han sumado a contar sus diagnósticos. Ahora, Antonio ha sido el protagonista, como de costumbre. La costumbre de buscar por todos lados un halago, cuando todo él ha sido siempre un halago en sí mismo; aunque todavía no se lo crea.

*(https://columbares.org/columbares-presenta-migrants-health/).