El juicio y la condena en búsqueda de la verdad
Miriam Salinas Guirao
La heroica ciudad ciezana no dormía ni la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujó aquella mañana de julio. Carmen Vázquez no pasó la veintena, su cuerpo quedó ante la mirada de todos expuesto, en al abrazo eterno a su pequeña criatura.
Los dos sospechosos de la muerte de Carmen, la joven Carmen, fueron su padre y su amante. El padre de Carmen era José Antonio Vázquez quien compartía vida con Josefa Núñez. Del padre de Carmen se dijo en el juicio que siempre se observó en él buena conducta, pero que tenía un carácter reservado, “poco transparente”. En las declaraciones sumariales se confesó autor del crimen, autor de filicidio. Josefa, la Chimona, su amante, dijo entonces que lo vio agarrando a Carmen y clavándole el arma de la muerte. Entonces gritó la Chimona: “Qué has hecho?” Y él le contestó: “Si no callas te mato como a Carmen”.
En el juicio la cosa cambió. Los dos se desdijeron de lo que entonces, tras el asesinato, declararon. Negaron participar en el asesinato y aseguraron que se vieron obligados a confesar por coacción. Dijeron en el juicio que sufrieron crueles martirios, que el alcaide de la cárcel de Cieza los maltrató cuando entraron bajo el peso de la acusación. Allí, contaron: “Se nos pusieron grillos, se nos abofeteó, se nos pusieron esposas y se nos castigó atrozmente; por eso declaramos así”. Estas confesiones provocaron que se suspendiera el juicio y se iniciara una información sumarial del proceso. Los testimonios con los que se armó la historia de los hechos fueron de Encarnación García, un cuñado del reo apodado Ganga; Virtudes Martínez, esposa del anterior; Antonio Vázquez Santos, pariente del procesado; Gabriel Ortiz; Francisco Milanés y su esposa, Juana Barceló; y Antonio Giménez Bermúdez, todos vecinos de Cieza (29 de agosto de 1886 en El diario de Murcia).
Días después, en noviembre de 1886 el juicio volvió y abarrotó la Audiencia, la noticia de su celebración llenaba la primera página de El Diario de Murcia, el 12 del mes. A las diez de la mañana la concurrencia era ya numerosa. Lo cierto es que por todas sus circunstancias este era uno de los juicios más importantes celebrados en ese tribunal, hasta el momento. Cuando los señores magistrados, fiscal y defensores, tomaron sus respectivos puestos, dio el ujier la voz de: “Continuación del juicio de Cieza”, y en este momento, sin que se pudiera evitar, fue penetrando en la sala una cantidad de personas que en avalancha, caía y se levantaba, se oprimía y se desquiciaba por coger las primeras filas de bancos. “¡Qué marabunta! Por fin la gente invadió el salón de vistas y una gran parte del público quedó en actitud de espera, hasta que el presidente ordenó que de cuando en cuando turnara el público expectante”, añadía el cronista que cubría la información.
“Tintas en sangre sus alpargatas”
Los abusos que los procesados relataron en la cárcel de Cieza habían sido investigados y el resultado fue negativo. Es más, las declaraciones que entonces se recogieron para comprobar la veracidad de la acusación dejaron en peor lugar a José Antonio Vázquez y Josefa Núñez. Los últimos testimonios situaban a Vázquez vagando sin rumbo por las calles de Cieza, “tintas en sangre sus alpargatas, la mañana del 19 de julio del año anterior, día en que se cometió tan terrible crimen”, no solo eso, según las nuevas declaraciones, en los dos primeros meses de prisión preventiva, “el procesado no tuvo inconveniente en relatar con todos sus espeluznantes detalles el crimen que había ejecutado, pero que poco antes de ser trasladado a la cárcel de la capital y aconsejado por un abogado, comenzó a negar. Igualmente constó que la procesada, Josefa Núñez, le entregó a Vázquez diez duros para que no la delatara. Estos datos y el de haberse arrojado Josefa, cuando entró en la cárcel, en brazos del alcaide diciendo que la amparara, que era inocente y que pagara el que fuera culpable, son los que arrojaron las diligencias”. (El Diario de Murcia 12 de noviembre de 1886)
La petición del fiscal
El fiscal era Méndez, quien declaró que se veía en la necesidad “imprescindible” de reformar sus conclusiones primitivas para pedir que se impusiera “al desgraciado” que ocupaba el fatal banquillo “la más terrible, la más horrorosa de las penas, la pena de muerte”. “La ley me dice que pida la pena de muerte, para el reo, y la inmediata a Josefa Núñez”, sentenció desde su tribuna.
En su discurso, el fiscal trastocó el desarrollo de los últimos días de Carmen. Pues sostuvo que primero Josefa robó a su marido y se vino a Cieza y que por eso su mujer y su hija tuvieron que partir y entonces allí, en Cartagena, la joven Carmen se quedó embarazada. Al regresar a Cieza, el padre, José Antonio Vázquez, las rechazó. Y la madre se quedó cuidando de la esposa de Rodríguez Gabaldón, enferma de cólera, y Carmen en la casa de Francisco Milanés. “Después de las instancias de un tío suyo, propusieron una entrevista entre Carmen y su padre. ¡No quiero recordar la escena de esta Magdalena implorando el perdón a ese corazón de fiera, porque no es hombre! La recoge por fin. Pasan un día tranquilo. Llegó la noche. ¿Qué pasó aquella noche en la casa de Vázquez? ¿Qué ocurrió en el antro del crimen?” El fiscal explicó las tres circunstancias agravantes: premeditación, alevosía y abuso de superioridad.
Los defensores
La defensa del procesado fue encomendada a Clemares, que previamente reformó sus conclusiones pidiendo la absolución. Comenzó su discurso haciendo constar las palabras de su defendido al verlo por primera vez en la cárcel: “Yo no soy el matador de mi hija; haga Dios que resplandezca la verdad para que se cumpla la justicia”. Creía que se empleó coacción violenta para arrancarle la declaración de ser el asesino de su hija, y no dio validez a las confesiones después tomadas, “por estar hechas por los mismos que ejercieron la coacción”. El defensor de Vázquez fue contradiciendo las apreciaciones del fiscal, por creerlas poco fundadas, y tuvo períodos brillantísimos que cautivaron la atención pública por la “hermosa dicción”. En uno de esos periodos alegó que para nada se tuviesen en cuenta “las declaraciones de la adúltera; porque la que mintió ante Dios en sus sagrados altares, puede mentir ante todos los tribunales del mundo” (Ibídem). No hace referencia a que su propio defendido también mintió en el altar y que también fue la mitad de esa relación extramatrimonial.
El defensor de Josefa Núñez fue el entonces joven, Juan de la Cierva, conocido personaje murciano, que llegó a ser ministro. Dijo que su defendida se hallaba procesada, no porque tuviera participación en el hecho, sino porque ella, “en su rusticidad”, creyó que en el mero hecho de vivir o estar en la casa donde se perpetró, tenía responsabilidad, “a lo que no poco contribuirían los gritos de su conciencia, pero que esto invade el terreno de lo moral y no entra en el del derecho”. El público, según explicó El Diario de Murcia, lejos de demostrar cansancio escuchó con vivo interés el “elocuente discurso del abogado”, en el que pidió la libre absolución para su defendida. Cuando hubo terminado, el presidente interrogó a los procesados si tenían que aducir algo en su favor. Él dijo: “Yo, señor, que no he hecho tal cosa”. Ella: “Yo que no he visto nada, y que el que la hizo que la pague”.
¿El final del caso?
El 17 de noviembre de 1886 se daba la sentencia en El Diario de Murcia. El tribunal de la Audiencia de lo criminal dictaminó la condena a muerte para José Antonio Vázquez y la absolución para Josefa Núñez. Tras la lectura de la sentencia, Vázquez cayó fulminado al suelo. Según las crónicas sufrió un síncope. Los pasos de José Antonio se diluyen en esas páginas. Su vida tenía una fecha de cierre. No ocurrió lo mismo con Josefa, ella pudo seguir, pero ¿a qué precio?
Ni el juicio ni la sentencia ni la condena a muerte. Nada de esto sirvió para salvaguardar la voz de Carmen, ella como nombre de mujer que se enfrentaba a un entorno aprisionado. Carmen, la joven Carmen, murió apuñalada y ni siquiera hoy su sangre se ve nítida.