El aprendizaje en la calle, según María Bernal

El aprendizaje en la calle

A falta de dos semanas escasas para que se acabe el tan efímero verano, empiezan a apagarse también poco a poco los días. Todo vuelve a la rutina y esa sensación de descanso durante el periodo vacacional empieza a ser anhelada, sin haberla acabado, porque las vacaciones no volverán hasta dentro de once meses.

Los veranos siguen durando el mismo tiempo que hace dos, tres y cuatro décadas; pero está claro que la manera de vivirlos y disfrutarlos ha cambiado bastante, no sé si para mejor o para peor, y no porque la naturaleza haya sido caprichosa en impedirlo, o porque un virus nos haya limitado, sino porque el ser humano ha decidido renunciar a lo que antaño nos hizo felices y tanto nos enseñó, optando por otros menesteres. Quizás, el estilo de vida y el ritmo de trabajo son dos constantes que hayan podido influir.

Tomar el fresco. ¿Quién no lo ha hecho sentado en ese corrillo de vecinas y vecinos con sus sillas después de la caída del sol? ¿Cuántos momentos de nuestra infancia y adolescencia hemos vivido ante la mirada de esos vecinos que disfrutaban tanto del ambiente de la calle? Muchos, y son nuestras retinas las únicas que albergarán estos momentos exclusivos hasta el fin de nuestros días o hasta que la memoria les permita mostrarlos, ya que estos jamás volverán a repetirse.

Todos hemos salido a la calle a tomar el fresco y a jugar. Era ese momento tan singular que todos esperábamos, porque era el instante en que el sofocante calor de las tardes de julio y agosto empezaba a disminuir y nos daba paso a ser libres por la calle.

Recuerdo casi al pie de la letra esas tardes. Pasadas las ocho y media de la tarde, mi abuela María siempre nos decía: “sacadme la silla pequeña que hay en el patio a la puerta”. Esas palabras eran como el pistoletazo de salida. Y a esa hora había ya vecinos sentados, abanicándose, merendando o vigilando de manera liviana para que hijos o nietos no se metieran en los problemas de antes que, con toda evidencia, eran más inocentes. O simplemente, charlando sobre la vida con respeto y a base de anécdotas que maravillaban a todo el que las escuchaba.

Un cuadro de costumbres que poco a poco ha ido desapareciendo. Esas calles llenas de chavales dándole patadas a la pelota y, sin querer, a algunas puertas a sabiendas de la reprimenda que nos podía caer, si no era un cubo de agua el que nos empapaba para que nos fuéramos a otro lado. Esos cuartetes dibujados con tiza, ese bote al que le dábamos mil patadas para después escondernos y esos miles de juegos populares que, a pesar de ser necesarios, ya apenas hacen de educadores.

Esas puertas llenas de buenas vecinas, de esas en las que aún podías confiar y contarles cualquier problema que tuvieras porque sabías de sobra que guardarían el secreto si así se lo pedías; esos hombres y mujeres  hablando de sus vidas, sin hacer juicios paralelos que pudieran herir a otra persona, porque el cotilleo de antes era mucho más sano que el de ahora. Al menos es lo que yo viví en mi calle de toda la vida, la Santa María.

Sin embargo, la complicidad de antes no existe. Nos empeñamos en que así sea, pero cuesta volver a ver esos corrillos. Quedan pocos. De hecho, en mi barrio hay uno bastante numeroso que me recuerda mucho a mis tardes de tomar el fresco junto a mi abuela y mi madre.

De esas tardes aprendimos la mayor lección de vida que una persona puede recibir: la de la supervivencia. Teníamos que sacarnos las castañas del fuego, si una vecina nos echaba de su puerta (algunas salían con la escoba y todo), teníamos que obedecer o retar, y en ese desafío sabías de sobra que salías con un escobazo o mojado. Y no había traumas, había felicidad. Y si llegabas a casa así, la faena la remataba la madre o el padre. Y aprendimos mucho a base de enfrentarnos nosotros solos a los obstáculos de la calle.

Actualmente, esto es inimaginable. En un mundo donde prima por encima de todo el lema de “ni se te ocurra susurrarle una palabra a mi hijo”, la disciplina se ausenta en muchas ocasiones y lo que antaño era el escobazo que nos merecíamos, y con el que aprendíamos a respetar, hoy es un conflicto que hasta puede acabar solucionándose por vía judicial. Lo que antes era correr tras un balón, esconderse, correr para que no te pillaran con todas las caídas y rasguños que eso suponía, en este momento todo ha sido sustituido por las dichosas pantallas.

Los padres presumen, por ejemplo, del hecho de que sus hijos son hábiles ante las pantallas, craso error al haber olvidado que ellos jugaron en la calle, codo con codo, herida con herida, lágrima con lágrima y risa con risa, sin darse cuenta de que sobrevivir en la calle a base del juego es un asignatura pendiente que muy pocos niños del siglo XXI podrían aprobar.

 

 

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