El abrazo eterno….

José Antonio Vergara Parra

Me sostuvo entre sus brazos y me abrazó como nadie lo ha vuelto a hacer jamás. Como si de un tatuaje se tratare, mi piel quedó impregnada de aquel aroma de jabón casero y tabaco de liar. Un bálsamo que me acompañaría el resto de mis días. En su mirada atisbé una mezcla de dulzura y tristeza que, tiempo después, comprendería.

Hijo. He de salir por un tiempo; cuida de tu madre. ¿Lo harás por mí?

Claro que sí, papá. Le respondí.

-Recuerda que has sido el mejor regalo del cielo y que te quiero con toda mi alma. Pase lo que pase, no lo olvides nunca; jamás….

-Papá; le interrumpí. ¿Por qué me dices esas cosas? ¿Estarás mucho tiempo fuera? Yo también te quiero.

Con sumo cuidado, me fue bajando hasta asegurarse que mis pies tocaban el suelo. Flexionó las rodillas hasta que nuestras miradas estuvieron a idéntica altura. Me agarró por los hombros y, con voz algo temblorosa, musitó:

Volveré pronto. Te lo prometo.

A pesar de su intento por disimularlo, pude ver lágrimas recorriendo sus mejillas. Mi madre también lloraba aunque de forma menos contenida. No entendía muy bien qué diantres ocurría pero una cosa estaba clara; no se trataba de un simple viaje. Mis padres terminaron fundidos en un abrazo al que, de forma instintiva, me uní. Y así permanecimos hasta que un potente claxon nos rescató de aquel abrazo eterno. Provenía de una camioneta estacionada al final de la calle. El conductor volvió a pulsarlo al tiempo que con los brazos parecía reclamar a mi padre.

He de irme. Me esperan.

Con paso decidido emprendió su marcha calle arriba. A medida que se alejaba por aquel callejón angosto y empinado, su silueta se hacía más pequeña y difusa. Justo antes de subir a la camioneta, volvió su rostro para esbozar lo que me pareció una sonrisa. Esa fue la última vez que vi a mi padre. Yo apenas contaba con nueve años de edad. Había estallado la guerra y, aunque me negaba a admitirlo, era evidente que había marchado al frente. ¿Dónde si no? Todo encajaba; aquella camioneta atestada de gente, aquel adiós apasionado, aquella enigmática sonrisa….. Desde la marcha de mi padre, los días transcurrieron tristes y plomizos. Aquél no era el hogar de antes pero tenía a mi madre y nos necesitábamos desesperadamente. Estaba decidido a cumplir la promesa que le hice a mi padre; cuidaría de mamá. El sereno, de forma dolorosamente recurrente aunque sin su acostumbrado vigor, anunciaba la colocación, en la fachada del ayuntamiento, de la enésima lista de fallecidos y heridos en la contienda. Ojear aquel luctuoso inventario constituía un suplicio de imposible relato. Los vecinos nos agolpábamos frente a aquellas hojas mecanografiadas con la esperanza de no hallar a nuestros familiares. Algunos caían desvanecidos al leer los nombres de sus maridos, padres, hijos o hermanos. Y así, entre miedos y esperanzas, transcurrió año y medio sin que tuviésemos noticia alguna de mi padre. La zozobra, aquella espera dolorosa y cruel, dejaría paso a una durísima certeza.

Siéntate hijo. He de contarte algo.

Hacía un par de horas que Emilio, el cartero, había llamado a nuestra puerta. Mi madre, tras recoger una carta, se encerró en su alcoba y allí permaneció hasta que creyó haber reunido el valor suficiente para compartir la noticia conmigo. Sin apenas aliento y con los párpados inflamados por las lágrimas, la misiva resbaló entre sus dedos. Intentó hablar mas no pudo pronunciar palabra alguna. Con un arrojo sólo fingido, cogí la carta y me dispuse a leerla.

El valiente soldado Don Julio Muñoz Gracia, fiel defensor de los valores republicanos, luchó con valentía y honor en la batalla de Alfambra (Teruel) No hemos podido constatar su muerte ni hemos vuelto a saber de él. Tenemos fundados motivos para creer que fue hecho prisionero por el bando golpista.

Valencia, 15 de marzo de 1.938

Cuartel General del Ejército del Levante

Vinieron tiempos muy duros. Mi madre servía en un par de casas de familias adineradas y por la noche cosía por encargo. Apenas dormía, salvo esporádicos momentos en los que, extenuada, claudicaba ante aquel cansancio crónico e inhumano. Terminada la guerra y por ser virtualmente viuda de un soldado republicano, hubo de soportar la indiferencia, cuando no el desprecio, de quienes saborearon las mieles de la victoria. De sobra sé que aquella bienintencionada república no pudo o no supo contener a una izquierda radical y desbocada. Sé muy bien que los padres intelectuales de la II República Española (Pérez de Ayala, Ortega y Gasset y Gregorio Marañón) comprobaron con honda tristeza cómo la praxis ignoró o malinterpretó los nobles y altos ideales de la república por ellos auspiciada. No es infrecuente que las élites políticas, una vez instaladas en el poder, desprecien a sus intelectuales; a quienes que por su brillantez y valentía permanecen libres e indomables. La tozudez colectiva es testaruda y la Historia da fe de ello.

Mi madre tenía una obsesión; que yo estudiara hasta donde fuese posible.

Tu padre tenía sueños para ti. Me dijo. Nada le habría hecho más feliz que verte convertido en un hombre culto, bueno y libre.

Ayudaba a mi madre en las tareas de casa y, con no poco esfuerzo, conseguí licenciarme en Filología Hispánica; algo insólito para un joven de mi humilde condición. Me esforcé de veras; me pareció la mejor manera de honrar la memoria de mi padre y el hercúleo sacrificio de mi madre. Siempre creí que la cultura es nuestro más preciado tesoro y el mejor instrumento para transformar pacíficamente la sociedad. Todavía hoy, aún a pesar de puntuales momentos de escepticismo, sigo creyendo que el conocimiento es a la vida lo que el día a la noche. No sé si el verbo es más poderoso que la espada pero afirmo que el arte de la palabra, como mecanismo esencial para la crítica radical, es un baluarte de la razón, de la democracia, de la verdad. No debe ser casualidad que el auge de la retórica coincidiese con la acertadamente llamada primera ilustración europea; la Sofística.

Mi padre simultaneaba su trabajo de carpintero con una pasión: la lectura. Con incontenible entusiasmo, devoraba cuanto a sus manos llegaba, sobre todo poesía; género literario por el que sentía verdadera fascinación. Cuantos le conocían sabían qué regalarle; libros de poemas. Eterna e impagable es mi deuda hacia el cielo por haberme bendecido con mis padres. Les debo todo, hasta mi aliento. De mi padre aprendí el valor de la libertad y el amor por la palabra. Mi madre me enseñó que las cosas más bellas de este mundo, las que en verdad reconfortan el alma y colman nuestras aspiraciones, van precedidas de trabajo y han de estar impregnadas de honestidad. Ambos me enseñaron que no hay dignidad más elevada que la bondad y que, en espera de un cielo incierto, haríamos bien en convertir nuestras terrenales existencias en un prólogo del edén prometido. Tras una vida de estudio y erudición, reconozco que apenas tengo respuestas para casi nada. He saboreado las más brillantes aportaciones intelectuales y mis pocas aunque consistentes certidumbres han sido alumbradas por llamaradas de naturaleza muy distinta. La soberbia cognitiva es un obstáculo para la sabiduría; conviene doblegar las rodillas y hundir las manos en la tierra para lograr lo que en verdad nos apacigua e ilumina.

Tengo 87 años y mi tiempo se acaba. Mi madre me dejó hará unos 30 años. Murió orgullosa porque encaró y venció a la adversidad pero también apenada, por no haber podido encontrar a mi padre. Llevo felizmente casado 62 años. Adoro a Isabel, mi esposa; 12 años más joven que yo. La vida nos negó descendencia. He sido razonablemente feliz. Me he pasado media vida buscando a mi padre. He visitado mil lugares, escudriñado y leído cuanto se puede leer intentando hallar alguna pista, por insignificante que fuera, que pudiese delatar el paradero de mi padre. He asistido, esperanzado, a varias exhumaciones pero en ninguna hubo suerte para mí. Estoy cansado, muy cansado. Y algo decepcionado conmigo mismo. Soy agnóstico pero he llegado a rezar y a implorar ayuda a los dioses. Puede que parezca estéril, incluso grotesco, pero siempre he creído que mi padre, y miles como él, tienen derecho a salir de las cunetas para recuperar la dignidad arrancada de cuajo en una guerra fratricida e infame. Si excavamos la tierra en busca de mártires inesperados no removemos la Historia; al contrario. Como todo labrador debe saber, es necesario batir la tierra para que germinen las semillas y la vida consiga abrirse paso. Antes de ayer recibí una llamada de la fundación. Tras valorar una documentación que les hice llegar y contrastada ésta con otras fuentes, tenían la sospecha sobre la localización de una posible fosa. Según me comentó Paco, estaría situado en un predio particular a las afueras de Teruel. Tras conseguir la pertinente autorización judicial, la excavación tendría lugar mañana viernes, sobre las nueve de la mañana. A eso de las seis de la mañana, pasarían a recogerme. En dos horas y media habríamos llegado a ese lugar. Apenas sentía la ansiedad de otras veces; demasiadas decepciones. Con la puntualidad prevista, llegamos a nuestro destino. Un día frío, gris y ventoso. Una finca escarpada, a escasos kilómetros de Teruel. Una vez hubo llegado el juez, los operarios procedieron a iniciar los trabajos en el lugar donde, según algunos documentos y testimonios orales, el ejército sublevado había fusilado y enterrado a combatientes del Ejército Republicano. El dueño de la finca, muy gentilmente, preparó varios termos de un humeante café; gesto que agradecimos de veras y que, en parte, nos ayudó a paliar el terrible frío de aquella mañana. Al cabo de una hora, alguien creyó haber encontrado algo. Con inusitada expectación, nos acercamos y pudimos comprobar, en efecto, que se trataba de un cráneo humano. A partir de ese instante, y por razones comprensibles, los trabajos se volvieron más delicados. A eso de las dos y media de la tarde, se completó la excavación. Por las características de algunos restos de ropa, debía tratarse de milicianos y soldados republicanos; una veintena de cuerpos, tal vez. No obstante, los estudios forenses arrojarían luz.

Nunca olvidaré aquel lunes. Había transcurrido algo más de un mes desde aquella última exhumación. A eso de las once y media de la mañana, el sonido del teléfono me sobresaltó. Era Paco, el presidente de la Fundación.

Julio. He de darte una gran noticia. La prueba del ADN no deja lugar a dudas; hemos encontrado a tu padre.

Las palabras, aun bien escogidas, son casi siempre una burda aproximación a realidades demasiado hermosas. No sabría explicar la mezcla de alegría y paz que mi corazón fue capaz de albergar en aquel instante.

Pero…..Paco. ¿No hay duda alguna?

No la hay. Es tu padre. Había veinticinco cadáveres; todos varones. Soldados y algún que otro miliciano; republicanos. Solo cinco han podidos ser identificados. El resto serán enterrados en el cementerio de Teruel. Hay algo más, Julio. Por increíble que te parezca, junto a los restos de tu padre, había una pequeña mochila de piel en cuyo interior se ha encontrado algo que, estoy seguro, será de tu interés.

Pero, ¿de qué se trata?; inquirí.

Es un libro de poesía y parece que tu padre quiso decirte algo. Llama a un taxi y vente para la fundación. Aquí te espero.

El tráfico era horroroso y para un trayecto en el que apenas se invierten diez minutos, necesitamos algo más de media hora. Mi frágil corazón latía desbocado y la emoción era indescriptible. Paco me esperaba a pie de calle. La felicidad en su rostro era insultante. Pagué al taxista con una generosa propina y entramos en la sede de la fundación.

Julio. Usa estos guantes, por favor.

Me entregó una caja de madera que apenas recordaba lo que debió ser su apariencia original. En su interior había un pequeño libro. Contenía una colección de poemas de autores varios.

Julio; ya tendrás tiempo de leerlo con detenimiento pero, por Dios bendito, ábrelo por la página treinta y tres.

Obedecí sus indicaciones. ¡Cómo imaginar lo que estaba a punto de descubrir! Más abajo, en una parte yerma de la hoja, había un texto manuscrito de su puño y letra. Decía así:

Julio, hijo mío. Por si algún día permitieran las estrellas que leyeras esto.

Tengo frío, también miedo. Mucho frío, mucho miedo.

No es por mí; es por ti, hijo mío. Por todos los corderos.

Sueña un mundo nuevo, donde los fusiles carguen claveles

y no haya enemigos. Tampoco ira, acaso mansedumbre,

eterna, desde luego; también silencio.

Donde cante el colibrí y sople el viento.

He mirado a los ojos de mis verdugos y no vi odio en ellos,

quizá miedo, como el mío. Sólo eso.

Sé cosas, hijo mío. Que la guerra no es camino;

invento de necios y orates que, por sus miserias y desvaríos,

mandan al pueblo al infierno.

Ríe, ama, vive. Ante todo sé libre.

Que la palabra y la pluma sean instrumento de un mundo nuevo.

Despójate de rabias y despechos porque el odio

carcomería tus entrañas y morirías todavía vivo. Perdónales.

Te lo ruego.

Dile a tu madre que le extraño, dile a tu madre que le quiero.

Dile que no hay noche ni día que no muera por un abrazo o por un beso.

Que el cielo te sonría y la lluvia te bendiga,

que el viento te acaricie y la tierra te sostenga.

Vive por mí, te lo imploro, te lo exijo.

Dale sentido a mi frío y a mi miedo.

Y quiere mucho, cuanto puedas;

que nada vale más en este mundo que un sueño enamorado

y un despertar sereno.

Tu padre.

Hoy he ido al cementerio. Mis padres reposan por fin juntos. Y aquellos versos suyos, antes de ser leídos, los llevé muy adentro. No sé quién fue. Tal vez Hermes o acaso un Ángel del Cielo quien hizo de emisario de sus últimos anhelos. Murió sin odio y yo sin él he vivido. Si nos acercamos a la Historia con una mirada limpia y serena, comprenderemos que la II República, la Guerra Civil y las siguientes cuatro décadas de dictadura supusieron un fracaso colectivo donde las culpas alcanzan a casi todos. Mi padre, como millones de españoles, luchó donde quiso o tal vez donde pudo; nunca lo sabré con certeza. Pero, aun cuando la muerte le rondaba de cerca, no atisbó enemigos ni en sus propios verdugos. Él, antes que yo, entendió que aquella no fue una guerra de media España contra la otra. Excepto las llamadas guerras justas, en cuanto expresiones de una legítima defensa colectiva, el resto de contiendas no son más que monumentos a la estupidez y maldad humanas. Quedaron cuestiones apenas hilvanadas y otras costuras se cerraron precipitada y erróneamente mas, aún con todas sus sombras, la Transición Española, culminada con la Ley de Leyes, supuso una de las más bellas páginas de nuestra Historia. Hubo perdón, también concordia y, ante todo, un irrefrenable deseo por caminar juntos. Los españoles no cerraron sus ojos al pasado; acaso volvieron sus miradas hacia un futuro por escribir pero pacífico y libre. Malditos sean los nostálgicos de tiempos obscuros y canallas. Malditos quienes, ante la ineludible reparación de humillaciones pretéritas, advierten afrenta. Y malditos quienes no andan interesados en cauterizar heridas abiertas sino en asegurarse de que el absceso no deje de crecer. Malditos, mil veces malditos, quienes, para preservar sus privilegios, niegan la voz al pueblo pues, definitivamente, urge una segunda transición. Mi padre y millones como él, de uno y otro bando, murieron por nuestras miserias. Al carajo las dos Españas de machadiano recuerdo. Me quedo con Borges donde, con soberbia maestría, el verbo fue tanto o más sublime que la idea:

Nadie es la patria, pero todos lo somos.

Arda en mi pecho y en el vuestro, incesante,

ese límpido fuego misterioso.

En fin; mi arena se acaba pero ya no importa. Cuando haya de ser me iré en paz, sin frío y sin miedo.

Almansa. Navidad de 2015.

 

 

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