Dilapidando imágenes, por María Bernal

Dilapidando imágenes

Si la irrupción de las redes sociales, allá por 1997 con la creación de la primera de ellas, Sixdegrees, ya supuso el trampolín para saltar y empezar a mostrar nuestro yo más íntimo, casi tres décadas después y con los avances tecnológicos en pleno auge, la parcela de la intimidad ha quedado más que sepultada bajo la tierra que ha cubierto el mundo racional y que tanto se echa de menos, porque , aunque los tiempos han cambiado, la cordura de este siglo en muchos aspectos está destruyendo a las personas.

Nacieron las primeras redes sociales con el objetivo de permitir que millones de personas estuvieran conectadas. Más tarde y con las infinitas aplicaciones y actualizaciones, empezarían a cargarse vídeos u otras imágenes multimedia, hasta el día de hoy que son capaces de mostrar en directo dónde estamos y qué estamos haciendo.

Ahora es inevitable inmortalizar para después mostrar todo lo que comemos y hacemos, las veces que respiramos o los lugares que frecuentamos, hasta tal punto que la necesidad de exponer es para el ser humano como la metadona para el adicto.

Vivimos para echar fotos y subirlas a las redes y mientras tanto, infelices de nosotros, el tiempo pasa y no aprovechamos el instante y esto nos satura mucho, hasta el extremo de que quedarnos sin batería en el teléfono es más indicio de infarto que lo verdaderamente preocupante de nuestra existencia.

Todos somos libres de hacer con nuestra vida lo que se nos antoje, ahora bien, teniendo en cuenta esto, hemos de ser conscientes de que también hay que ser estrictamente consecuente con los entresijos que puedan resultar de esta moda, bastante peligrosa, de hacer de nuestras vidas la ventana de nuestra intimidad. Y, siendo mayor de edad, es respetable hacer de nuestra vida el mayor espectáculo jamás nunca visto con esos cargantes vídeos o reportajes fotográficos para que el mundo entero sepa los superfelices que somos porque la vida nos va maravillosamente bien.

Dejando esta hipocresía pura y dura aparte, hay una pincelada bastante macabra en este asunto. Debería estar penado que hubiese fotos de menores en las redes sociales. Subir alguna imagen esporádica en la que se disimule la presencia de un menor es aceptable, ahora bien, hacer de la vida de los pequeños un auténtico escaparate es la mayor condena de ellos. Lo vemos desde la perspectiva de “en las redes solo lo ven mis contactos“. Pero esto no es cierto; esas imágenes sobre las que nos creemos soberanos dejan de ser nuestras en su totalidad. Cuando subimos una imagen al espacio virtual, esta ya no nos pertenece porque, muy cerca de las políticas de privacidad que nunca leemos, al publicarla, cedemos los derechos de explotación de la imagen a esa plataforma o red social.

Paralelamente a esta realidad, está la de los valores que se les inculca a los más pequeños: posa así, saca morritos, selfie y hasta un sinfín de idioteces que les podemos decir para hacerlos mayores antes de tiempo y robarles la inocencia de ser un niño normal y corriente de los de antes, ya que los convertimos en adultos nada más nacer.

Paradójico es que muchos padres se dan golpes de pecho defendiendo a ultranza la filosofía del consenso (“yo tengo que hablarlo con mi hijo, yo tengo que preguntarle a mi hijo”…) para luego echarle millones de fotos y, sin su consentimiento, publicarlas.

Nadie quiere nada malo para sus pequeños, es más, todos hemos publicado alguna imagen de ellos y, por supuesto, siempre con buena intención y desde el cariño que profesamos por ellos, pero lo que está claro es que la irresponsabilidad, teniendo en cuenta el tajo de energúmenos pedófilos (esos seres repugnantes que se apropian de imágenes y vídeos que hay por ahí circulando), se convierte en parte de este juego mediático que le arrebata la dignidad a los más peques.

Un ejemplo claro y que no deberíamos seguir por ser políticamente incorrecto es el de la influencer (disparatada profesión) Verdiliss. Esta mujer vende diariamente la vida de sus ocho hijos con el fin de ganar mucho dinero y así no tener que dar palo al agua. Pero a diferencia de otros, esta mujer lo hace usando la imagen de los menores y a un precio bastante elevado, el de la intimidad, lo que la convierte en cómplice del tráfico de imágenes que machaca a los más vulnerables.

Con ese afán de hacer una miniserie de los más pequeños (asunto bastante espinoso), muchos adultos han perdido el norte; ante el ego de presumir que son los mejores padres desde la aprobación social, estamos convirtiendo a los menores en esos esclavos de las pantallas que a largo plazo estarán más vistos que un tebeo y que poco o nada tendrán con lo que sorprendernos el día de mañana, ya que la moda de exhibirlos ya se habrá encargado de dilapidar su imagen.