Deudas
La mañana del 14 de abril de 2024, un cartero con el semblante cansado de quien apenas ha dormido, vestido con su uniforme habitual, llamó al timbre de una casa cualquiera. El aire a su alrededor olía a alcohol de romero, y su expresión revelaba un profundo descontento con la tarea de transportar más infortunios que buenas noticias. Un hombre de 80 años, lúcido y en buena forma, abrió la puerta. Con amabilidad, recibió el documento, dictó su DNI y su nombre, y luego estampó su firma digital en un datáfono.
Hubo un breve intercambio de palabras:
—El tiempo no está para seguir donando plusvalías sin que rueden cabelleras.
—Ya hace mucho calor.
El cartero se marchó por donde había venido, bajando las escaleras con aspavientos, como un gesto de pesadumbre y tiempo perdido.
El octogenario, de andares firmes y pose erguida, regresó a la mesa camilla. Todavía quedaban allí los restos del desayuno: granillos de uva y cerezas en un plato, y el café con leche con el poso habitual de cada día. Un crucigrama, casi resuelto, esperaba tres o cuatro palabras; una de ellas era mandrágora (lo sé yo, a él todavía no le había venido a la mente). No era común que el timbre sonara por la mañana en ese hogar, así que los peces de colores de la pecera se afanaban en el cristal, buscando respuestas. Vigilantes y sufridores, esperaban la apertura de la carta certificada con más miedo que hambre.
El hombre demoró la apertura unos minutos, quizá buscando la palabra: «Planta herbácea de la familia de las solanáceas, sin tallo».
Finalmente, la abrió.
Es legal que Hacienda, en una relación comercial entre propietarios e inquilinos, dirija el cobro de deudas de los primeros hacia los segundos. No es una deuda donde uno tenga el control, donde los bienes embargados sean propios y se pueda ejercer cierta autonomía. Al legislador se le ocurrió que la deuda de un arrendador podía ser saldada por sus arrendatarios. Una ley aprobada y publicada. Aquí, la brújula se pierde. El control desaparece. Uno queda a merced de una situación complicada y difícil de gestionar.
La Agencia Tributaria, en casos como este, no ofrece la opción —según le expresó un funcionario al anciano días después de esta «tragedia griega»— de pagar por transferencia bancaria, ni de usar un número de referencia. «Usted, le dijeron, debe esperar que le llegue la carta de pago a su domicilio fiscal cada mes hasta que la deuda esté saldada, e ir al banco a pagar. Si la carta no llega, pague a su casero como lo venía haciendo habitualmente». En resumen: debe esperar la carta de pago cada mes. Cogerla y acudir al banco en persona el día señalado. No podrá descargar ningún documento online ni pagar por transferencia. Tendrá que esperar la carta, tomarla, leerla, salir con ella, ir al banco y, repito: acudir en persona a su banco con la carta. Esperar en la cola, si la hay. Pagar. Recoger el justificante sellado. Si me permite la licencia: puede protestar o blasfemar, nadie le hará caso. Y así, todos los meses —cero años— que dure este mecanismo de recuperación de deudas particulares, concebido y aprobado por otras personas en su día.
Las aletas de los peces se alargaron milagrosamente, como si pensaran que aquello no tuviera ni pies ni cabeza. El pez azul, pequeño y escuálido, comenzó a llorar, sus lágrimas confundiéndose con el agua. El naranja, hermoso y brillante, más corpulento, con una mirada entre ausente y sensata, entró en pánico, superado por una crisis existencial mayúscula. Ningún pez podía contener su malestar, su incredulidad, su mazazo moral. Su ética, machacada como ajo en un mortero. «A vivir, que son dos días menos cuando se cruza Hacienda», pensó el pez espada, que se quedó sin filo, sin ilusión, ni siquiera sabiéndose en la compañía de su amada pez raya, o pez cebra, juntos en la adversidad de la pecera, sin escape, venida a menos en gozos, ilusiones, deseo. A la sombra de la noticia, sumidos en profunda anemia vital.
El hombre de 80 años cumplió con su deber ante lo que consideraba ineludible. «O cumples, se decía, o la cabeza del tren burocrático te aniquila». Estoico desde que se quedó sin familia, se hizo a la nueva normalidad de cartas de pago y viajes al banco. Pero los peces, observadores desde ángulos inalcanzables para el ser humano, no recuperaban el ánimo, aun viendo que quien les daba de comer parecía navegar sin altibajos en el río de la vida. «Como si tengo que ir a Murcia a pagar en la sucursal del banco Mare del Dimoni».
El hombre de 80 años estuvo en esta tesitura algo más de seis meses, hasta que le sobrevino un aire. Eso dijo la vecina de 108 años, cuya pensión no le daba para sobrevivir en las aguas de la vida corriente, así que seguía ganándose el pan limpiando la escalera de la finca a ocho euros la hora, más su trabajo comunitario de hacer la compra a vecinos mayores con problemas de movilidad. Así conseguía, sin ser ese el objetivo principal, otros euros para completar la pensión y respirar. Ella dijo: «No me cabe la menor duda de que ha sido un aire, seguramente al pensar en cómo el legislador no pensó en un colectivo tan vulnerable como las personas mayores —algunas, no pueden ni bajar ni subir ya las escaleras de casa». Luego hizo un gesto consistente en una especie de intento de mordedura de nudillos, de rabia que no quería que se viese.
A Ramón no le hizo falta pensar en más ejemplos sobre la reprobable ética de un legislador sin empatía, tolerado por la sociedad, una sociedad en modo cine mudo, dócil, sin que nadie haya disparado, ni sacado ningún látigo en pro de asegurar vía coercitiva tantísima apatía. Recuperó su escopeta de caza como si de un tesoro de niño curioso de ojos más grandes que la luna llena se tratara. El sonido del disparo levantó a los funcionarios de la Agencia Tributaria de sus poltronas. Uno de ellos, con mucha panza, víctima del sedentarismo, dijo: «Hay que ver lo que somos por dentro. Qué asco».
Por la parte que me toca, me he quedado sin vecino para las partidas de ajedrez. Me he quedado sin una buena compañía, sin sus recetas para la reacción, para sacarle una punta feliz a la vida cotidiana. No creía, o sí, ahora que lo pienso dos veces, que Ramón se quitara la vida como denuncia social ante la cultura de la tolerancia sin fin, viéndolo participar en las huelgas de hambre para llamar la atención sobre el genocidio de Gaza. No me extraña que haya dado su vida al sentir, como dice la vecina de 108 años, un aire. Si os preguntáis qué fue de los peces, solo os puedo decir que los chicos de la funeraria me dijeron que la pecera estaba vacía. La noticia del suicidio de Ramón a las puertas de la Agencia Tributaria saltó de medio en medio de comunicación. También llegó al que tuvo la idea de convertir en ley un pensamiento que no pensaba más que en el dinero… Un millón de peces bloquearon su garganta.