Destellos que celebrar, a través del prisma de Maura Morés

Destellos que celebrar

El 12 de octubre me ha sorprendido en Toledo. Y he podido darme cuenta, en la ciudad en la que confluyen termas soterradas dedicadas a un mito griego, ruinas de mezquitas, portones cuyos dinteles dieron sombra de adiós sin retorno a israelitas en el 1492 y un viejo alcázar al que cruzó fuego fraterno y que ahora atrae a cualquiera que desee ver de cerca un letal arcabuz, de que todo ese dédalo de calles, esos chándales con elástico que conviven junto a chalecos acolchados verdes de pepero con escopeta y esos locales que antes serían de colmeneros o ebanistas y hoy alquilan o compran Starbucks y Burger King, son España.

Yo preferiría que la bandera tuviera algo menos de gualda, porque resulta estridente, pero necesitamos querer esta tierra de bellotas para cerdos y almadrabas de monteleva. No hemos tenido que inventar un himno con el que lloran los nadadores y los jugadores de baloncesto por decreto presidencial oculto -caso de las barras y estrellas-, porque tenemos jotas, pindangos, aurreskus, muñeiras, coplas, soleás, tarantas, saetas, casidas, rumbas, sardanas, romances, malagueñas. En Extremadura habrá una anciana revolviendo unas migas puestas sobre el fuego de gas con el mismo talento con que repartirá el gomasio sobre unos vegetales crudos el más loco e ínclito cocinero de urbe del norte. Suenan en los móviles José Mercé, Shakira, Carlos Sadness, Leiva, Juan Luis Guerra, M-Clan, Nino Bravo, Siloé, Rosalía uniendo a aristócratas y muchachas tatuadas con henna sucia que engullen patatas en las escaleras urbanas insultándose. Triana dice en castellano lo mismo que Maria del Mar Bonet en catalán, porque a todos angustia amar sin garantías. Puedo alternar el gallego de Xoel López con el vasco de Izaro, y en una costa leen a Rosalía de Castro y en otra a Joan Margarit.

Al otro lado del Atlántico conocen a Rocío Jurado o a Rosana, y en este magnífico idioma que cortó las olas nos aúllan los mariachis, se escribe en ultramar a Diosito, a la jungla, a Xibalbá y a los revolucionarios por excelencia, algunos con sotana perdida. Nos son familiares guajiro, tacotal, la Virgen de la Caridad del Cobre, huasteco, Macondo, tabajara, vallenato, huapango, cumbia, huipil, tapatío, mezcalito, huemul, boludo, alfajor, caraguatá, las líneas de Nazca, los cuentos de Quiroga, una poetisa apellidada Mistral, un tal Borges y algunos dictadores con gafas ahumadas. Los aviones que aterrizan en Barajas y El Prat llevan a americanos que algún día no verán raro añadir salchichas Frankfurt a un arroz llamado a la cubana, y los que pueblan las Castillas o Navarra se lamen los dedos con los tacos de cochinita pibil, los tamales de maguey, la picsa bonaerense, los anticuchos, las arepas, el gallo pinto, la causa limeña, la carbonada o el quinoto, y ya les es familiar escuchar «choclo» o «camote». En Estados Unidos nos solemos topar por ciudades hostiles, y se puede hablar de Coixet, Piñeyro y Cuarón en torno a una mesa con tortilla de patatas, ostiones y huatia.

Habrá alguien en Illinois añorando a un tiempo los castellers de Vilafranca -o los canelones de su yaya- y los partidos del Real Madrid en riguroso directo. Habrá quien se avergüence de las expuestas obviedades de la Pedroche y se sienta cansado de que siempre se muestren las morenas, pero hemos exportado la belleza de dinastía Jimena de las enceradas María Valverde e Ivana Baquero, quienes además lucen los jerséis de cachemir mejor que la Hardy. No falta de nada en nuestra mesa de gala: donde otros hacen reinar a la langosta de Nueva Inglaterra, nosotros colocamos el besugo o el ciervo, y cualquier sopa de pescado de roqueo, -es indiferente su mar-, desbanca a la bullabesa, al igual que el pisto al ratatouille y el mejor arroz al horno o con su costra a los fettuccine de Alfredo. Donde algunos sólo tienen sal y un vinagre tristón, España brilla con pimentón, comino, romero, albahaca, clavo, azafrán, hierbabuena y perejil. El solo hecho de poder desayunar tostadas con aceite o churros a diario habría empujado a muchos franceses o ingleses a alojarse por La Albuera hasta los ochenta años con las heridas aún brillantes.

Como este suelo lo pisaron un millar de pueblos bravos, las mujeres nos hemos llamado Miriam, Publia, Dorotea, Gisela, Felicia, Zulema, Rut, Genoveva, Claudia, Batilda, Eider, Martirio, Nuria, Uxía, Yaiza, Úrsula, Meritxell, Idoia… Pilar. Como también los descendientes de esas gentes se hicieron a la mar océana, tan inabarcable entonces como el Sistema de Andrómeda, leemos sin traductores a Rulfo, fray Luis, Espido Freire o Bioy Casares, que forman corrientes de ida y vuelta, y velamos juntos a Ruiz Zafón en Barcelona y en Los Ángeles, que se llama así y no The Angels. Si los cristianos nos encontramos, no hay necesidad de explicarse el Rosario o el Padre Nuestro. Nos apellidamos todos Gómez, Falomir, Henares, Zapata, Cortina, Méndez, Maeztu, San Juan, Collado, Colomer, Marchante, Roa o Gil, con algún adorno italiano o francés; así, mi amiga chilena es Marisol y no porta nombre araucano, pero tanto su melena negra como su léxico son otra galaxia junto a mi castellanísima apariencia y habla. Sin Pedro de Valdivia, ahora se la tragarían las millas náuticas y no sabríamos que yo conocía a Mon Laferte y ella a Presuntos Implicados y Mecano. Realmente, aquellas singladuras de lunáticos y visionarios sin radar, y sus sucesoras, merecieron la pena por todo lo que recuerdo, porque hace quinientos años lo que estremece y disgusta fue el cañonazo de salida de una bala que dejó la mejor de las estelas, como todo lo bueno a lo que opaca y reviste lo malo. Viva el mundo hispano.

 

 

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