Desenlaces fatídicos, según María Bernal

Desenlaces fatídicos

El mundo se ha vuelto completamente chiflado. Se está desarrollando un incivismo nunca antes visto, que está desembocando en atroces episodios de todo tipo de violencia. Cierto es que  esta siempre ha campado a sus anchas por todas las ciudades españolas, pero la barbarie a la que asistimos ahora es indescriptible, inconcebible e imperdonable; un escenario manchado siempre de sangre y salpicado, en ocasiones, por la propia muerte.

No sé si es la droga, la ausencia de principios, el afán de ser dueños de alguien, el aire que respiramos, una mezcla de todo o el consentimiento de unas leyes demasiado livianas a las que se han acostumbrado los delincuentes, conocedores de las penas tan sumamente incomprensibles que más pronto que tarde los dejan en la calle.

El Código Penal, en su artículo 173.1 castiga con la pena de prisión de seis meses a dos años a aquella persona que ataque la integridad moral a través de un trato degradante. En España, el delito de lesiones, por muy ilícito que es, no es que esté francamente castigado. Solo se pisa la cárcel si la condena supera los dos años. Pero, en la mayoría de los casos, la pena no llega a los dos años, y entonces el poder judicial es el que decide qué hacer con el individuo en cuestión; si ser sometido a una sanción de castigo penal o a una indemnización por daños, siendo ambas decisiones exiguas para los condenados.

De un tiempo para acá se respira en la atmósfera una furia descomunal que empuja al ser humano a matar a una persona. Eso sí, es tal la cobardía de todos esos grandísimos hijos de puta, que no tienen la valentía de enfrentarse a su víctima por ellos solos, sino que recurren a la ayuda de otras bestias para poder saciar su sed de odio.

Ahora no solo sucede la típica pelea callejera que antaño asustaba pero no permitía que la sangre llegara al río. Unas copas de más, un empujón dentro de la discoteca, el típico “tú que miras” y “el vente para afuera que te vas a enterar”. Había peleas, no vamos a maquillar una realidad que ahí estaba, pero no alcanzaban la trascendencia de las de ahora y, además, había más colaboración ciudadana para evitarlas.

¿Por qué en el siglo del “bro, qué tal estás” o “hermano, qué hay” se está desencadenando esta violencia homicida? Hablamos de reyertas que se convierten en combates sanguinarios y con desenlace fatídico (recordemos los seis minutos de salvajadas incesantes sobre el pobre Samuel o el trágico final de Isaac, apuñalado vilmente por tres sinvergüenzas). Hablamos de muchos viandantes que, en lugar de pararse a socorrer, sacan su teléfono móvil y graban lo que sucede para después compartirlo en redes.

¿Dónde está la cordura? ¿Por qué la gente se ha vuelto tan gilipollas? Es que, desde el sentido común, no me cabe en la cabeza que todos los días alguien haya sido agredido y/o asesinado por culpa de un tajo de bandoleros, que únicamente son la escoria más abominable de este país, la cual debe ser fulminada sin apiadarse de ellos.

Estas jaurías de perros cobardes que sin clemencia alguna se ensañan con el más débil, no deberían pasar a disposición judicial, sino directamente a chirona. Cuando escucho algún caso como los de estos chavales, jóvenes y con ganas de vivir, parece que recibo puñaladas a la altura del diafragma, parece que se multiplican en mí la rabia y los malos deseos para estos malnacidos. Empiezo a creer que ese lema que he oído en alguna ocasión de “para que llore mi familia que lo haga la tuya “cobra sentido ante esta sociedad en la que no estamos protegidos.

No me gustaría estar para nada en la piel de esos padres y familiares que han perdido a su hijo de la manera más traicionera y cobarde. A ellos, ninguna condena, ningún arrepentimiento ni ningún derecho les va a devolver a su ser querido.

Que no haya paz para los malvados, que se pudran en la cárcel por asesinatos homófobos y xenófobos, que sientan en sus carnes el mismo sufrimiento que durante instantes fatídicos estuvieron padeciendo sus víctimas.

¿Apología del odio? Ni mucho menos, porque si ellos pasan directamente a la acción, muchos estamos en nuestro derecho de hacer caso omiso a los Derechos Humanos de estos impresentables, ya que si hay una realidad que queda más que evidenciada es que esas bestias que golpean y asesinan no son humanos, por tanto, no tienen derecho a volver a ver  la luz del sol nunca más por ser artífices de episodios violentos con desenlaces fatídicos.

 

 

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