De terratenientes y labriegos, por José Antonio Vergara Parra

De terratenientes y labriegos

Nada nuevo descubriré si afirmo que muchos viven del cuento y la cizaña. Alguna vez les hablé de patriotas impostados, de diestros farsantes que andan sólo interesados en perpetuar y acrecentar privilegios y fortuna. Hoy me ocuparé de los de enfrente.

El derribo del muro de Berlín supuso una bocanada de aire fresco para los encarcelados del este. Pero también la evidencia más palmaria del fracaso de teorías comunistas y marxistas.

Malos tiempos para la lírica, que cantaran Golpes Bajos. La izquierda española, como el resto de la europea, hubo de buscar nuevas trincheras y renovadas razones para subsistir. El pesoe de González lo vio venir y en el congreso extraordinario de 1979 se consumaría lo esbozado en Suresnes; el abandono del marxismo y el abrazo a una socialdemocracia que, más adelante, daría lo mejor de sí a los españoles. Lástima que Zapatero, antes, y Sánchez, después, condenasen al más severo de los ostracismos a la última letra de sus siglas; la e de español.

Pretéritos y añorados los tiempos en los que los líderes de la izquierda eran respetados por acólitos y disidentes. Gerardo Iglesias, Pablo Castellanos, Julio Anguita, Nicolás Redondo o Marcelino Camacho vinieron para mostrarnos que, a veces, cualquier tiempo pasado sí fue mejor. Nadie podrá negar que fueron señores de férreos ideales cuyas vidas se erigieron en testimonios de sus principios.

Es seguro que la izquierda cuenta entre sus bases con ciudadanos de análogas cualidades; a algunos les conozco personalmente y gozan, como es natural, de toda mi cercanía. Sus élites, sin embargo, no me suscitan confianza alguna. Chicas y chicos demasiados jóvenes, de reciente trasiego universitario y sin apenas kilometraje vital que, marcados por lecturas muy parciales, ven la vida en blanco y negro y dividen la especie humana en buenos y malos, terratenientes y labriegos.

La experiencia y la humildad intelectual les serían de gran ayuda para comprender que las clases, que siempre las ha habido, no están condenadas a enfrentarse sino compelidas a entenderse. Hay muchos privilegios por derogar y otros tantos desafueros por compensar; muy cierto. La Ley de Memoria Histórica, deliberadamente parcial y amnésica, representa una burda maniobra de insensatos y resentidos, más afanados en sembrar discordia entre españoles que en resolver nuestros problemas. Nadie niega, al menos yo no, el derecho a resarcir agravios e iniquidades. No es tolerable, sin embargo, la instrumentalización de la memoria para inocular odio entre jóvenes que ni siquiera han vivido la Transición y, de paso, para estigmatizar de mala fe a parte del arco parlamentario.

Entiendo el anhelo republicano de la izquierda pero no su incomprensible servilismo hacia nacionalismos periféricos y excluyentes.  Por más que lo pienso, no alcanzo a comprender por qué la izquierda, presunta abanderada de la ética, se arroja en brazos de quienes hicieron del secuestro, el terror y el asesinato, sus bazas políticas. Es como si el odio compartido por enemigos comunes enmudeciera toda indignidad por grave que ésta fuera. Que alguien me explique, si puede, por qué esta izquierda va cogidita de la mano de quienes, doctrinalmente, han bebido de un abyecto xenófobo como Sabino Arana.

Reconozco que mi defensa de la monarquía parlamentaria es más pragmática que juiciosa. Lo diré de otra manera. La experiencia nos ha enseñado que muchos de los que suspiran por una república desconocen realmente su significado. Y eso es lo que me inquieta. Nuestra jefatura del estado es plenamente legítima pues su soporte legal no admite duda alguna, pero no negaré que una presidencia republicana, dimanada de unas elecciones libres, goza de más sustancia democrática que un monarca por derecho sucesorio. Los desaires al actual jefe del estado no admiten justificación alguna; sólo la descortesía de niñatos maleducados puede explicar tales actitudes.

Tampoco entiendo el desapego de la izquierda respecto del concepto jurídico-político de patria. Por qué maldita razón no se ven reconocidos en una realidad cultural, administrativa, histórica y política forjada durante siglos y culminada bajo el reinado de los Reyes Católicos. Sustantividad que sí conceden a  naciones donde la democracia ni está ni se le espera y donde la vida es infinitamente más penosa que la del país que les vio nacer. De locos.

Ante tan evidentes contradicciones uno llega a la conclusión de que debe resultarles más cómodo bienvivir de la discordia y del empecinamiento intelectual, perfectamente prescindibles, que del coraje y coherencia ideológicas.

Porque me crean o no, hay una zurda radicalmente necesaria por ser inventada. Siempre sospeché que la ligera inclinación del corazón hacia la izquierda no es cuestión azarosa.

 

 

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