Cultura, por José Antonio Vergara Parra

Cultura

En no pocas ocasiones he reconocido mi interés por la etimología de las palabras. Escudriñar el origen de las cosas, también de las palabras, nos ayuda a entender más y mejor y nos proporciona una panorámica más fidedigna de aquello que pretendemos abordar. La voz cultura proviene del latín “cultus” que, a su vez, deriva de “colere”. Esta última voz tenía varios significados como habitar, proteger o cultivar. De entre todas estas significaciones me quedo, sin dudarlo, con la última. Establecer una correlación entre el fruto de la tierra y la cultura se me antoja de una belleza y verdad esperanzadoras.

Me he marcado dos objetivos no exentos de dificultad. Intentaré explicar qué entiendo por cultura pero poco importará mi afinación conceptual de no responder correctamente a una segunda pregunta. ¿Cultura para qué? A la cultura le ocurre lo que a la libertad, pues si no dignificamos ambos conceptos desde el punto de vista teleológico podríamos reducir la cultura a erudición y la libertad a mera liberalidad.

El labriego horadará la tierra y hundirá sus manos en ella para depositar las simientes. Les proporcionará agua y alimento, e implorará al cielo para que el infortunio no trunque sus anhelos. Le aguardarán campañas buenas y no tan buenas. Su suerte lidiará con azares y desventuras que escaparán de su control. Pero algunas cosas serán seguras. Los callos curtirán sus manos y el sol marchitará su piel. El esfuerzo acumulado encorvará su espalda y arqueará sus piernas. Pero cada año, el fruto se abrirá paso y llenará mesas y manteles. Un milagro recurrente y maravilloso en el que no reparamos lo suficiente. En el campo no hay lugar para la impostura ni es posible escurrir el bulto. Todo es franco y honesto.

En cuanto a la cultura les diré lo que no es, y cuando nos hayamos desprendido de aderezos, aliños y demás ornatos nos quedará la esencia, como un néctar por paladear. La cultura no es engreída ni soberbia. Es llana, humilde. La cultura no debe ser jamás una coartada con la que solapar la propia ruindad moral. La cultura no tiene señor; tampoco vasallos. Cuando la cultura ha florecido, la civilización ha estado a salvo y en su esplendor el hombre dio lo mejor de sí. La cultura, con mayúsculas y letra manuscrita, nos trajo la democracia, la Ley, El David de Miguel Ángel o el Sol Naciente de Claude Monet. A la cultura le debemos El Quijote de Cervantes o las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar. Platón, Aristóteles, Santo Tomás de Aquino, San Agustín, Francisco Suárez, Leonardo da Vinci, Johann Sebastian Bach, Issac Newton o Alexander Fleming, por citar unos pocos ejemplos, representaron la excelencia del individuo en provecho de la comunidad. Un aprovechamiento o utilidad que debe ser visto desde diversos y, no obstante, complementarios prismas. Me explicaré. A Fleming, descubridor de la penicilina, le debemos abundancia de vida y disminución de sufrimientos, luego su tributo a la Humanidad es tan capital como reconocible. Mas La Incredulidad de San Mateo, de Caravaggio, o la Pasión según San Mateo, de Bach, con tal intensidad te pellizcan el alma y con tal virulencia estremecen el espíritu que te convierten en alguien mejor. Aunque no necesariamente porque algunos de los más estilosos oficiales de la Alemania nazi escuchaban a Ludwing van Beethoben y mirad lo que ocurrió después.

En la cultura se es espectador y también actor. Yo, por ejemplo, escribo para soltar amarras y surcar mares turquesas. Para zafarme de cadenas y servidumbres. Escribir es una terapia, un respiradero por el que tomar oxígeno y consciencia. Frente a las teclas, quietas y expectantes, se desangra el alma para vivir de veras. Sé bien que el verbo, aún bien escogido, es tosco e insuficiente; desleal y abjurado en ocasiones.

El pincel, la maza y el cincel, el pentagrama, la pluma o las tablas buscan siempre lo mismo. Vaciar nuestra alegría, nuestro dolor, nuestras dudas y certezas, nuestros miedos y quebrantos. Y en la medida que haya verdad en ello habrá belleza y, en consecuencia, fruto; cultura, a la postre. Las muescas del alma necesitan sentarse frente al mar y dejar que las olas y el viento bendigan su rostro con agua espumosa y sazonada. Haríamos bien en dibujar en la arena húmeda una estrella, aunque una ola se la lleve después a quién sabe dónde. Haríamos bien en surcar el mar a bordo de un viejo velero, con arrugas en su casco y remiendos en el foque. Quieto el mar y apagado el cielo, deberíamos tumbarnos en la proa para mirar el firmamento; para sentirnos chicos ante la grandiosidad del universo porque, en efecto, nada somos en realidad salvo el bien y el amor que podamos cultivar por aquí abajo.

Llegados a puerto, iremos a donde Paco para tomar algo caliente, que ha refrescado. Le pediremos por favor un café y le daremos las gracias al servirlo. Le pediremos por favor la cuenta y la saldaremos reiterando las gracias. Y cuando el cansancio de la brega aconseje retirada, le desearemos buenas noches y mejor mañana. Pues, como bien dijo el sabio Antonio Escohotado, en esto consiste la cultura y riqueza de una sociedad. En ser agradecida y educada, cortés y paciente.

No se lleven una falsa impresión. No soy culto, ni un remilgado pretencioso. Sólo un hombre, de mil defectos y alguna virtud que, persuadido por su nimiedad, sabe que la cultura no es fin sino medio para un mundo mejor. Un hombre corriente, un aprendiz constante, al que la luz le ha entrado por las heridas. Alguien que escribe para respirar y que, esperanzado, confía en una buena cosecha.

 

 

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